Los hermanos Karamazov - Достоевский Федор Михайлович 55 стр.


—Es un secreto, pero tú estás al corriente —repuso Gruchegnka, preocupada—. Mi oficial está a punto de llegar.

—Eso he oído decir. ¿Está ya cerca de aquí?

—En Mokroie. Desde allí me enviará un mensajero. Acabo de recibir una carta suya y espero su mensaje.

—¿Y qué hace en Mokroie?

—La explicación es larga. Confórmate con lo que te he dicho.

—¿Lo sabe Mitia?

—No sabe ni una palabra. Si lo supiera, me mataría. Por lo demás, ya no le tengo miedo. Bueno, Rakitka; no quiero oír hablar de Mitia. Me ha hecho demasiado daño. Prefiero dedicar todos mis pensamientos y miradas a Aliocha... Sonríe, querido; no pongas esa cara de mal humor... ¡Oh! Ha sonreído. ¡Y con qué dulzura me mira! Yo creía que me detestabas por mi escena de ayer con esa... esa señorita. Estuve muy grosera. En fin, eso ya ha pasado —añadió Gruchegnka pensativa y con una sonrisita perversa—. Mitia me ha dicho que esa joven gritaba: «¡Merecería que la azotasen!» La ofendí gravemente. Quiso seducirme con sus golosinas... En fin, sucedió lo mejor que podía suceder.

Volvió a sonreír.

—Lo que sentiría es haberte disgustado a ti.

—Ya lo ves, Aliocha —dijo Rakitine, sinceramente sorprendido—. Te teme, teme a un tierno polluelo como tú.

—Como un tierno polluelo lo tratarás tú, que no tienes conciencia. Yo lo quiero. Créelo, Aliocha: te quiero con toda mi alma.

—¿Has visto qué desvergonzada? Se te ha declarado, Aliocha.

—Bueno, ¿y qué? Lo quiero.

—¿Y el oficial? ¿Y esa feliz noticia que esperas de Mokroie?

—Son cosas muy distintas.

—Ésta es la lógica de las mujeres.

—No seas pesado, Rakitine. Ya te he dicho que son cosas diferentes. Quiero a Aliocha de otro modo. Te confieso, Aliocha, que no me eras simpático. Soy mala y violenta. Pero, a veces, veía en ti mi conciencia. En ciertos momentos, me decía: «¡Cómo debe de despreciarme!» Esto es lo que pensaba cuando salí de casa de esa señorita. Hace mucho tiempo que me fijé en ti, Aliocha. Mitia lo sabe y me comprende. Te aseguro que a veces me avergüenzo al mirarte. ¿Cuándo y por qué empecé a pensar en ti? No lo sé.

En esto apareció Fenia y depositó en la mesa una bandeja con una botella descorchada y tres vasos llenos.

—¡Ha llegado el champán! —exclamó Rakitine—. Estás excitada, Agrafena Alejandrovna. Cuando bebas, empezarás a bailar.

Luego exclamó:

—¡Qué contrariedad! Las copas están llenas y el champán se ha calentado. Además, la botella no tiene tapón.

Vació su vaso de un trago y lo volvió a llenar.

—¡Hay que aprovechar las ocasiones! —dijo, limpiándose los labios—. ¡Hala, Aliocha; coge tu vaso y bebe! ¿Pero por quién o por qué brindaremos? Levanta tu vaso, Grucha, y bebamos a las puertas del paraíso.

—¿Qué paraíso?

Alzó su vaso. Aliocha hizo lo mismo; pero tomó un sorbo y volvió a depositar el vaso en una bandeja.

—Prefiero no beber —dijo con una dulce sonrisa.

—Entonces, tu resolución de antes ha sido pura jactancia —exclamó Rakitine.

—Si no bebe Aliocha, tampoco yo beberé. Puedes acabar con la botella, Rakitka.

—Empiezan las efusiones —dijo Rakitine con sorna—. ¡Y la niña, sentada en sus rodillas! Él está afligido, y es natural; ¿pero a ti qué te pasa? Aliocha se ha rebelado contra Dios: ¡iba a comer salchichón!

