—Entonces, ¿por qué te has compuesto tanto?
—No te burles de mi vestido, Rakitka. Tú no me conoces; tú no sabes por qué me lo he puesto. He pensado que podría ir a decirle: «¿Me has visto alguna vez tan hermosa?» Cuando me dejó, yo era una chiquilla de diecisiete años, enfermiza y llorona. Lo adularé y lo enardeceré. «Ya ves cómo soy ahora, querido. Bueno, basta de charla. Si esto te ha abierto el apetito, ve a saciarlo en otra parte.» Ya sabes, Rakitka, para lo que pueden servir todas estas galas... Estoy ciega de ira, Aliocha. Soy capaz de desgarrar este vestido, de desfigurarme e ir por las calles a mendigar. Soy capaz de quedarme en casa, de devolverle a Kuzma su dinero y sus regalos y ponerme a trabajar por un jornal. ¿Crees que no tendría valor para obrar así, Rakitka? Pues bastaría que me lo propusiera... Al otro lo despreciaré, me burlaré de él.
Después de referir estas palabras con vehemencia, se cubrió la cara con las manos y volvió a arrojarse sobre los cojines, llorando convulsivamente.
Rakitine se levantó.
—Es ya tarde. Nos exponemos a que no nos dejen entrar en el monasterio.
Gruchegnka se sobresaltó.
—¡Oh, Aliocha! ¿Vas a dejarme? —exclamó con amarga sorpresa—. Piensa en mi situación. Me has trastornado, y ahora que llega la noche me quedaré sola.
—No puede pasar la noche en tu casa —dijo Rakitine con maligna intención—. Pero si quiere quedarse, me iré solo.
—¡Calla, miserable! —exclamó Gruchegnka—. Tú no me has hablado jamás como él acaba de hablarme.
—No ha dicho nada extraordinario.
—No sé si ha dicho algo extraordinario o no, pero lo cierto es que me ha llegado al corazón... Ha sido el primero, el único, que me ha compadecido. ¿Por qué no viniste antes, querido?
Y, en un arrebato de fervor, cayó de rodillas ante Aliocha.
—Toda la vida he estado esperando que alguien como tú me trajera el perdón. Siempre he creído que se me podía querer a pesar de mi deshonor.
—¿Pero qué he hecho yo por ti? —dijo Aliocha, inclinándose hacia ella y cogiéndole las manos—. Te he tendido una cebolla y de las más pequeñas: esto es todo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas. En ese momento se oyó un ruido. Alguien había entrado en la casa. Gruchegnka se puso en pie, atemorizada. Fenia irrumpió en la sala.
—¡Señora, señora mía —dijo alegremente, con respiración anhelante—, ha llegado la diligencia de Mokroie, conducida por Timoteo! Van a cambiar los caballos. ¡Ha traído esta carta, señora!
Y blandía el sobre. Gruchegnka se apoderó de él y lo acercó a la luz. Dentro había un lacónico billete. Gruchegnka lo leyó en un instante.
—¡Me llama! —exclamó.
Estaba pálida. En sus labios crispados había una sonrisa morbosa.
—¡Me ha silbado! El perro acudirá arrastrándose.
Estuvo un momento indecisa. De pronto, su rostro enrojeció.
—¡Me voy! ¡Adiós, mis cinco años de tormento! Adiós, Aliocha. La suerte está echada. ¡Apartad, marchaos todos! ¡No quiero volver a veros! Gruchegnka corre hacia una nueva vida... No me guardes rencor, Rakitka. Tal vez vaya hacia la muerte. ¡Oh, estoy como ebria!
Entró apresuradamente en su dormitorio.
—Ahora ya no nos necesita —gruñó Rakitine—. Vámonos. La monserga podría empezar de nuevo, y ya estoy de ella hasta la coronilla.
Aliocha se dejó conducir maquinalmente.
En el patio, todo eran idas y venidas a la luz de una linterna. Se estaba cambiando el tiro de tres caballos. Apenas habían salido los dos jóvenes, se abrió la ventana del dormitorio y se oyó la voz sonora de Gruchegnka.
