Las dos torres - Tolkien John Ronald reuel 9 стр.


«¿Cómo podrían saber que no somos orcos? —se dijo—. No creo que aquí hayan oído hablar de hobbits alguna vez. Tendría que regocijarme, supongo, de que quizá los orcos sean destruidos, pero preferiría salvarme yo.» Lo más probable era que él y Merry murieran junto con los orcos antes que los Hombres de Rohan repararan en ellos.

Unos pocos de los jinetes parecían ser arqueros, capaces de disparar hábilmente desde un caballo a la carrera. Acercándose rápidamente descargaron una lluvia de flechas sobre los orcos de la desbandada retaguardia, y algunos cayeron; en seguida los jinetes dieron media vuelta poniéndose fuera del alcance de los arcos enemigos; los orcos disparaban las flechas de cualquier modo, pues no se atrevían a detenerse. Esto ocurrió una vez y otra, y en una ocasión las flechas cayeron entre los Isengardos. Uno de ellos, justo frente a Pippin, rodó por el suelo, y ya no se levantó.

Llegó la noche y los Jinetes no habían vuelto a acercarse. Muchos orcos habían caído, pero aún quedaban no menos de doscientos. En la oscuridad temprana los orcos llegaron de pronto a una loma. Los lindes del bosque estaban muy cerca, quizá a no más de doscientos metros, pero tuvieron que detenerse. Los jinetes los habían cercado. Un grupo pequeño desoyó las órdenes de Uglúk, y corrió hacia el bosque: sólo tres volvieron.

—Bueno, aquí estamos —se burló Grishnákh—. ¡Excelente conducción! Espero que el gran Uglúk vuelva a guiarnos alguna otra vez.

—¡Bajen a los Medianos! —ordenó Uglúk, sin prestar atención a Grishnákh—. Tú, Lugdush, toma otros dos y vigílalos. No hay que matarlos, a menos que esos inmundos Pálidos nos obliguen. ¿Entendéis? Mientras yo esté con vida quiero conservarlos. Pero no hay que dejar que griten, ni que escapen. ¡Atadles las piernas!

La última parte de la orden fue llevada a cabo sin misericordia. Pero Pippin descubrió que por primera vez estaba cerca de Merry. Los orcos hacían mucho ruido, gritando y entrechocando las armas, y los hobbits pudieron cambiar algunas palabras en voz baja.

—No tengo muchas esperanzas —dijo Merry—. Estoy agotado. No creas que pueda arrastrarme muy lejos, aun sin estas ataduras.

¡Lembas!—susurró Pippin—. Lembas:tengo un poco. ¿Tienes tú? Creo que sólo nos sacaron las espadas.

—Sí, tengo un paquete en el bolsillo —le respondió Merry—. Pero ha de estar convertido en migas. De todos modos, ¡no puedo ponerme la boca en el bolsillo!

—No será necesario. Yo he... —pero en ese momento un feroz puntapié advirtió a Pippin que el ruido había cesado y que los guardias vigilaban.

La noche era fría y silenciosa. Todo alrededor de la elevación donde se habían agrupado los orcos, se alzaron unas pequeñas hogueras, rojas y doradas en la oscuridad, un círculo completo. Estaban allí a tiro de arco, pero los jinetes no eran visibles a contraluz, y los orcos desperdiciaron muchas flechas disparando a los fuegos hasta que Uglúk los detuvo. Los jinetes no hacían ruido. Más tarde en la noche, cuando la luna salió de las nieblas, se los pudo ver de cuando en cuando: unas sombras oscuras que a veces la luz blanca iluminaba un momento mientras se movían en una ronda incesante.

—¡Están esperando a que salga el sol, malditos sean! —refunfuñó un guardia—. ¿Por qué no cargamos todos juntos sobre ellos y nos abrimos paso? ¡Qué piensa ese viejo Uglúk, quisiera saber!

