—Te agradezco tus buenas palabras —dijo Aragorn—, y en mi corazón desearía acompañarte, pero no puedo abandonar a mis amigos mientras haya alguna esperanza.
—Esperanzas no hay —dijo Éomer—. No encontrarás a tus amigos en las fronteras del Norte.
—Sin embargo, no están detrás de nosotros —dijo Aragorn—. No lejos de la Muralla del Este encontramos una prueba clara de que uno de ellos al menos estaba con vida allí. Pero entre la muralla y las lomas no había más señales, y no vimos ninguna huella que se desviara a un lado y otro, si mis talentos no me han abandonado.
—¿Qué fue de ellos entonces?
—No lo sé. Quizá murieron, y ardieron junto con los orcos, pero tú me dices que esto no puede ser, y yo no lo temo. Quizá los llevaron al bosque antes de la batalla, quizá aun antes de que cercaras a los enemigos. ¿Estás seguro de que nadie escapó a tus redes?
—Puedo jurar que ningún orco escapó, desde el momento en que los vimos —dijo Éomer—. Llegamos a los lindes antes que ellos, y si alguna criatura rompió después el cerco, entonces no era un orco y tenía algún poder élfico.
—Nuestros amigos estaban vestidos como nosotros —dijo Aragorn—, y tú pasaste a nuestro lado sin vernos a plena luz del día.
—Lo había olvidado —dijo Éomer—. Es difícil estar seguro de algo entre tantas maravillas. Todo en este mundo está teniendo un aire extraño. Elfos y Enanos recorren juntos nuestras tierras, y hay gente que habla con la Dama del Bosque y continúa con vida, y la Espada vuelve a una guerra que se interrumpió hace muchos años antes que los padres de nuestros padres cabalgaran en la Marca. ¿Cómo encontrar el camino recto en semejante época?
—Como siempre —dijo Aragorn—. El mal y el bien no han cambiado desde ayer, ni tienen un sentido para los Elfos y Enanos y otro para los Hombres. Corresponde al hombre discernir entre ellos, tanto en el Bosque de Oro como en su propia casa.
—Muy cierto —dijo Éomer—. No dudo de ti, ni de lo que me dice el corazón. Pero no soy libre de hacer lo que quiero. Está contra la ley permitir que gente extranjera ande a su antojo por nuestras tierras, hasta que el rey mismo les haya dado permiso, y la prohibición es más estricta en estos días peligrosos. Te he pedido que vengas conmigo voluntariamente, y te has negado. No seré yo quien inicie una lucha de cien contra tres.
—No creo que tus leyes se apliquen a estas circunstancias —dijo Aragorn—, y ciertamente no soy un extranjero, pues he estado antes en estas tierras, más de una vez, y he cabalgado con las tropas de los Rohirrim, aunque con otro nombre y otras ropas. A ti no te he visto antes, pues eres joven, pero he hablado con Éomund, tu padre, y con Théoden hijo de Thengel. En otros tiempos los altos señores de estas tierras nunca hubieran obligado a un hombre a abandonar una búsqueda como la mía. Al menos mi obligación es clara: continuar. Vamos, hijo de Éomund, decídete a elegir. Ayúdanos, o en el peor de los casos déjanos en libertad. O aplica las leyes. Si así lo haces serán menos quienes regresen a tu guerra o a tu rey.
Éomer calló un momento, y al fin habló.
—Los dos tenemos prisa —dijo—. Mi compañía está tascando el freno, y tus esperanzas se debilitan hora a hora. Ésta es mi elección. Te dejaré ir, y además te prestaré unos caballos. Sólo te pido: cuando hayas terminado tu búsqueda, o la hayas abandonado, vuelve con los caballos por el Vado de Ent hasta Meduseld, la alta casa de Edoras donde Théoden reside ahora. Así le probarás que no me he equivocado. En esto quizá me juegue la vida, confiando en tu veracidad. No faltes a tu obligación.
