Las dos torres - Tolkien John Ronald reuel 7 стр.


—Bueno, abuelo, ¿qué podemos hacer por ti? —dijo Aragorn, poniéndose de pie—. Acércate y caliéntate, si tienes frío.

Dio un paso adelante, pero el anciano ya no estaba allí. No había ninguna huella de él en las cercanías y no se atrevieron a ir muy lejos. La luna se había puesto y la noche era muy oscura.

De pronto Legolas lanzó un grito.

—¡Los caballos! ¡Los caballos!

Los caballos habían desaparecido, llevándose las estacas a la rastra. Durante un tiempo los tres compañeros se quedaron quietos y en silencio, perturbados por este nuevo y desafortunado incidente. Estaban en los lindes de Fangorn, e innumerables leguas los separaban ahora de los Hombres de Rohan, única gente en la cual podían confiar en aquellas tierras vastas y peligrosas. Mientras estaban así, creyeron oír, lejos en la noche, los relinchos de uno de los caballos. Luego el silencio reinó otra vez, interrumpido sólo por el susurro frío del viento.

—Bueno, se han ido —dijo Aragorn al fin—. No podemos encontrarlos o darles caza; de modo que si no vuelven ellos solos, tendremos que seguir como podamos. Partimos a pie, y continuaremos a pie.

—Pobres pies —dijo Gimli—. Pero no podemos comernos los pies, y caminar al mismo tiempo.

Echó un poco de leña al fuego y se dejó caer a un lado.

—Hace aún pocas horas no querías montar un caballo de Rohan —dijo Legolas riendo—. Todavía llegarás a ser un verdadero jinete.

—No parece muy probable que yo tenga esa oportunidad —dijo Gimli, y un momento después añadió—: Si queréis saber lo que pienso, creo que el viejo era Saruman. ¿Quién si no? Recordad las palabras de Éomer: Va de un lado a otro, como un viejo encapuchado y envuelto en una capa.Así nos dijo. Se llevó los caballos, o los espantó, y aquí estamos ahora. Las dificultades no terminaron aún, ¡no olvidéis mis palabras!

—No las olvidaré —dijo Aragorn—, pero no olvido tampoco que el viejo tenía un sombrero y no una capucha. No pienso sin embargo que no tengas razón, y que aquí no corramos peligro, de día o de noche. Pero por el momento nada podemos hacer, excepto descansar, mientras sea posible. Yo velaré ahora un rato, Gimli. Tengo más necesidad de pensar que de dormir.

La noche pasó lentamente. Legolas reemplazó a Aragorn, y Gimli reemplazó a Legolas, y las guardias concluyeron. Pero no ocurrió nada. El anciano no volvió a aparecer, y los caballos no regresaron.

3

LOS URUK-HAI

Pippin se debatía en una oscura pesadilla: creía oír su propia vocecita que resonaba en unos túneles oscuros llamando: ¡Frodo! ¡Frodo!Pero en vez de Frodo las caras horribles de centenares de orcos lo miraban desde las sombras haciendo muecas, y centenares de brazos horribles se extendían hacia él. ¿Dónde estaba Merry?

Despertó. Un aire frío le soplaba en la cara. Caía la noche, y el cielo se oscurecía en el cenit. Dio media vuelta y descubrió que el sueño era poco peor que el despertar. Tenía las manos, las piernas y los tobillos atados con cuerdas. Junto a él yacía Merry, pálido, la frente envuelta en un trapo sucio. Todo alrededor, sentados o de pie, había muchos orcos.