—Claro que quisieras saberlo —gruñó Uglúk, avanzando por detrás—. ¿Quieres decir que no pienso nada, eh? ¡Maldito seas! No vales más que toda esa canalla: las larvas y los monos de Lugbúrz. De nada serviría intentar una carga con ellos. No harán otra cosa que chillar y dar saltos, y hay bastantes de esos inmundos palafreneros para hacernos morder el polvo aquí mismo.

”Hay una sola cosa que pueden hacer estas larvas: tienen ojos que penetran como taladros en la oscuridad. Pero esos Pálidos ven mejor de noche que la mayoría de los Hombres, he oído decir, ¡y no olvidemos los caballos! Pueden ver la brisa nocturna, se dice por ahí. Sin embargo, ¡aún hay algo que esos despabilados no saben! Las gentes de Mauhúr están en el bosque, y se presentarán en cualquier momento.

Las palabras de Uglúk bastaron en apariencia para satisfacer a los Isengardos, aunque los otros orcos se mostraron a la vez desanimados y disconformes. Pusieron unos pocos centinelas, pero la mayoría se quedó tendida en el suelo, descansando en la agradable oscuridad. La noche había cerrado otra vez, pues la luna descendía al oeste envuelta en espesas nubes, y Pippin no distinguía nada más allá de un par de metros. Los fuegos no alcanzaban a iluminar la loma. Los jinetes, sin embargo, no se contentaron con esperar al alba, dejando que los enemigos descansasen. Un clamor repentino estalló en la falda este de la loma, mostrando que algo andaba mal. Al parecer algunos Hombres se habían acercado a caballo, y desmontando en silencio se habían arrastrado hasta los bordes del campamento. Allí mataron a varios orcos, y se perdieron otra vez en las tinieblas. Uglúk corrió a prevenir una huida precipitada.

Pippin y Merry se enderezaron. Los guardias Isengardos habían partido con Uglúk. Pero si los hobbits creyeron poder escapar, la esperanza les duró poco. Un brazo largo y velludo los tomó por el cuello y los juntó, arrastrándolos. Alcanzaron a ver la cabezota y la cara horrible de Grishnákh entre ellos. Sentían en las mejillas el aliento infecto del orco, que se puso a manosearlos y a palparlos. Pippin se estremeció cuando unos dedos duros y fríos le bajaron tanteando por la espalda.

—¡Bueno, mis pequeños! —dijo Grishnákh en un susurro sofocado—. ¿Disfrutando de un bonito descanso? ¿O no? No en muy buena posición, quizá; espadas y látigos de un lado, y lanzas traicioneras del otro. Las gentes pequeñas no tendrían que meterse en asuntos demasiado grandes.

Los dedos de Grishnákh seguían tanteando. Tenía en los ojos una luz que era como fuego, pálido pero ardiente.

La idea se le ocurrió de pronto a Pippin, como si le hubiera llegado directamente de los pensamientos que urgían al orco. «¡Grishnákh conoce la existencia del Anillo! Está buscándolo, mientras Uglúk se ocupa de otras cosas; es probable que lo quiera para él.» Pippin sintió un miedo helado en el corazón, pero preguntándose al mismo tiempo cómo podría utilizar en provecho propio el deseo de Grishnákh.

—No creo que ése sea el modo —murmuró—. No es fácil de encontrar.

—¿ Encontrar? —dijo Grishnákh; los dedos dejaron de hurgar y se cerraron en el hombro de Pippin—. ¿Encontrar qué? ¿De qué estás hablando, pequeño?

Pippin calló un momento. Luego, de pronto, gorgoteó en la oscuridad: gollum, gollum.

—Nada, mi tesoro —añadió.

Los hobbits sintieron que los dedos se le crispaban a Grishnákh.

—¡Oh, ah! —siseó la criatura entre dientes—. Eso es lo que quieres decir, ¿eh? ¡Oh, ah! Muy, pero muy peligroso, mis pequeños.

—Quizá —dijo Merry, atento ahora y advirtiendo la sospecha de Pippin—. Quizá, y no sólo para nosotros. Claro que usted sabrá mejor de qué se trata. ¿Lo quiere, o no? ¿Y qué daría por él?

