Las dos torres - Tolkien John Ronald reuel 8 стр.


—Sólo un jinete solitario, e iba hacia el oeste. El camino está libre, por ahora.

—Sí, por ahora. ¿Pero durante cuánto tiempo? ¡Idiotas! Teníais que haberlo matado. Dará la alarma. Esos malditos criadores de caballos sabrán de nosotros cuando llegue la mañana. Ahora habrá que redoblar el paso.

Una sombra se inclinó sobre Pippin. Era Uglúk.

—¡Siéntate! —dijo el orco—. Mis compañeros están cansados de cargarte de aquí para allá. Vamos a bajar, y tendrás que servirte de tus piernas. No te resistas ahora. No grites, y no intentes escapar. Haríamos un escarmiento que no te gustaría, aunque el Señor aún podría sacarte algún provecho.

Cortó los lazos de cuero que sujetaban las piernas y tobillos de Pippin, lo tomó por los cabellos y lo puso de pie. Pippin cayó al suelo, y Uglúk lo levantó sosteniéndolo por los cabellos otra vez. Algunos orcos se rieron. Uglúk le metió un frasco entre los dientes y le echó un líquido ardiente en la garganta. Pippin sintió un calor arrebatado que le abrasaba el cuerpo. El dolor de las piernas y los tobillos se desvaneció. Podía tenerse en pie.

—¡Ahora el otro! —dijo Uglúk.

Pippin vio que el orco se acercaba a Merry, tendido allí cerca, y que lo pateaba. Merry se quejó. Uglúk lo obligó a sentarse, y le arrancó el vendaje de la cabeza. Luego le untó la herida con una sustancia oscura que sacó de una cajita de madera. Merry gritó y se debatió furiosamente.

Los orcos batieron palmas y se burlaron.

—No quiere tomarse la medicina —rieron—. No sabe lo que es bueno para él. ¡Ja! Cómo nos divertiremos más tarde.

Pero por el momento Uglúk no estaba con ánimo de diversiones. Le corría prisa, y no era ocasión de discutir con quienes lo seguían de mala gana. Estaba curando a Merry al modo de los orcos, y el tratamiento parecía eficaz. Cuando consiguió de viva fuerza que el hobbit tragara el contenido del frasco, le cortó las ataduras de las piernas, y tironeó de él hasta ponerlo de pie. Merry se enderezó, pálido pero alerta y desafiante. La herida de la frente no le molestaba, aunque le dejó una cicatriz oscura para toda la vida.

—¡Hola, Pippin! —dijo—. ¿Así que tú también vendrás en esta pequeña expedición? ¿Dónde encontraremos una cama y un desayuno?

—Atención —dijo Uglúk—. Nada de charlas. Cualquier dificultad será denunciada al final del camino, y Él sabrá seguramente cómo pagaros. Tendréis cama y desayuno, más de lo que vuestros estómagos puedan recibir.

La banda de orcos comenzó a descender por una cañada estrecha que llevaba a la llanura brumosa. Merry y Pippin caminaban con ellos, separados por una docena o más de orcos. Abajo encontraron un prado de hierbas, y los hobbits se sintieron algo más animados.

—¡Ahora en línea recta! —gritó Uglúk—. Hacia el oeste y un poco al norte. Seguid a Lugdush.

—¿Pero qué haremos a la salida del sol? —dijo alguno de los Norteños.

—Seguiremos corriendo —dijo Uglúk—. ¿Qué pretendes? ¿Sentarte en la hierba y esperar a que los Pálidos vengan a la fiesta?

—Pero no podemos correr a la luz del sol.

—Correrás, y yo iré detrás vigilándote —dijo Uglúk—. ¡Corred! O nunca volveréis a ver vuestras queridas madrigueras. ¿De qué sirve una tropa de gusanos de montaña entrenados a medias? ¡Por la Mano Blanca! ¡Corred, maldición! ¡Corred mientras dure la noche!