—¿Por qué?

—Porque su starets, el viejo Zósimo, el santo, ha muerto.

—¿Ha muerto? —exclamó Gruchegnka, santiguándose—. ¡Dios mío! ¡Y yo sentada aquí!

Se levantó de un salto y se sentó en el canapé.

Aliocha la miró sorprendido. Su semblante se iluminó.

—No me irrites, Rakitine —dijo enérgicamente—. Yo no me he rebelado contra Dios. Yo no tengo ninguna animosidad contra ti. Sé más comprensivo; correspóndeme. He sufrido una pérdida que me afecta profundamente y tú no eres quién para juzgarme en estos momentos. Toma ejemplo de Gruchegnka. Ya ves lo noble que ha sido conmigo. Yo, dejándome llevar de mis peores sentimientos, he venido aquí convencido de que me enfrentaría con un alma perversa, y me he encontrado con un ser lleno de bondad, con una verdadera hermana... A ti me refiero, Agrafena Alejandrovna. Has regenerado mi alma.

Aliocha hubo de detenerse: estaba tan conmovido, que le temblaban los labios.

—Cualquiera diría que Gruchegnka te ha salvado —dijo Rakitine con una sonrisa burlona—. ¿Pero sabes que quería perderte?

—¡Basta, Rakitka! ¡Silencio los dos! Te lo digo a ti, Aliocha, porque tus palabras me sonrojan: me crees buena y soy mala. Y quiero que tú te calles, Rakitka, porque mientes. Yo me había propuesto perderlo, pero eso ya ha pasado. ¡No quiero volverte a oír hablar así, Rakitka!

Gruchegnka se había expresado con viva emoción.

—Están furiosos —murmuró Rakitine, mirándolos, perplejo—. Esto parece un manicomio. Pronto se echarán a llorar, no me cabe duda.

—Sí, lloraré —dijo Gruchegnka—. Me ha llamado hermana, y eso nunca lo podré olvidar. A pesar de lo mala que soy, Rakitka, he dado una cebolla.

—¿Una cebolla? ¡Demonio, están locos de verdad!

La exaltación de sus dos amigos asombraba a Rakitine. Sin embargo, era evidente que en aquellos momentos todo contribuía a impresionarlos mucho más de lo normal, cosa que Rakitine debía haber advertido. Pero Rakitine, que poseía gran agudeza para interpretar sus propios sentimientos y sensaciones, era incapaz de descubrir los ajenos, tanto por egoísmo como por inexperiencia juvenil.

—¿Has oído, Aliocha? —continuó Gruchegnka, con una risita nerviosa—. Me he jactado ante Rakitine de haber dado una cebolla. Voy a explicaros esto con toda humildad. Se trata de una leyenda que la cocinera me contaba cuando yo era niña... Había una mala mujer que murió sin dejar a su espalda la menor sombra de virtud. El demonio se apoderó de ella y la arrojó al lago de fuego. Su ángel guardián se devanaba los sesos para recordar alguna buena obra de la condenada y poder referírsela a Dios. Al fin, se acordó de una y le dijo al Señor: «Arrancó una cebolla de su campo para dársela a un mendigo.» Dios le contestó. «Toma esta cebolla y tiéndesela a la mujer del lago para que se aferre a ella. Si consigues sacarla, irá al paraíso; si la cebolla se rompe, la pecadora se quedará donde está.» El ángel corrió hacia el lago y le tendió la cebolla a la mujer. «Toma —le dijo—. Cógete fuerte.» Empezó a tirar con cuidado y pronto estuvo la mujer casi fuera. Los demás pecadores, al ver que sacaban a la mujer del lago, se aferraron a ella para aprovecharse de su suerte. Pero la mujer, en su maldad, empezó a darles puntapiés. «Es a mí a quien sacan y no a vosotros; la cebolla es mía y no vuestra.» En este momento, el tallo de la cebolla se rompió y la mujer volvió a caer en el ardiente lago, donde está todavía. El ángel se marchó llorando... Ésta es la leyenda, Aliocha. No me creas buena; soy todo lo contrario. Tus elogios me sonrojan. Deseaba tanto que vinieras, que prometí veinticinco rublos a Rakitka si te traía. Perdona un momento.