Lentamente la memoria se fue aclarando en la cabeza dolorida de Pippin y salió de las sombras del sueño. Por supuesto: él y Merry habían huido a los bosques. ¿Qué les había ocurrido? ¿Por qué habían escapado así sin darse cuenta que era el viejo Trancos? Habían corrido lejos, dando gritos; no alcanzaba a recordar ni la distancia ni el tiempo; y de pronto habían tropezado con un grupo de orcos: estaban de pie, escuchando, y al parecer no habían visto a Merry y Pippin hasta que casi los tuvieron encima. Se pusieron a aullar entonces, y docenas de otras bestias salieron de entre los árboles. Merry y él habían echado mano a las espadas, pero los orcos no querían luchar y sólo intentaron apoderarse de ellos, aun cuando Merry ya había cortado muchos brazos y manos. ¡Buen viejo Merry!

En seguida llegó Boromir, saltando entre los árboles. Los obligó a combatir. Mató a muchos y el resto escapó. Pero aún no se habían alejado en el camino de vuelta cuando un centenar de orcos los atacó otra vez. Algunos eran muy corpulentos, y lanzaban lluvias de flechas, siempre contra Boromir. Boromir tocó el gran cuerno, hasta que los sonidos estremecieron el bosque, pero cuando no llegó otra respuesta que los ecos, los orcos atacaron con más fiereza. Pippin no recordaba mucho más. La última imagen era la figura de Boromir apoyada contra un árbol, quitándose una flecha; luego la oscuridad cayó de súbito.

«Supongo que me golpearon en la cabeza —se dijo a sí mismo—. Me pregunto si la herida del pobre Merry será grave. ¿Qué le ha pasado a Boromir? ¿Por qué los orcos no nos mataron? ¿Dónde estamos, y a dónde vamos?»

No encontraba respuesta. Hacía frío y se sentía enfermo.

«Ojalá Gandalf no hubiera convencido a Elrond de que nos dejara venir —pensó—. ¿Qué he hecho de bueno? He sido sólo una molestia, un pasajero, un bulto de equipaje. Ahora me han robado y soy sólo un bulto de equipaje para los orcos. Espero que Trancos o algún otro vengan a rescatarnos. ¿Pero puedo tener esperanzas? ¿No se malograrán todos los planes? ¡Ah, cómo quisiera escapar!»

Luchó un rato en vano, tratando de librarse de las ligaduras. Uno de los orcos, sentado no muy lejos, se rió y le dijo algo a un compañero en aquella lengua abominable.

—¡Descansa mientras puedas, tontito! —dijo en seguida en la Lengua Común, que le pareció entonces a Pippin tan espantosa como el lenguaje de los orcos—. ¡Descansa mientras puedas! Pronto encontrarás en qué utilizar tus piernas. Desearás no haberlas tenido nunca, antes que lleguemos a destino.

—Si por mí fuera, querrías morir ahora mismo —dijo el otro—. Te haría chillar, rata miserable. —Se inclinó sobre Pippin acercándole a la cara las garras amarillas, blandiendo un puñal negro de larga hoja mellada—. Quédate tranquilo, o te haré cosquillas con esto —siseó—. No llames la atención, pues yo podría olvidar las órdenes que me han dado. ¡Malditos sean los Isengardos! Uglúk u bagronk sha pushdug Saruman-glob búbhosh skai—y el orco se lanzó a un largo y colérico discurso en su propia lengua, que se perdió poco a poco en murmullos y ronquidos.

Aterrorizado, Pippin se quedó muy quieto, aunque las muñecas y los tobillos le dolían cada vez más, y las piedras del suelo se le clavaban en la espalda. Para distraerse, escuchó con la mayor atención todo lo que podía oír. Muchas voces se alzaban alrededor, y aunque en la lengua de los orcos había siempre un tono de odio y cólera, parecía evidente que había estallado alguna especie de pelea, y que los ánimos se iban acalorando.

Pippin descubrió sorprendido que mucha de la charla era inteligible; algunos de los orcos estaban usando la Lengua Común. En apariencia había allí miembros de dos o tres tribus muy diferentes, que no entendían la lengua orca de los otros. La airada disputa tenía como tema el próximo paso: qué ruta tomar y qué hacer con los prisioneros.