—No lo haré —dijo Aragorn.
Cuando Éomer ordenó que los caballos sobrantes fueran prestados a los extranjeros, los demás jinetes se sorprendieron y cambiaron entre ellos miradas sombrías y desconfiadas; pero sólo Éothain se atrevió a hablar francamente.
—Quizá esté bien para este señor que pretende ser de la raza de Gondor —comentó—, ¿pero quién ha oído hablar de prestarle a un Enano un caballo de la Marca?
—Nadie —dijo Gimli—. Y no te preocupes, nadie lo oirá nunca. Antes prefiero ir a pie que sentarme en el lomo de una bestia tan grande, aunque me la dieran de buena gana.
—Pero tienes que montar o serás una carga para nosotros —dijo Aragorn.
—Vamos, te sentarás detrás de mí, amigo Gimli —dijo Legolas—. Todo estará bien entonces, y no tendrás que preocuparte ni por el préstamo ni por el caballo mismo.
Le dieron a Aragorn un caballo grande, de pelaje gris oscuro, y él lo montó.
—Se llama Hasufel —dijo Éomer—. ¡Que te lleve bien y hacia una mejor fortuna que la de Gárulf, su último dueño!
A Legolas le trajeron un caballo más pequeño y ligero, pero más arisco y fogoso. Se llamaba Arod. Pero Legolas pidió que le sacaran la montura y las riendas.
—No las necesito —dijo, y lo montó ágilmente de un salto, y, ante el asombro de los otros, Arod se mostró manso y dócil bajo Legolas, y bastaba una palabra para que fuera o viniera en seguida de aquí para allá; tal era la manera de los Elfos con todas las buenas bestias.
Pusieron a Gimli detrás de Legolas, y se aferró al Elfo, no mucho más tranquilo que Sam Gamyi en una embarcación.
—¡Adiós, y que encuentres lo que buscas! —le gritó Éomer—. Vuelve lo más rápido que puedas, ¡y que juntas brillen entonces nuestras espadas!
—Vendré —dijo Aragorn.
—Y yo también vendré —dijo Gimli—. El asunto de la Dama Galadriel no está todavía claro. Aún tengo que enseñarte el lenguaje de la cortesía.
—Ya veremos —dijo Éomer—. Se han visto tantas cosas extrañas que aprender a alabar a una hermosa dama bajo los amables hachazos de un Enano no parecerá mucha maravilla. ¡Adiós!
Los caballos de Rohan se alejaron rápidamente. Cuando poco después Gimli volvió la cabeza, la compañía de Éomer era ya una mancha pequeña y distante. Aragorn no miró atrás: observaba las huellas mientras galopaban, con la cabeza pegada al pescuezo de Hasufel. No había pasado mucho tiempo cuando llegaron a los límites del Entaguas, y allí encontraron el rastro del que había hablado Éomer, y que bajaba de la Meseta del Este.
Aragorn desmontó y examinó el suelo; en seguida, volviendo a montar de un salto, cabalgó un tiempo hacia el este, manteniéndose a un lado y evitando pisar el rastro. Luego se apeó otra vez y escudriñó el terreno adelante y atrás.
—Hay poco que descubrir —dijo al volver—. El rastro principal está todo confundido con las huellas de los jinetes que venían de vuelta; de ida pasaron sin duda más cerca del río. Pero el rastro que va hacia el este es reciente y claro. No hay huellas de pies en la otra dirección, hacia el Anduin. Cabalgaremos ahora más lentamente asegurándonos de que no haya rastros de otras huellas a los lados. Los orcos tienen que haberse dado cuenta aquí de que los seguían; quizá intentaron llevarse lejos a los cautivos antes que les diéramos alcance.
