– Me voy -dijo por fin, con voz clara y tranquila-. No quiero parecer descortés, pero me será imposible volver a verte. Me has decepcionado.
Sibyl lloraba en silencio, pero no respondió; tan sólo se arrastró, para acercarse más a Dorian. Extendió las manos ciegamente, dando la impresión de buscarlo. El muchacho se dio la vuelta y salió de la habitación. Unos instantes después había abandonado el teatro.
Apenas supo dónde iba. Más tarde recordó haber vagado por calles mal iluminadas, de haber atravesado lúgubres pasadizos, poblados de sombras negras y casas inquietantes. Mujeres de voces roncas y risas ásperas lo habían llamado. Borrachos de paso inseguro habían pasado a su lado entre maldiciones, charloteando consigo mismos como monstruosos antropoides. Había visto niños grotescos apiñados en umbrales y oído chillidos y juramentos que salían de patios melancólicos.
Al rayar el alba se encontró cerca de Covent Garden. Al alzarse el velo de la oscuridad, el cielo, enrojecido por débiles resplandores, se vació hasta convertirse en una perla perfecta. Grandes carros, llenos de lirios balanceantes, recorrían lentamente la calle resplandeciente y vacía. El aire se llenó con el perfume de las flores, y su belleza pareció proporcionarle un analgésico para su dolor. Siguió caminando hasta el mercado, y contempló cómo descargaban los vehículos. Un carrero de blusa blanca le ofreció unas cerezas. Dorian le dio las gracias y, preguntándose por qué el otro se había negado a aceptar dinero a cambio, empezó a comérselas distraídamente. Las habían recogido a media noche, y tenían la frialdad de la luna. Una larga hilera de muchachos que transportaban cajones de tulipanes y de rosas amarillas y rojas desfilaron ante él, abriéndose camino entre enormes montones, verde jade, de hortalizas. Bajo el gran pórtico, de columnas grises desteñidas por el sol, una bandada de chicas desarrapadas, con la cabeza descubierta, esperaban, ociosas, a que terminara la subasta. Otras se amontonaban alrededor de las puertas batientes del café de la Piazza. Los pesados percherones se resbalaban y golpeaban con fuerza los ásperos adoquines, agitando sus arneses con campanillas. Algunos de los cocheros dormían sobre montones de sacos. Con sus cuellos metálicos y sus patas rosadas, las palomas corrían de acá para allá picoteando semillas.
Después de algún tiempo, Dorian Gray paró un coche de punto que lo llevó a su casa. Una vez allí, se detuvo unos instantes en el umbral, recorriendo con la mirada la plaza silenciosa, con sus ventanas vacías, sus contraventanas, y los estores de mirada fija. El cielo se había convertido en un puro ópalo, y los tejados de las casas brillaban como plata bajo él. De alguna chimenea al otro lado de la plaza empezaba a alzarse una delgada columna de humo que pronto curvó en el aire nacarado sus volutas moradas.
En la enorme linterna veneciana -botín dorado de alguna góndola ducal- que colgaba del techo del gran vestíbulo revestido de madera de roble, aún ardían las luces de tres mecheros, semejantes a delgados pétalos azules con un borde de fuego blanco. Los apagó y, después de arrojar capa y sombrero sobre la mesa, cruzó la biblioteca en dirección a la puerta de su dormitorio, una amplia habitación octogonal en el piso bajo que, dada su reciente pasión por el lujo, acababa de hacer decorar a su gusto, colgando de las paredes curiosas tapicerías renacentistas que habían aparecido almacenadas en un ático olvidado de Selby Royal. Mientras giraba la manecilla de la puerta, su mirada se posó sobre el retrato pintado por Basil Hallward. La sorpresa le obligó a detenerse. Luego entró en su cuarto sin perder la expresión de perplejidad. Después de quitarse la flor que llevaba en el ojal de la chaqueta, pareció vacilar. Finalmente regresó a la biblioteca, se acercó al cuadro y lo examinó con detenimiento. Iluminado por la escasa luz que empezaba a atravesar los estores de seda de color crema, le pareció que el rostro había cambiado ligeramente. La expresión parecía distinta. Se diría que había aparecido un toque de crueldad en la boca. Era, sin duda, algo bien extraño.