—¿Si yo lo quiero? ¿Si yo lo quiero? —dijo Grishnákh, como perplejo; pero le temblaban los brazos—. ¿Qué daría por él? ¿Qué queréis decir?

—Queremos decir —dijo Pippin eligiendo con cuidado las palabras— que no es bueno tantear en la oscuridad. Podríamos ahorrarle tiempo y dificultades. Pero primero tendría que desatarnos las piernas, o no haremos nada, ni diremos nada.

—Mis queridos y tiernos tontitos —siseó Grishnákh—, todo lo que tenéis, y todo lo que sabéis, se os sacará en el momento adecuado: ¡todo! Desearéis tener algo más que decir para contentar al Inquisidor; así será en verdad y muy pronto. No apresuraremos el interrogatorio. Claro que no. ¿Por qué pensáis que os perdonamos la vida? Mis pequeños amiguitos, creedme, os lo ruego, si os digo que no fue por bondad. Ni siquiera Uglúk habría caído en esa falta.

—No me cuesta nada creerlo —dijo Merry—. Pero aún no ha llevado la presa a destino. Y no parece que vaya a parar a las manos de usted, pase lo que pase. Si llegamos a Isengard no será el gran Grishnákh el beneficiario. Saruman tomará todo lo que pueda encontrar. Si quiere algo para usted, es el momento de hacer un trato.

Grishnákh empezó a perder la cabeza. El nombre de Saruman parecía haberlo enfurecido más que ninguna otra cosa. El tiempo pasaba y el alboroto estaba apagándose; Uglúk o los Isengardos volverían en cualquier instante.

—¿Lo tenéis aquí, o no? —gruñó el orco.

¡Gollum, gollum!—dijo Pippin.

—¡Desátanos las piernas! —dijo Merry.

Los brazos del orco se estremecieron con violencia.

—¡Maldito seas, gusanito sucio! —siseó—. ¿Desataros las piernas? Os desataré todas las fibras del cuerpo. ¿Creéis que yo no podría hurgaros las entrañas? ¿Hurgar digo? Os reduciré a lonjas palpitantes. No necesito la ayuda de vuestras piernas para sacaros de aquí, ¡y teneros para mí solo!

De pronto los alzó a los dos. La fuerza de los largos brazos y los hombros era aterradora. Se puso a los hobbits bajo los brazos y los apretó ferozmente contra las costillas; unas manos grandes y sofocantes les cerraron las bocas. Luego saltó hacia adelante, el cuerpo inclinado. Así se alejó, rápido y en silencio, hasta llegar al borde de la loma. Allí, eligiendo un espacio libre entre los centinelas, se internó en la noche como una sombra maligna, bajó por la pendiente y fue hacia el río que corría en el oeste saliendo del bosque. Allí se abría un claro amplio, con una hoguera encendida.

Luego de haber cubierto una docena de metros, Grishnákh se detuvo, espiando y escuchando. No se veía ni oía nada. Se arrastró lentamente, inclinado casi hasta el suelo. Luego se detuvo en cuclillas y escuchó otra vez. En seguida se incorporó, como si fuera a saltar. En ese momento la forma oscura de un jinete se alzó justo delante. Un caballo bufó y se encabritó. Un hombre llamó en voz alta.

Grishnákh se echó de bruces al suelo, arrastrando a los hobbits; luego sacó la espada. Había decidido evidentemente matar a los cautivos antes que permitirles escapar, o que los rescatasen, pero esto lo perdió. La espada resonó débilmente, y brilló un poco a la luz de la hoguera que ardía a la izquierda. Una flecha salió silbando de la oscuridad; arrojada con habilidad, o guiada por el destino, le atravesó a Grishnákh la mano derecha. El orco dejó caer la espada y chilló. Se oyó un rápido golpeteo de cascos, y en el mismo momento en que Grishnákh se incorporaba y echaba a correr, lo atropelló un caballo, y lo traspasó una lanza. Grishnákh lanzó un grito terrible y estremecido y ya no se movió.