Mientras se adelantaban cabalgando, el día se nubló. Unas nubes grises y bajas vinieron de la Meseta. Una niebla amortajó el sol. Las laderas arboladas de Fangorn se elevaron, oscureciéndose a medida que el sol descendía. No vieron signos de ninguna huella a la derecha o a la izquierda, pero de vez en cuando encontraban el cadáver de un orco, que había caído en plena carrera, y que ahora yacía con unas flechas de penacho gris clavadas en la espalda o la garganta.
Al fin, cuando el sol declinaba, llegaron a los lindes del bosque, y en un claro que se abría entre los primeros árboles encontraron los restos de una gran hoguera: las cenizas estaban todavía calientes y humeaban. Al lado había una gran pila de cascos y cotas de malla, escudos hendidos, y espadas rotas, arcos y dardos y otros instrumentos de guerra, y sobre la pila una gran cabeza empalada: la insignia blanca podía verse aún en el casco destrozado. Más allá, no lejos del río, que fluía saliendo del bosque, había un montículo. Lo habían levantado recientemente: la tierra desnuda estaba recubierta de terrones de hierba, y alrededor habían clavado quince lanzas.
Aragorn y sus compañeros inspeccionaron todos los rincones del campo de batalla, pero la luz disminuía, y pronto cayó la noche, oscura y neblinosa. No habían encontrado aún ningún rastro de Merry y Pippin.
—Más no podemos hacer —dijo Gimli tristemente—. Hemos tropezado con muchos enigmas desde que llegamos a Tol Brandir, pero éste es el más difícil de descifrar. Apostaría a que los huesos quemados de los hobbits están mezclados con los de los orcos. Malas noticias para Frodo, si llega a enterarse un día, y malas también para el viejo hobbit que espera en Rivendel. Elrond se oponía a que vinieran.
—Gandalf no —dijo Legolas.
—Pero Gandalf eligió venir él mismo, y fue el primero que se perdió —respondió Gimli—. No alcanzó a ver bastante lejos.
—El consejo de Gandalf no se fundaba en la posible seguridad de él mismo o de los otros —intervino Aragorn—. De ciertas empresas podría decirse que es mejor emprenderlas que rechazarlas, aunque el fin se anuncie sombrío. Pero no dejaremos todavía este lugar. En todo caso hemos de esperar aquí la luz de la mañana.
Acamparon poco más allá del campo de batalla bajo un árbol frondoso: parecía un castaño, y sin embargo tenía aún las hojas anchas y ocres del año anterior, como manos secas que mostraban los largos dedos; murmuraban tristemente en el viento de la noche.
Gimli tuvo un escalofrío. Habían traído sólo una manta para cada uno.
—Encendamos un fuego —dijo—. El peligro ya no me importa. Que los orcos vengan apretados como falenas de verano alrededor de una vela.
—Si esos desgraciados hobbits se han perdido en el bosque quizá este fuego los atraiga.
—Y quizá atraiga también a otras cosas que no serían ni orcos ni hobbits —dijo Aragorn—. Estamos cerca de las montañas del traidor Saruman, y también en los lindes mismos de Fangorn, y dicen que es peligroso tocar los árboles de ese bosque.
—Pero los Rohirrim hicieron una gran hoguera aquí ayer mismo —dijo Gimli—, y derribaron árboles para el fuego, como puede verse. Y sin embargo pasaron aquí la noche sin que nada los molestara, una vez concluido el trabajo.
—Eran muchos —dijo Aragorn—, y no prestan atención a la cólera de Fangorn, pues apenas vienen por aquí, y no andan bajo los árboles. Pero es posible que nuestros caminos nos lleven al corazón del bosque. De modo que cuidado. No cortéis ninguna madera viva.
—No es necesario —dijo Gimli—. Los Jinetes han dejado muchas ramas cortadas, y hay madera muerta de sobra.
Fue a juntar leña, y luego se ocupó en preparar y encender fuego, pero Aragorn se quedó sentado en silencio, ensimismado, la espalda apoyada contra el tronco corpulento. Mientras, Legolas, de pie en el claro, miraba hacia las sombras profundas del bosque, inclinado hacia adelante, como escuchando unas voces que llamaban desde lejos.