Fue a abrir un cajón, sacó su portamonedas y extrajo de él un billete de veinticinco rublos.

—No hagas tonterías —dijo Rakitine, avergonzado.

—Toma, Rakitka, quiero quedar en paz contigo. No rechaces lo que me pediste.

Y le arrojó el billete.

—De acuerdo —dijo Rakitine, tratando de ocultar su confusión—. Los tontos existen para provecho de los listos.

—Cállate ya, Rakitka. Lo que tengo que decir no te interesa. Tú no nos quieres.

—¿Por qué he de quereros? —repuso Rakitine brutalmente.

Confiaba en que Gruchegnka le pagase sin que lo viese Aliocha. La presencia del joven lo abochornaba y lo irritaba. Hasta entonces, por pura conveniencia, había aceptado la actitud dominadora de Gruchegnka, a pesar de sus ironías. Pero ya no podía sobreponerse a su cólera.

—Se quiere por alguna razón. ¿Qué habéis hecho vosotros por mí?

—Se puede amar por nada, como hace Aliocha.

—¿De modo que él te ama? ¡Es chocante!

Gruchegnka estaba de pie en medio de la sala. Se expresaba con calor, con exaltación.

—¡Calla, Rakitka! Tú no comprendes nuestros sentimientos. Y no me tutees; te lo prohíbo. Siéntate en un rincón y no abras la boca. Ahora, Aliocha, voy a confesarme a ti, a ti solo, para que sepas quién soy. Yo quería perderte. Tanto lo deseaba, que compré a Rakitine para que te trajera. ¿Por qué tenía yo este deseo? Tú, ni sabías nada ni querías nada conmigo. Cuando pasabas por mi lado, bajabas los ojos. Yo preguntaba a la gente por ti. Tu imagen me perseguía. Yo pensaba: «Me desprecia. Ni siquiera quiere mirarme. Al fin, me pregunté, sorprendida: «¿Por qué temer a ese jovenzuelo? Haré de él lo que se me antoje.» Nadie podía faltarme al respeto, porque no tenía a nadie: sólo a ese viejo al que me vendí. No cabe duda de que fue Satán el que me unió a él. Estaba decidida a que fueses mi presa. Lo tomaba como un juego. Ya ves a qué detestable criatura has llamado hermana. Mi seductor ha llegado. Espero noticias suyas. Hace cinco años, cuando Kuzma me trajo aquí, el hombre que me sedujo lo era todo para mí. A veces me ocultaba para que nadie me viera ni me oyese. Lloraba como una tonta, me pasaba las noches en vela, diciéndome: «¿Dónde estará el monstruo? Debe de estar con otra, riéndose de mí. ¡Ah, si lo encuentro! Mi venganza será terrible.» Lloraba en la oscuridad, con la cabeza en la almohada, complaciéndome en torturarme. «¡Me las pagará!», gritaba. Y al pensar en mi impotencia, en que él se burlaba de mí, en que acaso me había olvidado por completo, saltaba del lecho y bañada en lágrimas, presa de una crisis nerviosa, empezaba a ir y venir por la habitación. Todo el mundo se me hizo odioso. Luego amasé un capital, me endurecí, engordé. Creerás que entonces era más comprensiva. Pues no. Aunque nadie lo sabe, muchas noches, como hace cinco años, rechino los dientes y exclamo entre sollozos: «¡Me vengaré!»... Ya lo sabes todo. ¿Qué piensas de mí? Hace un mes recibí una carta de él, anunciándome su llegada. Se ha quedado viudo y quiere verme. Esto me trastornó. ¡Dios mío, va a venir! Me llamará y yo acudiré, arrastrándome como un perro azotado, como quien ha cometido una falta. Pero ni yo misma estoy segura de que obraré así. ¿Cometeré la bajeza de correr hacia él? Últimamente he sentido contra mí misma una cólera más violenta que la que sentí hace cinco años. Ya ves lo desesperada que estoy, Aliocha. Te lo he confesado todo. Mitia sólo era para mí una diversión... Calla, Rakitka. Tú no eres quién para juzgarme. Antes de vuestra llegada, yo os estaba esperando y pensaba en mi porvenir. Nunca podréis imaginar cuál era mi estado de ánimo. Aliocha, dile a esa joven que no me tenga en cuenta lo que le dije. Nadie sabe lo que pasaba por mí entonces... A lo mejor, voy a verlo armada con un cuchillo. Aún no estoy segura.