—No hay tiempo para matarlos de un modo adecuado —dijo uno—. No hay tiempo para diversiones en este viaje.

—Es cierto —dijo otro—, ¿pero por qué no eliminarlos rápidamente, y matarlos ahora? Son una maldita molestia, y tenemos prisa. Se acerca la noche, y hay que pensar en irse.

—Órdenes —dijo una tercera voz gruñendo roncamente—. Matadlos a todos, perono a los Medianos; los quierovivos aquí y lo más pronto posible.Ésas son las órdenes que tengo.

—¿Para qué los quiere? —preguntaron varias voces—. ¿Por qué vivos? ¿Son una buena diversión?

—¡No! He oído que uno de ellos tiene una cosa que se necesita para la Guerra, un artificio élfico o algo parecido. En todo caso serán interrogados.

—¿Es todo lo que sabes? ¿Por qué no los registramos y descubrimos la verdad? Quizá encontremos algo que nos sirva a nosotros.

—Muy interesante observación —dijo una voz burlona, más dulce que las otras pero más malévola—. La incluiré en mi informe. Los prisioneros no serán registrados ni saqueados. Ésas son las órdenes que yotengo.

—Y también las mías —dijo la voz profunda—. Vivos y tal como fueran capturados; nada de pillajes.Así me lo ordenaron.

—¡Pero no a nosotros! —dijo una de las voces anteriores—. Hemos recorrido todo el camino desde las Minas para matar y vengar a los nuestros. Tengo ganas de matar, y luego volver al norte.

—Pues bien, quédate con las ganas —dijo la voz ronca—. Yo soy Uglúk. Soy yo quien manda. Iré a Isengard por el camino más corto.

—¿Quién es el amo, Saruman o el Gran Ojo? —dijo la voz malévola—. Tenemos que volver en seguida a Lugbúrz.

—Sería posible, si cruzáramos el Río Grande —dijo otra voz—. Pero no somos bastante numerosos como para aventurarnos hasta los puentes.

—Yo crucé el Río Grande —dijo la voz malévola—. Un Nazgûl alado nos espera en el norte junto a la orilla oriental.

—¡Quizá, quizá! Y entonces tú te irás volando con los prisioneros, y recibirás toda la paga y los elogios en Lugbúrz, y dejarás que crucemos a pie el País de los Caballos. No, tenemos que seguir juntos. Estas tierras son muy peligrosas: infestadas de traidores y bandidos.

—Sí, tenemos que seguir juntos —gruñó Uglúk—. No confío en ti, cerdito. Fuera del establo ya no tienes ningún coraje. Si no fuera por nosotros, ya habrías escapado. ¡Somos los combatientes Uruk-hai! Hemos abatido al Gran Guerrero. Hemos apresado a esos dos. Somos los sirvientes de Saruman el Sabio, la Mano Blanca: la Mano que nos da de comer carne humana. Salimos de Isengard, y trajimos aquí la tropa, y volveremos por el camino que nosotros decidamos. Soy Uglúk. He dicho.

—Has dicho demasiado, Uglúk —se burló la voz malévola—. Me pregunto qué pensarán en Lugbúrz. Quizá piensen que los hombres de Uglúk necesitan que se les quite el peso de una cabeza inflada. Quizá pregunten de dónde sacaste esas raras ideas. ¿De Saruman quizá? ¿Quién se cree, volando por cuenta propia y envuelto en sucios trapos blancos? Estarán de acuerdo conmigo, Grishnákh, el mensajero de confianza; y yo, Grishnákh, digo: Saruman es un idiota, sucio y traidor. Pero el Gran Ojo no lo deja en paz.

”¿ Cerdo, dijiste? ¿Qué pensáis vosotros? Los lacayos de un mago insignificante dicen que sois unos cerdos. Apuesto a que se alimentan de carne de orco.