Dándose la vuelta, se dirigió hacia la ventana y alzó el estor. El resplandor del alba inundó la habitación y barrió hacia los rincones oscuros las sombras fantásticas, que se inmovilizaron, temblorosas. Pero la extraña expresión que Dorian Gray había advertido en el rostro del retrato siguió presente, más intensa si cabe. La temblorosa y ardiente luz del sol le mostró los pliegues crueles en torno a la boca con la misma claridad que si se hubiera mirado en un espejo después de cometer alguna acción abominable.
Estremecido, tomó de la mesa un espejo oval, encuadrado por cupidos de marfil, uno de los muchos regalos que lord Henry le había hecho, y lanzó una mirada rápida a sus brillantes profundidades. Ninguna arruga parecida había deformado sus labios rojos. ¿Qué significaba aquello?
Después de frotarse los ojos, se acercó al cuadro y lo examinó de nuevo. No había ninguna señal de cambio cuando miraba el lienzo y, sin embargo, no cabía la menor duda de que la expresión del retrato era distinta. No se lo había inventado. Se trataba de una realidad atrozmente visible.
Dejándose caer sobre una silla empezó a pensar. De repente, como en un relámpago, se acordó de lo que dijera en el estudio de Basil Hallward el día en que el pintor concluyó el retrato. Sí; lo recordaba perfectamente. Había expresado un deseo insensato: que el retrato envejeciera y que él se conservara joven; que la perfección de sus rasgos permaneciera intacta, y que el rostro del lienzo cargara con el peso de sus pasiones y de sus pecados; que en la imagen pintada aparecieran las arrugas del sufrimiento y de la meditación, pero que él conservara todo el brillo delicado y el atractivo de una adolescencia que acababa de tomar conciencia de sí misma. No era posible que su deseo hubiera sido escuchado. Cosas así no sucedían, eran imposibles. Parecía monstruoso incluso pensar en ello. Y, sin embargo, allí estaba el retrato, con un toque de crueldad en la boca.
¡Crueldad! ¿Había sido cruel? Sibyl era la culpable y no él. La había soñado gran artista, y por creerla grande le había entregado su amor. Pero Sibyl le había decepcionado, demostrando ser superficial e indigna. Y, sin embargo, un sentimiento de infinito pesar se apoderó de él, al recordarla acurrucada a sus pies y sollozando como una niñita. Rememoró con cuánta indiferencia la había contemplado. ¿Por qué la naturaleza le había hecho así? ¿Por qué se le había dado un alma como aquélla? Pero también él había sufrido. Durante las tres terribles horas de la representación había vivido siglos de dolor, eternidades de tortura. Su vida bien valía la de Sibyl. Ella lo había maltratado, aunque Dorian le hubiera infligido una herida duradera. Las mujeres, además, estaban mejor preparadas para el dolor. Vivían de sus emociones. Sólo pensaban en sus emociones. Cuando tomaban un amante, no tenían otro objetivo que disponer de alguien a quien hacer escenas. Lord Henry se lo había explicado, y lord Henry sabía cómo eran las mujeres. ¿Qué razón había para preocuparse por Sibyl Vane? Ya no significaba nada para él.
Pero, ¿y el retrato? ¿Qué iba a decir del retrato? El lienzo de Basil Hallward contenía el secreto de su vida, narraba su historia. Le había enseñado a amar su propia belleza. ¿Le enseñaría también a aborrecer su propia alma? ¿Volvería alguna vez a mirarlo?
No; se trataba simplemente de una ilusión que se aprovechaba de sus sentidos desorientados. La horrible noche pasada había engendrado fantasmas. De repente, esa minúscula mancha escarlata que vuelve locos a los hombres se había desplomado sobre su cerebro. El cuadro no había cambiado. Era locura pensarlo.
Sin embargo, el retrato seguía contemplándolo, con el hermoso rostro deformado por una cruel sonrisa. Sus cabellos resplandecían, brillantes, bajo el sol matinal. Los ojos azules del lienzo se clavaban en los suyos. Un indecible sentimiento de compasión le invadió, pero no por él, sino por aquella imagen pintada. Ya había cambiado y aún cambiaría más. El oro se marchitaría en gris. Las rosas, rojas y blancas, morirían. Por cada pecado que cometiera, una mancha vendría a ensuciar y a destruir su belleza. Pero no volvería a pecar. El cuadro, igual o distinto, sería el emblema visible de su conciencia. Resistiría a la tentación. Nunca volvería a ver a lord Henry: no volvería a escuchar, al menos, aquellas teorías sutilmente ponzoñosas que, en el jardín de Basil Hallward, habían despertado en él por vez primera el deseo de cosas imposibles. Volvería junto a Sibyl Vane, le pediría perdón, se casaría con ella, se esforzaría por amarla de nuevo. Sí; era su deber hacerlo. Sin duda había sufrido más que él. ¡Pobre chiquilla! ¡Qué cruel y egoísta había sido! La fascinación que provocara en él renacería. Serían felices juntos. Su vida con ella sería hermosa y pura.