Toda la compañía echó a correr entonces a saltos, con las largas zancadas de los orcos, y en desorden. Se empujaban, se daban codazos, y maldecían; sin embargo, avanzaban muy rápidamente. Cada uno de los hobbits iba vigilado por tres orcos; Pippin corría entre los rezagados, casi cerrando la columna. Se preguntaba cuánto tiempo podría seguir a este paso; no había comido desde la mañana. Uno de los guardias blandía un látigo. Pero por ahora el licor de los orcos le calentaba todavía el cuerpo, y de algún modo le había despejado la mente.

Una y otra vez, una imagen espontánea se le presentaba de pronto: la cara atenta de Trancos que se inclinaba sobre una senda oscura, y corría, corría detrás. ¿Pero qué podría ver aun un Montaraz excepto un rastro confuso de pisadas de orcos? Las pequeñas señales que dejaban Merry y él mismo desaparecían bajo las huellas de los zapatos de hierro, delante, detrás y alrededor.

Habían avanzado poco más de una milla cuando el terreno descendió a una amplia depresión llana, de suelo blando y húmedo. La bruma se demoraba allí, brillando pálidamente a los últimos rayos de una luna delgada. Las formas de los primeros orcos se hicieron más oscuras.

—¡Atención! ¡No tan rápido ahora! —gritó Uglúk a retaguardia.

Una idea se le ocurrió de pronto a Pippin, que no titubeó. Se apartó bruscamente a la derecha, y librándose de la mano del guardia, se hundió de cabeza en la bruma; cayó de bruces sobre la hierba, con las piernas y los brazos abiertos.

—¡Alto! —aulló Uglúk.

Durante un momento hubo mucho ruido y confusión. Pippin se levantó de un salto y echó a correr. Pero los orcos fueron detrás. Algunos aparecieron de pronto delante de él.

«No podré escapar —se dijo Pippin—. Pero quizá deje alguna huella nítida en este suelo húmedo. —Se tanteó el cuello con las manos atadas, y desprendió el broche que le sujetaba la capa. En el momento en que unos brazos largos y unas garras duras lo alzaban en vilo, soltó el broche—. Supongo que ahí se quedará hasta el fin de los tiempos —pensó—. No sé por qué lo hice. Si los otros escaparon, lo más probable es que hayan ido con Frodo.»

La cola de un látigo se le enredó en las piernas, y ahogó un grito.

—¡Basta! —gritó Uglúk, acercándose de prisa—. Todavía tiene mucho que correr. ¡Que los dos corran! Recurrid al látigo sólo para que no lo olviden. —Y en seguida añadió, volviéndose a Pippin:— Pero eso no es todo. No lo olvidaré. La pena sólo ha sido postergada. ¡Adelante!

Ni Pippin ni Merry conservaron muchos recuerdos de la última parte del viaje. Los malos sueños y los malos despertares se confundieron en un largo túnel de miserias; las esperanzas iban quedando atrás, cada vez más débiles. Corrieron, corrieron, aunque se les doblaban las piernas, azotados de vez en cuando por una mano cruel y hábil. Si se detenían o trastabillaban, los levantaban y los arrastraban un rato.

El calor de la bebida orca se había desvanecido. Pippin se sentía otra vez helado y enfermo. De repente cayó de bruces sobre la hierba. Unas manos duras de uñas afiladas lo aferraron y lo alzaron. Lo cargaron como un saco una vez más, y le pareció que la oscuridad crecía a su alrededor. No podía decir si era aquella la oscuridad de otra noche o si se estaba quedando ciego.

De pronto creyó oír unas voces que llamaban: parecía que muchos de los orcos querían detenerse un momento; Uglúk gritaba. Sintió que lo arrojaban al suelo, y se quedó allí tendido, hasta que unas pesadillas negras cayeron sobre él. Pero no escapó mucho tiempo al dolor; las tenazas de hierro de unas manos implacables lo aferraron otra vez. Durante un largo rato lo empujaron y lo sacudieron, y luego la oscuridad fue cediendo lentamente, y así volvió al mundo de la vigilia, y descubrió que era de mañana. Se oyeron unas órdenes, y lo echaron sobre la hierba.