—Aliocha, saluda de mi parte a tu hermano Mitia. Dile que no guarde mal recuerdo de mí. Repítele estas palabras: «Gruchegnka se ha ido con un hombre vil en vez de quedarse contigo, que eres una persona honorable.» Añade que le he querido durante una hora, sólo durante una hora; pero que se acuerde siempre de esta hora. Y que en lo sucesivo Gruchegnka... mandará en su pensamiento...
Los sollozos le impidieron continuar. Gruchegnka cerró la ventana.
Rakitine se echó a reír.
—Deja a Mitia hecho un guiñapo y quiere que la recuerde toda la vida. ¡Qué ferocidad!
Aliocha no dio muestra alguna de haberle oído. Avanzaba a paso rápido al lado de su compañero. En su semblante se leía una profunda confusión.
Rakitine tenía la sensación de que le hurgaban en una llaga: al conducir a Aliocha a casa de Gruchegnka, esperaba un resultado muy distinto. Estaba profundamente decepcionado.
—El oficial de Gruchegnka es polaco. Ahora ya no es oficial. Estaba empleado en la aduana de Siberia, en la frontera china. Debe de ser un pobre diablo. Dicen que ha perdido el empleo. Sin duda, se ha enterado de que Gruchegnka tiene sus ahorros y por eso ha venido. Esto lo explica todo.
Aliocha seguía, al parecer, sin comprender nada. Rakitine continuó:
—Has convertido a una pecadora; has encauzado por el buen camino a una mujer descarriada. Has expulsado a los demonios. O sea, que los milagros que esperábamos se han cumplido.
—¡Basta, Rakitine! —exclamó Aliocha, con el alma dolorida.
—Me desprecias por los veinticinco rublos que me ha dado Gruchegnka. He vendido a un amigo. Pero ni tú eres Cristo ni yo soy Judas.
—Te aseguro que no pensaba en eso. Lo había olvidado y me lo has recordado tú.
Pero Rakitine estaba furioso.
—¡Que el diablo se os lleve a todos! —exclamó—. No sé por qué demonio he hecho amistad contigo. De ahora en adelante, como si no nos conociéramos. Adiós; ya conoces el camino.
Dobló por una callejuela y Aliocha quedó solo en la oscuridad de la noche. Pero siguió adelante, salió de la ciudad y se dirigió al monasterio a campo traviesa.
CAPITULO IV
Las bodas de Caná
Era ya tarde, para el régimen del monasterio, cuando Aliocha llegó al recinto de la ermita. El hermano portero abrió una puertecilla lateral. Habían sonado las nueve: la hora del descanso tras un día tan agitado. Aliocha abrió tímidamente la puerta y entró en la celda donde estaba el cuerpo del staretsen su ataúd. Sólo había una persona en la celda: el padre Paisius, que leía los Evangelios junto al cadáver. Porfirio, el joven novicio, agotado por la conferencia de la noche anterior y las emociones de la jornada, dormía con el sueño profundo de la juventud echado en el suelo de la habitación vecina. El padre Paisius había oído entrar a Aliocha, pero ni siquiera volvió la cabeza. Aliocha se arrodilló en un rincón y empezó a rezar. Su alma estaba llena de sensaciones confusas que se perseguían unas a otras con una especie de movimiento giratorio uniforme. Experimentaba un extraño sentimiento de bienestar, que no le causaba ningún asombro. Contempló una vez más el cadáver de su querido starets, pero ya no sentía el pesar doloroso y sin consuelo que le había oprimido por la mañana. Al entrar, había caído de rodillas ante el féretro como se habría arrodillado ante un altar. Sin embargo, su alma estaba rebosante de alegría. Por la ventana abierta entraba un aire fresco. Aliocha pensó: «Han abierto la ventana porque el hedor ha aumentado.» Pero la idea de la corrupción ya no lo inquietaba ni lo irritaba. Oraba dulcemente. Pronto advirtió que lo hacía de un modo maquinal. En su cerebro surgían fragmentos de ideas semejantes a fuegos fatuos. En cambio, en su alma reinaba una certidumbre, una pasión de la que se daba perfecta cuenta. Oraba fervorosamente, lleno de gratitud y amor, pero pronto se desviaba su pensamiento, se entregaba a otras meditaciones, y al fin olvidaba las plegarias y las ideas que las habían interrumpido.