Se levantó de la silla y colocó un biombo de grandes dimensiones delante del retrato, estremeciéndose mientras lo contemplaba. «¡Qué horror!», murmuró, y, acercándose a la puerta que daba al jardín, la abrió. Al pisar la hierba, respiró hondo. El frescor del aire matutino pareció ahuyentar todas sus sombrías pasiones. Pensaba sólo en Sibyl. Un débil eco del antiguo amor reapareció en su pecho. Repitió muchas veces su nombre. Los pájaros que cantaban en el jardín empapado de rocío parecían hablar de ella a las flores.
Capítulo 8
Era más de mediodía cuando se despertó. Su ayuda de cámara había entrado varias veces de puntillas en la habitación, preguntándose qué hacía dormir hasta tan tarde a su amo. Dorian tocó finalmente la campanilla, y Víctor apareció sin hacer ruido con una taza de té y un montón de cartas en una bandejita de porcelana de Sévres. Luego descorrió las cortinas de satén color oliva, con forro azul irisado, que cubrían las tres altas ventanas de la alcoba.
– El señor ha dormido muy bien esta noche -dijo, sonriendo.
– ¿Qué hora es, Víctor? -preguntó Dorian, todavía medio despierto.
– La una y cuarto, señor.
¡Qué tarde ya! Se sentó en la cama y, después de tomar unos sorbos de té, se ocupó del correo. Una de las cartas era de lord Henry, y la habían traído a mano por la mañana. Dorian vaciló un momento y luego terminó por apartarla. Las demás las abrió distraídamente. Contenían la usual colección de tarjetas, invitaciones para cenar, entradas para exposiciones privadas, programas de conciertos con fines benéficos y otras cosas parecidas que llueven todas las mañanas sobre los jóvenes de la buena sociedad durante la temporada. Había también una factura considerable por un juego de utensilios de aseo Luis XV de plata repujada, factura que Dorian no se había atrevido aún a reexpedir a sus tutores, personas extraordinariamente chapadas a la antigua, incapaces de comprender que vivimos en una época en la que ciertas cosas innecesarias son nuestras únicas necesidades; también encontró varias comunicaciones, redactadas en términos muy corteses, de los prestamistas de Jermyn Street, ofreciéndose a adelantarle cualquier cantidad de dinero sin molestas esperas y a unas tasas de interés sumamente razonables.
Al cabo de unos diez minutos Dorian se levantó y, echándose por los hombros una lujosa bata de lana de Cachemira con bordados en seda, entró en el cuarto de baño con suelo de ónice. El agua fresca lo despejó después de las muchas horas de sueño. Parecía haber olvidado lo sucedido el día anterior. Una vaga sensación de haber participado en alguna extraña tragedia se le pasó por la cabeza una o dos veces, pero con la irrealidad de un sueño.
En cuanto se hubo vestido, entró en la biblioteca y se sentó a tomar un ligero desayuno francés, servido sobre una mesita redonda, próxima a la ventana abierta. Hacía un día maravilloso. El aire tibio parecía cargado de especias. Una abeja entró por la ventana y zumbó alrededor del cuenco color azul con motivos de dragones que, lleno de rosas amarillas, tenía delante. Dorian se sintió perfectamente feliz.
De repente, su mirada se posó sobre el biombo situado delante del retrato y se estremeció.
– ¿El señor tiene frío? -preguntó el ayuda de cámara, colocando una tortilla sobre la mesita-. ¿Cierro la ventana?
Dorian negó con un movimiento de cabeza.
– No tengo frío -murmuró.
¿Era cierto todo lo que recordaba? ¿Había cambiado de verdad el retrato? ¿O le había hecho ver su imaginación una expresión malvada donde sólo había un gesto alegre? Era imposible que un lienzo cambiara. Absurdo. Sería una excelente historia que contarle a Basil algún día. Le haría sonreír.