Se quedó allí un momento, luchando con la desesperación. La cabeza le daba vueltas, pero por el calor que sentía en el cuerpo supuso que le habían dado otro trago de licor. Un orco se inclinó sobre él y le echó encima un poco de pan y una tira de carne seca. Devoró ávidamente el pan grisáceo y rancio, pero no tocó la carne. Se sentía hambriento, aunque no tanto como para comer la carne que le daba un orco, la carne de quién sabe qué criatura.

Se sentó y miró alrededor. Merry no estaba muy lejos. Habían acampado a orillas de un río angosto y rápido. Enfrente se elevaban unas montañas: en una de las cimas se reflejaban ya los primeros rayos del sol. En las faldas más bajas de adelante se extendía la mancha oscura de un bosque.

Había muchos gritos y discusiones entre los orcos; parecía que en cualquier momento iba a estallar otra pelea entre los Norteños y los Isengardos. Algunos señalaban el sur detrás de ellos, y otros señalaban el este.

—Muy bien —dijo Uglúk—. ¡Dejádmelos a mí entonces! Nada de darles muerte, como dije antes; pero si queréis abandonar lo que hemos venido a buscar desde tan lejos, abandonadlo. Yo los cuidaré. Dejad que los aguerridos Uruk-hai hagan el trabajo, como de costumbre. Si tenéis miedo de los Pálidos, ¡corred! ¡Corred! Allí está el bosque —gritó, señalando adelante—. Id hasta allí, es vuestra mayor esperanza. Rápido, antes que yo derribe unas cabezas más para poner un poco de sentido común en el resto.

Se oyeron unos juramentos y un ruido de cuerpos que se empujaban unos a otros, y luego la mayoría de los Norteños se separó de los demás y echó a correr, un centenar de ellos, atropellándose en desorden a lo largo del río, hacia las montañas. Los hobbits quedaron con los Isengardos: una tropa sombría y siniestra de por lo menos ochenta orcos corpulentos de tez morena, ojos oblicuos, que llevaban grandes arcos y unas espadas cortas de hoja ancha.

—Y ahora nos ocuparemos de ese Grishnákh —dijo Uglúk, pero algunos orcos miraban al sur y parecían inquietos—. Sí —continuó con un gruñido—, esos malditos palafreneros han venido detrás de nosotros. Pero la culpa es toda tuya, Snaga. A ti y a los otros exploradores habría que arrancarles las orejas. Pero somos los combatientes. Todavía tendremos un festín de carne de caballo, o de algo mejor.

En ese momento Pippin vio por qué algunos orcos habían estado señalando al este. De allí llegaban ahora unos gritos roncos. Grishnákh reapareció, y detrás una veintena de otros como él: orcos patizambos de brazos largos. Llevaban un ojo rojo pintado en los escudos. Uglúk se adelantó a recibirlos.

—¿De modo que has vuelto? —dijo—. ¿Lo pensaste mejor, eh?

—He vuelto a ver cómo se cumplen las órdenes, y se protege a los prisioneros —dijo Grishnákh.

—¿De veras? —dijo Uglúk—. Un esfuerzo desperdiciado. Yo cuidaré de que las órdenes se cumplan. ¿Y para qué otra cosa volviste? Viniste pronto. ¿Olvidaste algo atrás?

—Olvidé a un idiota —gruñó Grishnákh—. Pero hay aquí gente de coraje acompañándolo, y sería una lástima que se perdiera. Sé que tú los meterías en dificultades. He venido a ayudarlos.

—¡Espléndido! —rió Uglúk—. Pero si eres débil y escapas al combate, has equivocado el camino. Tu ruta es la de Lugbúrz. Los Pálidos se acercan. ¿Qué le ha ocurrido a tu precioso Nazgûl? ¿Monta todavía un caballo muerto? Pero si lo has traído contigo quizá nos sea útil, si esos Nazgûl son todo lo que se cuenta.

Nazgûl, Nazgûl—dijo Grishnákh, estremeciéndose y pasándose la lengua por los labios, como si la palabra tuviera un mal sabor, desagradable—. Hablas de algo que tus sueños cenagosos no alcanzan a concebir, Uglúk —dijo—. ¡Nazgûl!¡Ah! ¡Todo lo que se cuenta! Un día desearás no haberlo dicho. ¡Mono! —gruñó fieramente—. Ignoras que son las niñas del Gran Ojo. Pero los Nazgûl alados: todavía no, todavía no. Él no dejará que se muestren por ahora más allá del Río Grande, no demasiado pronto. Se los reserva para la Guerra... y otros propósitos.