Prestó atención a la lectura del padre Paisius, pero la fatiga acabó por rendirlo y empezó a dormitar.
—Tres días después se celebró una boda en Caná, Galilea, y la madre de Jesús estaba allí.
Y Jesús fue también invitado a la boda, con sus discípulos.
Boda... Esta idea trastornó el alma de Aliocha.
«Gruchegnka es también feliz... Ha ido a un festín... Desde luego, no ha pensado en el cuchillo. Esto ha sido solamente un grito de rabia. Hay que perdonar a quienes lanzan esos gritos. Son un desahogo, un consuelo. El dolor sería insoportable si no se profirieran... Rakitine se ha ido por la callejuela. Mientras se sienta agraviado, irá por callejuelas... Pero al fin está la gran avenida recta, clara, resplandeciente, llena de sol... ¿Qué está leyendo el padre Paisius?»
—... Y el vino se terminó. La madre de Jesús le dijo: Ya no tienen vino...
«¡Ah, sí! No he oído el principio, y lo siento. Me gusta este pasaje: las bodas de Caná, el primer milagro... ¡Qué milagro tan hermoso! Se dedicó a la alegría, no al dolor... “El que ama a los hombres, ama también su alegría.” El staretsrepetía estas palabras a cada momento; era una de sus ideas fundamentales. “No se puede vivir sin alegría”, asegura Mitia. Todo lo que lleva consigo la verdad y la belleza, lleva también el perdón. Ésta era otra de las ideas del padre Zósimo.»
—...Jesús le dijo: Mujer, ¿qué hay entre tú y yo? Aún no ha llegado mi hora.
»Su madre dijo a los que servían: Haced todo lo que él os diga.
«Quería que alegrara a aquella pobre gente. Muy pobre tenía que ser para que faltara vino en una boda. Los historiadores cuentan que en torno del lago de Genezareth habitaba la población más pobre que imaginarse pueda. Y la madre de Jesús, con su gran corazón, sabía que su hijo no estaba allí solamente para cumplir su sublime misión, sino también para compartir la ingenua alegría de las sencillas e ignorantes personas que le habían invitado a sus humildes bodas. “Aún no ha llegado mi hora.” Lo dijo con una dulce sonrisa... Sí, debió de sonreírle tiernamente al hablarle... Verdaderamente, no se concibe que viniese a la tierra para multiplicar el vino en unas bodas pobres. Pero hizo lo que su madre le pidió que hiciera.
—...Jesús les dijo: Llenad de agua esas vasijas. Y ellos las llenaron hasta los bordes.
»Entonces Jesús les dijo: Sacad un poco de agua y llevadla al mayordomo. Y ellos se la llevaron.
»Cuando el mayordomo probó el agua convertida en vino, no sabiendo de dónde había salido este vino, aunque los servidores que habían sacado el agua lo sabían muy bien, llamó al esposo.
»Y le dijo: Todos los hombres sirven primero el vino bueno, y después, cuando ya se ha bebido bastante, sirven el vino menos bueno. Pero tú has reservado el buen vino para ahora.
«¿Pero qué sucede? ¿Por qué oscila la habitación...? ¡Ah, sí! Las bodas, la fiesta... No cabe duda de que a esto se debe todo... Ahí están los invitados, los jóvenes esposos, la alegre multitud. Pero, ¿dónde está el mayordomo...? ¿Qué pasa? La habitación oscila de nuevo... ¿Quién se levanta de la gran mesa? ¿Cómo? ¿También él está aquí? ¡Pero si estaba en el ataúd...! Se ha levantado, me ha visto, viene hacia mí... ¡Dios mío...!»
Sí, el viejecito seco, de rostro surcado de arrugas, se acerca a Aliocha, sonriendo dulcemente. El ataúd ha desaparecido. El staretsva vestido como el día anterior, cuando estaba reunido con sus visitantes. Tiene la cara descubierta, sus ojos brillan. ¿Es posible que también él tome parte en el festín, que le hayan invitado a las bodas de Caná?
El padre Zósimo dice con su dulce voz:
—Estás invitado, querido, en toda regla. No tienes por qué permanecer en este rincón donde nadie te ve... Ven a nuestro lado.