Los hobbits estaban aún en el suelo, como Grishnákh los había dejado. Otro jinete acudió rápidamente. Ya fuese porque era capaz de ver en la oscuridad o por algún otro sentido, el caballo saltó y pasó con facilidad sobre ellos, pero el jinete no los vio. Los hobbits se quedaron allí tendidos, envueltos en los mantos élficos, demasiado aplastados, demasiado asustados para levantarse.

Al fin Merry se movió y susurró en voz baja:

—Todo bien hasta ahora, pero ¿cómo evitaremos nosotros que nos traspasen de parte a parte?

La respuesta llegó casi en seguida. Los gritos de Grishnákh habían alertado a los orcos. Por los aullidos y chillidos que venían de la loma, los hobbits dedujeron que los orcos estaban buscándolos; Uglúk sin duda cortaba en ese momento algunas cabezas más. Luego, de pronto, unas voces de orcos respondieron a los gritos desde la derecha, más allá del círculo de los fuegos, desde el bosque y las montañas. Parecía que Mauhúr había llegado y atacaba ahora a los sitiadores. Se oyó un galope de caballos. Los jinetes estaban cerrando el círculo alrededor de la loma, afrontando las flechas de los orcos, como para prevenir que alguien saliese, mientras que una tropa corría a ocuparse de los recién llegados. De pronto Merry y Pippin cayeron en la cuenta de que sin haberse movido se encontraban ahora fuera del círculo; nada impedía que escaparan.

—Bueno —dijo Merry—, si al menos tuviésemos las piernas y las manos libres, podríamos irnos. Pero no puedo tocar los nudos, y no puedo morderlos.

—No hay por qué intentarlo —dijo Pippin—. Iba a decírtelo. Conseguí librarme de las manos. Estos lazos son sólo un simulacro. Será mejor que primero tomes un poco de lembas.

Retiró las cuerdas de las muñecas y sacó un paquete del bolsillo. Las galletas estaban rotas, pero bien conservadas, envueltas aún en las hojas. Los hobbits comieron uno o dos trozos cada uno. El sabor les trajo el recuerdo de unas caras hermosas, y de risas, y comidas sanas en días tranquilos y lejanos ahora. Durante un rato comieron con aire pensativo, sentados en la oscuridad, sin prestar atención a los gritos y ruidos de la batalla cercana. Pippin fue el primero en regresar al presente.

—Tenemos que irnos ya —dijo—. Espera un momento.

La espada de Grishnákh estaba allí en el suelo al alcance de la mano, pero era demasiado pesada y embarazosa; de modo que se arrastró hacia adelante, y cuando encontró el cuerpo del orco le sacó de entre las ropas un cuchillo largo y afilado. Luego cortó rápidamente las cuerdas.

—¡Y ahora vámonos! —dijo—. Cuando nos hayamos desentumecido un poco, quizá podamos tenernos en pie y caminar. De cualquier modo será mejor que empecemos arrastrándonos.

Se arrastraron. La hierba era espesa y blanda, y esto los ayudó, aunque avanzaban muy lentamente. Dieron un amplio rodeo para evitar las hogueras, y se adelantaron poco a poco hasta la orilla del río, que se alejaba gorgoteando entre las sombras oscuras de las barrancas. Luego miraron atrás.

Los ruidos se habían apagado. Parecía evidente que la tropa de Mauhúr había sido destruida o rechazada. Los jinetes habían vuelto a la ominosa y silenciosa vigilia. No se prolongaría mucho tiempo. La noche envejecía ya. En el este, donde no había nubes, el cielo era más pálido.

—Tenemos que ponernos a cubierto —dijo Pippin—, o pronto nos verán. No nos ayudará que esos jinetes descubran que no somos orcos, luego de darnos muerte. —Se incorporó y golpeó los pies contra el suelo—. Esas cuerdas se me han incrustado en la carne como alambres, pero los pies se me están calentando. Yo ya podría echar a andar. ¿Y tú, Merry?

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