—Pareces saber mucho —dijo Uglúk—. Más de lo que te conviene, pienso. Quizá la gente de Lugbúrz se pregunte cómo, y por qué. Pero entretanto los Uruk-hai de Isengard pueden hacer el trabajo sucio, como de costumbre. ¡No te quedes ahí babeando! ¡Reúne a tu gentuza! Los otros cerdos escaparon al bosque. Será mejor que vayas detrás. No regresarás con vida al Río Grande. ¡De prisa! ¡Ahora mismo! Iré pisándote los talones.

Los Isengardos levantaron de nuevo a Merry y a Pippin y se los echaron a la espalda. Luego la tropa se puso en camino. Corrieron durante horas, deteniéndose de cuando en cuando sólo para que otros orcos cargaran a los hobbits. Ya porque fueran más rápidos y más resistentes, o quizá obedeciendo a algún plan de Grishnákh, los Isengardos fueron adelantándose a los Orcos de Mordor, y la gente de Grishnákh se agrupó en la retaguardia. Pronto se aproximaron también a los Norteños que iban delante. Se acercaban ya al bosque.

Pippin sentía el cuerpo magullado y lacerado, y la mandíbula repugnante y la oreja peluda del orco le raspaban la cabeza dolorida. Enfrente había espaldas dobladas, y piernas gruesas y macizas que bajaban y subían y bajaban y subían sin descanso, como si fueran de alambre y cuerno, marcando los segundos de pesadilla de un tiempo interminable.

Por la tarde la tropa de Uglúk rebasó las líneas de los Norteños. Se tambaleaban ahora a la luz del sol brillante, que en verdad no era sino un sol de invierno en un cielo pálido y frío; iban con las cabezas bajas y las lenguas fuera.

—¡Larvas! —se burlaron los Isengardos—. Estáis cocinados. Los Pálidos os alcanzarán y os comerán. ¡Ya vienen!

Un grito de Grishnákh mostró que no se trataba de una broma. En efecto, unos hombres a caballo, que venían a todo correr, habían sido avistados detrás y a lo lejos, e iban ganando terreno a los orcos, como una marea que avanza sobre una playa, acercándose a unas gentes que se han extraviado en un tembladeral.

Los Isengardos se adelantaron con un paso redoblado que asombró a Pippin, como si cubrieran ahora los múltiples tramos de una carrera desenfrenada. Luego vio que el sol estaba poniéndose, cayendo detrás de las Montañas Nubladas; las sombras se extendían sobre la tierra. Los soldados de Mordor alzaron las cabezas y también ellos aceleraron el paso. El bosque sombrío estaba cerca, ya habían dejado atrás unos pocos árboles aislados. El terreno comenzó a elevarse cada vez más abrupto, pero los orcos no dejaron de correr. Uglúk y Grishnákh gritaban exigiéndoles un último esfuerzo.

«Todavía lo conseguirán. Van a escaparse», se dijo Pippin, y torciendo el pescuezo miró con un ojo por encima del hombro. Allá a lo lejos en el este vio que los jinetes ya habían alcanzado las líneas de los orcos, galopando en la llanura. El sol poniente doraba las lanzas y los cascos, y centelleaba sobre los pálidos cabellos flotantes. Estaban rodeando a los orcos, impidiendo que se dispersaran, y obligándolos a seguir la línea del río.

Se preguntó con inquietud qué clase de gentes serían. Lamentaba ahora no haber aprendido más en Rivendel, y no haber mirado con mayor atención los mapas y demás; pero en aquellos días los planes para el viaje parecían estar en manos más competentes, y nunca se le había ocurrido que podían separarlo de Gandalf, o de Trancos, o aun de Frodo. Todo lo que podía recordar de Rohan era que el caballo de Gandalf, Sombragrís, había venido de aquellas tierras. Esto parecía alentador, dentro de ciertos límites.

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