Cuando el Enano hubo obtenido una pequeña llamarada brillante, los tres compañeros se sentaron alrededor, ocultando la luz con las formas encapuchadas. Legolas alzó los ojos hacia las ramas del árbol que se extendían sobre ellos.
—¡Mirad! —dijo—. El árbol está contento con el fuego.
Quizás las sombras danzantes les engañaban los ojos, pero cada uno de los compañeros tuvo la impresión de que las ramas se inclinaban a un lado y a otro poniéndose encima del fuego, mientras que las ramas superiores se doblaban hacia abajo; las hojas pardas estaban tiesas ahora, y se frotaban unas contra otras como manos frías y envejecidas que buscaran el consuelo de las llamas.
De pronto hubo un silencio entre ellos, pues el bosque oscuro y desconocido, tan al alcance de la mano, era ahora como una gran presencia meditativa, animada por secretos propósitos. Al cabo de un rato, Legolas habló otra vez.
—Celeborn nos advirtió que no nos internásemos demasiado en Fangorn —dijo—. ¿Sabes tú por qué, Aragorn? ¿Qué son esos cuentos del bosque de que hablaba Boromir?
—He oído muchas historias en Gondor y en otras partes —dijo Aragorn—, pero si no fuese por las palabras de Celeborn yo diría que son meras fábulas, que los Hombres inventan cuando los recuerdos empiezan a borrarse. Yo había pensado preguntarte si tú sabías la verdad. Y si un Elfo de los Bosques no lo sabe, ¿qué podrá responder un Hombre?
—Tú has viajado más lejos que yo —dijo Legolas—. No he oído nada parecido en mi propia tierra, excepto unas canciones que dicen cómo los Onodrim, a quienes los Hombres llaman Ents, moraban aquí hace tiempo, pues Fangorn es viejo, muy viejo, aun para las medidas élficas.
—Sí, es viejo, tan viejo como el bosque de las Quebradas de los Túmulos, y mucho más extenso. Elrond dice que están emparentados y son las últimas plazas fuertes de los bosques de los Días Antiguos, cuando los Primeros Nacidos ya iban de un lado a otro, mientras los Hombres dormían aún. Sin embargo, Fangorn tiene un secreto propio. Qué secreto es ése, no lo sé.
—Y yo no quiero saberlo —exclamó Gimli—. ¡Que mi paso no perturbe a ninguno de los moradores de Fangorn!
Tiraron a suerte los turnos de guardia, y la primera velada le tocó a Gimli. Los otros se tendieron en el suelo. Casi en seguida se quedaron dormidos.
—Gimli —dijo Aragorn, somnoliento—. No lo olvides: cortar una rama o una ramita de árbol vivo de Fangorn es peligroso. Pero no te alejes buscando madera muerta. ¡Antes deja que el fuego se apague! ¡Llámame si me necesitas!
Dicho esto, se durmió. Legolas ya no se movía; las manos hermosas cruzadas sobre el pecho, los ojos abiertos, unía la noche viviente al sueño profundo, como es costumbre entre los Elfos. Gimli se sentó en cuclillas junto a la hoguera, pensativo, pasando el pulgar por el filo del hacha. El árbol susurraba. No se oía ningún otro sonido.
De pronto Gimli alzó la cabeza, y allí, al borde mismo del resplandor del fuego, vio la figura encorvada de un anciano, apoyada en un bastón y envuelta en una capa amplia; un sombrero de ala ancha le ocultaba los ojos. Gimli dio un salto, demasiado sorprendido para gritar, aunque pensó en seguida que Saruman los había atrapado. El movimiento brusco había despertado a Aragorn y Legolas, que ya estaban sentados, los ojos muy abiertos. El anciano no habló ni hizo ningún ademán.