Unos alaridos feroces en lengua orca fueron la respuesta, y se pudo oír el ruido metálico de las armas desenvainadas. Pippin se volvió con precaución esperando ver qué ocurría. Los guardias se habían alejado para unirse a la pelea. Alcanzó a distinguir en la penumbra un orco grande y negro, Uglúk sin duda, que enfrentaba a Grishnákh, una criatura patizamba de talla corta y maciza, y con unos largos brazos que casi le llegaban al suelo. Alrededor había otros monstruos más pequeños. Pippin supuso que éstos eran los que venían del Norte. Habían desenvainado los cuchillos y las espadas, pero no se atrevían a atacar a Uglúk.

Uglúk dio un grito, y otros orcos casi tan grandes como él aparecieron corriendo. En seguida, sin ningún aviso, Uglúk saltó hacia adelante, lanzó dos golpes rápidos, y las cabezas de dos orcos rodaron por el suelo. Grishnákh se apartó y desapareció en las sombras. Los otros se amilanaron, y uno de ellos retrocedió de espaldas y cayó sobre el cuerpo tendido de Merry. Quizá esto le salvó la vida, pues los seguidores de Uglúk saltaron por encima de él y derribaron a otro con las espadas de hoja ancha. La víctima era el guardián de garras amarillas. El cuerpo le cayó encima a Pippin, la mano del orco empuñando todavía aquel largo cuchillo mellado.

—¡Dejad las armas! —gritó Uglúk—. ¡Y basta de tonterías! De aquí iremos directamente al oeste, y escaleras abajo. De allí directamente a las quebradas, y luego a lo largo del río hasta el bosque. Y marcharemos día y noche. ¿Está claro?

«Bien —se dijo Pippin—, si esa horrible criatura tarda un poco en dominar a la tropa, tengo alguna posibilidad.» Había vislumbrado un rayo de esperanza. El filo del cuchillo negro le había desgarrado el brazo, y se le había deslizado casi hasta la muñeca. La sangre le corría ahora por la mano, pero sentía también el contacto del acero frío.

Los orcos se estaban preparando para partir, mas algunos de los Norteños se resistían aún, y los Isengardos tuvieron que abatir a otros dos antes de dominar al resto. Hubo muchas maldiciones y confusión. Durante un momento nadie vigiló a Pippin. Tenía las piernas bien atadas, pero los brazos estaban sujetos sólo en las muñecas, con las manos delante de él. Podía mover las dos manos juntas, aunque las cuerdas se le incrustaban cruelmente en la carne. Empujó al orco muerto a un lado, y casi sin atreverse a respirar movió la atadura de las muñecas arriba y abajo sobre la hoja del cuchillo. La hoja era afilada, y la mano del cadáver la sostenía con firmeza. ¡La cuerda estaba cortada! Pippin la tomó rápidamente entre los dedos, hizo un flojo brazalete de dos vueltas, y metió las manos dentro. Luego se quedó muy quieto.

—¡Traed a los prisioneros! —gritó Uglúk—. ¡Y nada de trampas! Si no están vivos a nuestro regreso, algún otro morirá también.

Un orco alzó a Pippin como un saco, le puso la cabeza entre las manos atadas, y tomándolo por los brazos tiró hacia abajo. La cara de Pippin se aplastó contra el cuello del orco, que partió en seguida, traqueando. Otro dispuso a Merry de modo similar. Las garras del orco apretaban los brazos de Pippin como un par de tenazas, y las uñas se le clavaban en la carne. Cerró los ojos y se deslizó de nuevo a un mundo de negras pesadillas.

De pronto lo arrojaron otra vez a un suelo pedregoso. Era el principio de la noche, pero la luna delgada descendía ya en el oeste. Estaban al borde de un precipicio que parecía mirar a un océano de nieblas pálidas. Se oía el sonido de una cascada próxima.

—Los exploradores han vuelto al fin —dijo un orco que andaba cerca.

—Bueno, ¿qué descubriste? —gruñó la voz de Uglúk.

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