Es su voz, la voz del staretsZósimo. ¿Cómo no ha de ir Aliocha con él, cuando él se lo dice? El staretsle coge la mano y Aliocha se levanta.
—Alegrémonos —prosigue el anciano—. Bebamos el vino nuevo, el vino de la alegría. Mira a los invitados. Ahí tienes al novio y a la novia. Y al experto mayordomo que ha probado el vino nuevo. ¿Por qué te sorprende verme? He dado una cebolla y aquí estoy. La mayor parte de los que aquí ves, sólo han dado una cebolla, una diminuta cebolla. Éstas son nuestras obras hoy: dar una cebolla a un hambriento... Empieza tu obra, querido... ¿Ves nuestro sol? ¿Lo distingues?
—No me atrevo a mirarlo —balbuceó Aliocha— Tengo miedo.
—No le temas. Su majestad es terrible; su grandeza, abrumadora; pero su misericordia no tiene límites. Por amor se ha hecho semejante a nosotros y se divierte con nosotros. Convierte el agua en vino para que no cese la alegría entre los invitados. Espera a otros; los llama continuamente desde hace siglos... Mira, ya traen vino nuevo; ahí están las vasijas.
Aliocha sintió que el corazón se le inflamaba, que lo tenía colmado hasta el punto de parecerle que le iba a estallar. De sus ojos brotaron lágrimas de alegría. Tendió los brazos, profirió un grito y despertó...
Allí estaba el ataúd, la ventana abierta. Seguía la lectura lenta, grave, rítmica, del Evangelio. Se había dormido de rodillas y —cosa inaudita— se había despertado de pie. De pronto, como si le empujaran, se acercó al ataúd en tres rápidos pasos. Incluso dio un golpe con el hombro al padre Paisius sin advertirlo. El monje levantó la cabeza, pero enseguida volvió a la lectura. Había observado que el estado de Aliocha no era normal. El joven estuvo un momento con la vista fija en el ataúd, en el cadáver tendido en su interior, en el rostro cubierto, en el icono que el difunto tenía sobre el pecho, en la capucha rematada por la cruz de ocho brazos. Acababa de oír su voz: todavía resonaba en sus oídos. Prestó atención, esperó... De pronto dio media vuelta y salió de la celda.
Bajó los escalones del pórtico sin detenerse. Su alma tenía sed de espacio, de libertad. Sobre su cabeza, la bóveda celeste se extendía hasta el infinito. Las estrellas parpadeaban. La Vía Láctea destacaba con nitidez desde el cenit hasta el horizonte. La tierra estaba sumergida en la serenidad de la noche. Las torres blancas y las cúpulas doradas se recortaban en el zafiro del cielo. Alrededor de la casa, las magníficas flores de otoño se habían dormido para no despertar hasta el amanecer. Tengo despertar hasta el amanecer. La calma de la tierra se confundía con la del cielo. El misterio terrestre confinaba con el de las estrellas. Aliocha contemplaba todo esto inmóvil. De pronto, como segadas sus piernas por una hoz, cayó de rodillas.
Sin saber por qué, sentía un deseo irresistible de estrechar entre sus brazos a toda la tierra. La besó sollozando, empapándola de lágrimas, y se prometió a sí mismo, con ferviente exaltación, amarla siempre. «Riega la tierra con lágrimas de alegría y ámala.» Estas palabras resonaban dentro de él todavía. ¿Por quién lloraba? En su exaltación, lloraba incluso por las estrellas que temblaban en el cielo. Y se entregaba a esta emoción sin rubor alguno. Anhelaba perdonar a todos y por todo, y pedir perdón, no para él, sino para todos los demás y por todo. «Los demás pedirán el perdón para mí.» También acudieron a su memoria estas palabras. Con claridad creciente, de un modo casi tangible, advertía que un sentimiento firme, inquebrantable, penetraba en su alma; que de su mente se apoderaba una idea que no le abandonaría jamás. Al caer de rodillas, era un débil adolescente; se levantó convertido en un hombre resuelto a luchar durante todo el resto de su vida. Entonces tuvo conocimiento de su crisis. Y no olvidaría jamás este momento. «Mi alma recibió en este instante la visita reveladora», decía más tarde, con absoluta seguridad.