Incapaz de poner freno a su emoción, Gruchegnka se detuvo, se cubrió el rostro con las manos y se desplomó en el canapé, llorando como un niño. Aliocha se levantó y se acercó a Rakitine.

—Micha —le dijo—, te ha dicho cosas muy duras, pero no te enfades. Ya la has oído. No se puede pedir demasiado a las almas. Hay que ser misericordiosos.

Aliocha pronunció estas palabras dejándose llevar de un impulso irresistible. Tenía necesidad de expansionarse y las habría dicho aunque hubiera estado solo. Pero Rakitine lo miró irónicamente y Aliocha enmudeció:

—Alexei, varón de Dios —dijo Rakitine con una sonrisa de odio—, tienes la cabeza llena de las ideas de tu staretsy me hablas como me hablaría él.

—No te burles de ese santo, Rakitine —dijo Aliocha con profundo pesar—. Era superior a todos en la tierra. No te hablo como un juez, sino como el último de los acusados. Yo no soy nadie ante esta joven. Yo he venido aquí con viles propósitos, para perderme. Pero a ella, aun después de cinco años de sufrimiento, le ha bastado oír unas palabras sinceras para perdonar, olvidarlo todo y llorar. Su seductor ha vuelto, la ha llamado, y ella, que lo ha perdonado, correrá hacia él alegremente, sin ningún cuchillo. Yo no soy así, Micha, e ignoro si tú lo eres. He recibido una lección. Gruchegnka es superior a nosotros. ¿Sabías lo que me acaba de contar? Estoy seguro de que no, pues, si lo hubieras sabido, te habrías mostrado comprensivo con ella desde hace tiempo. También la perdonará la joven que ha sido ofendida por ella cuando lo sepa todo. Es un alma que no se ha reconciliado con Dios todavía. Hay que guiarla. En ella hay tal vez un tesoro.

Aliocha se detuvo, falto de aliento. A despecho de su irritación, Rakitine lo miraba con un gesto de sorpresa. No esperaba semejante perorata del apacible Aliocha.

—Eres un gran abogado —exclamó entre insolentes carcajadas—. ¿Te habrás enamorado de ella? Agrafena Alejandrovna, has vuelto del revés el alma de nuestro asceta.

Gruchegnka levantó la cabeza y sonrió dulcemente a Aliocha. Tenía el rostro hinchado todavía por las lágrimas que acababa de derramar.

—Déjalo, Aliocha. Es un hombre mezquino. No merece que se le hable. Mikhail Ossipovitch, iba a pedirte perdón, pero me vuelvo atrás. Aliocha, ven a sentarte aquí.

Lo cogió de la mano mientras le dirigía una mirada radiante.

—Dime: ¿amo a mi seductor o no lo amo? Antes me estaba haciendo esta pregunta en la oscuridad. Ilumina mi pensamiento. Haré lo que tú me digas. ¿Debo perdonarlo?

—Lo has perdonado ya.

—Es verdad —dijo Gruchegnka, pensativa—. Soy cobarde. Voy a beber por mi cobardía.

Cogió un vaso, se lo bebió de un trago y después lo arrojó al suelo. Sonreía cruelmente.

—Tal vez no haya perdonado todavía —dijo con acento amenazador, los ojos bajos, y como hablando consigo misma—. Tal vez sea solamente que sueño con perdonar. Aliocha, eran mis cinco años de sufrimiento lo que me enternecía; mi dolor, no él.

—No quisiera estar en su pellejo —dijo Rakitine.

—No podrías estar nunca, Rakitka. Sólo puedes servirme para limpiarme los zapatos. Una mujer como yo no está hecha para ti. Y acaso tampoco para él.

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