Sin embargo, ¡qué preciso era el recuerdo! Primero en la confusa penumbra y luego en el luminoso amanecer, había visto el toque de crueldad en los labios contraídos. Casi temió que llegara el momento en que el criado abandonase la biblioteca. Sabía que cuando se quedara solo tendría que examinar el retrato. Le daba miedo enfrentarse con la certeza. Cuando, después de traer el café y los cigarrillos, Víctor se volvió para marcharse, Dorian sintió un absurdo deseo de decirle que se quedara. Mientras la puerta se cerraba tras él, lo llamó. Víctor se detuvo, esperando instrucciones. Dorian se lo quedó mirando unos instantes.
– No estoy para nadie -dijo, acompañando las palabras con un suspiro.
Víctor hizo una inclinación de cabeza y desapareció.
Dorian se alzó entonces de la mesa, encendió un cigarrillo y se dejó caer sobre un diván extraordinariamente cómodo, situado delante del biombo. El biombo era antiguo, de cuero español dorado, estampado con un dibujo Luis XIV demasiado florido. Dorian lo examinó con curiosidad, preguntándose si habría ocultado ya alguna vez el secreto de una vida.
¿Debía realmente apartarlo, después de todo? ¿Por qué no dejarlo donde estaba? ¿De qué servía conocer la verdad? Si resultaba cierto, era terrible. Si no, ¿por qué preocuparse? Pero, ¿y si, por alguna fatalidad o una casualidad aún más terrible, otros ojos hubieran mirado detrás del biombo, comprobando el horrible cambio? ¿Qué haría si se presentara Basil Hallward y pidiese contemplar el cuadro? Era seguro que Basil acabaría por hacer una cosa así. No; tenía que examinar el retrato, y hacerlo de inmediato. Cualquier cosa mejor que aquella espantosa duda.
Se levantó y cerró las dos puertas con llave. Al menos estaría solo mientras contemplaba la máscara de su vergüenza. Luego apartó el biombo y se vio cara a cara. Era totalmente cierto. El retrato había cambiado.
Como después recordaría con frecuencia, y siempre con notable asombro, se encontró mirando al retrato con un sentimiento que era casi de curiosidad científica. Que aquel cambio hubiera podido producirse le resultaba increíble. Y, sin embargo, era un hecho. ¿Existía alguna sutil afinidad entre los átomos químicos, que se convertían en forma y color sobre el lienzo, y el alma que habitaba en el interior de su cuerpo? ¿Podría ser que lo que el alma pensaba, lo hicieran realidad? ¿Que dieran consistencia a lo que él soñaba? ¿O había alguna otra razón, más terrible? Se estremeció, sintió miedo y, volviendo al diván, se tumbó en él, contemplando el retrato sobrecogido de horror.
Comprendió, sin embargo, que el cuadro había hecho algo por él. Le había permitido comprender lo injusto, lo cruel que había sido con Sibyl Vane. No era demasiado tarde para reparar aquel mal. Aún podía ser su esposa. El amor egoísta e irreal que había sentido daría paso a un sentimiento más elevado, se transformaría en una pasión más noble, y el retrato pintado por Basil Hallward sería su guía para toda la vida, sería para él lo que la santidad es para algunos, la conciencia para otros y el temor de Dios para todos. Existían narcóticos para el remordimiento, drogas que acallaban el sentido moral y lo hacían dormir. Pero allí delante tenía un símbolo visible de la degradación del pecado. Una prueba incontestable de la ruina que los hombres provocan en su alma.
Sonaron las tres de la tarde, las cuatro, y la media hora dejó oír su doble carillón, pero Dorian Gray no se movió. Trataba de reunir los hilos escarlata de la vida y de tejerlos siguiendo un modelo; encontrar un camino, perdido como estaba en un laberinto de pasiones desatadas. No sabía qué hacer, ni qué pensar. Finalmente, volvió a la mesa y escribió una carta ardiente a la muchacha a la que había amado, implorando su perdón y acusándose de demencia. Llenó cuartilla tras cuartilla con atormentadas palabras de pesar y otras aún más patéticas de dolor. Existe la voluptuosidad del autorreproche. Cuando nos culpamos sentimos que nadie más tiene derecho a hacerlo. Es la confesión, no el sacerdote, lo que nos da la absolución. Cuando Dorian terminó la carta sintió que había sido perdonado.