Iacobus - Asensi Matilde 10 стр.


Permanecí mucho tiempo dentro de mí, dialogando conmigo mismo más o menos en estos mismos términos, y salí de allí dando gracias a la Deidad por haber encontrado un poco de calma. Desanduve la senda de la concentración, respiré profundamente con mi cuerpo físico y moví las manos y el cuello para desentumecerme.

– ¡Menos mal! -suspiró Jonás con alivio-. Creí que estabais muerto. De veras.

– ¿Qué diablos estás haciendo ahí? -me sorprendí-. ¿No te había mandado a la calle?

– Y he estado en la calle -protestó-. He visto una representación de marionetas en la Bûcherie y he estado observando a los operarii que trabajan en las obras de los arbotantes de Notre-Dame. Ahora son las tres de la tarde, sire. Hace una hora que os observo. ¿Qué clase de oración es la que estabais haciendo? Ni siquiera vuestros párpados se movían.

– Ha llegado una carta de Beatriz d‘Hirson -anuncié por toda respuesta.

– Lo sé, la he visto. Está ahí, sobre vuestro lectorile. No la he leído, ¿qué dice?

– Quiere vernos esta noche, a la hora de vísperas, frente al puente levadizo de la fortaleza del Louvre.

– ¿Fuera de las murallas? -se sorprendió Jonás.

– Nos recogerá con su coche. Presumo que no tiene un lugar donde recibirnos que considere completamente seguro, así que me temo que hablaremos dando vueltas en su carruaje por el suburbium.

– ¡Estupendo! ¡Los carruajes de los cortesanos son tan cómodos como los aposentos de un príncipe, sire!

– ¡Pero qué sabrás tú de aposentos principescos sí no has visto nada, Jonás, si acabas de salir del monasterio! -exploté injustamente.

– Vuestra extraña oración no os ha tranquilizado.

– Mi extraña oración me ha servido para comprender que lo único importante para mí en estos momentos es terminar con esta dichosa misión, informar al Papa y al gran comendador, y regresar cuanto antes a mí casa, a Rodas.

– ¿Y yo qué? -preguntó él.

– ¿Tú…? ¿Acaso crees que voy a cargar contigo el resto de mi vida?

Era evidente que estaba de muy mal humor.

Hacía un frío endemoniado en las húmedas calles de París. Nuestras bocas emitían nubes de vaho mientras esperábamos en las sombras el carruaje de Beatriz d‘Hirson. Por fortuna, los abrigos de piel que traíamos de Aviñón eran largos y nos cubrían las piernas. El muchacho se había tocado la cabeza, además, con un bonete de fieltro y yo con un sombrero de castor que me protegía el cuero cabelludo del viento gélido. Esa tarde, la dueña de nuestro hostal, a petición mía, había subido a nuestro cuarto para rasurarnos la cara y desmochamos el pelo, pero Jonás se había negado en redondo a dejarse cortar la melena: en las calles de París había visto a los muchachos de su edad con los cabellos largos -símbolo de nobleza y de hombres libres- y había decidido imitarlos; también se había negado a dejarse pasar la navaja por las mejillas -aunque sólo tenía una ligera pelusa oscura en las quijadas-, orgulloso de su flamante virilidad. Creo que aquella nueva actitud hacia su aspecto era su manera de decirme que no deseaba regresar al cenobio.

– He estado pensando, sire, sobre la visita que hicimos el otro día a Ponç-Sainte-Maxence -dijo mientras daba pequeños saltitos para conservar el calor del cuerpo bajo los ropajes.

– ¿Y qué has pensado? -pregunté con pocas ganas.

– ¿Queréis que os cuente mi teoría sobre la muerte del rey Felipe el Bello?

– Adelante. Te escucho.

Siguió saltando como una liebre y expulsando grandes bocanadas de aliento lechoso. A nuestra espalda, la imponente fortaleza cuadrada del Louvre apagaba las últimas luces de sus torretas. Aunque en pocos minutos Paris quedaría completamente a oscuras, todavía se veían brillar algunas discretas linternas en unas cuantas ventanas y terrazas del castillo y, gracias a ellas, pese a las tinieblas, podía divisarse contra el fondo negro de la noche -un negro tan oscuro como la tinta-, la alta figura del Torreón que emergía desde el interior del castillo como una flecha que apuntara amenazadoramente al cielo.

– Creo que Auguste y Félix son nuestros viejos amigos templarios Ádâd Al-Aqsa y Fath Al-Yedom y que se instalaron en Ponç-Sainte-Maxence con tiempo de sobra para preparar su siguiente trampa: sabían que, antes o después, el rey iría allí a cazar. Empezaron a correr el rumor entre los siervos sobre el maravilloso venado y, cuando el rey se presentó, se subieron al cerro y esperaron el momento propicio. La fortuna les favoreció, y el rey se separó del grupo creyendo que había visto al animal. Entonces… -Se detuvo un segundo, reflexionando, y luego siguió-. Pero no puede ser, porque si ellos estaban en el cerro… -No estaban en el cerro -le ayudé. -¡Pero la vieja dijo…!

– Volvamos al principio. ¿Por qué sabes que eran nuestros templarios?

– Bien, no tengo pruebas, pero ¿no es curioso que los nombres árabes y los nombres franceses empiecen por las mismas letras, A y F? Tiene que tratarse de los mismos templarios que estuvieron en la posada de François en Roquemaure, ¿no?

– Buena deducción, pero hay algo que lo confirma mucho mejor. Los templarios tienen expresamente prohibida la caza por su Regla, ¿no escuchaste lo que dijo la mujer del leñador sobre que Auguste y Félix no cazaban jamás? Un caballero templario no puede cazar ni con aves, ni con arco, ni con ballesta, ni con perro. La única caza que tiene permitida es la del león, y tampoco la del león real, sino el león simbólico, el Maligno. Por ese motivo Auguste y Félix jamás mataban venados en el bosque.

– ¡Voto a…!

– ¡Muchacho -le dije irónicamente-, estás blasfemando!

– ¡No es cierto!

– ¡Si lo es, te he oído! Tendrás que confesar tu pecado -repuse con malicia.

– Lo haré mañana a primera hora.

– Así me gusta. Pero sigamos, decías antes de mi interrupción que ellos no podían haber matado al rey porque estaban en lo alto del cerro.

– Y vos habéis dicho que no, que no se encontraban allí.

– Naturalmente. Si hubieran estado en el cerro no habrían podido matar al rey y, desde luego, lo hicieron.

– ¿Dónde estaban, pues?

Me arropé con mi abrigo y deseé que la dama D‘Hirson no se retrasara mucho.

– Primero, es fundamental aceptar la presencia del ciervo, pero no de un ciervo prodigioso, sino de un ciervo probablemente grande, de largas cuernas y domesticado, que hoy debe vagar en libertad por los mismos bosques que nosotros visitamos hace dos días. Auguste y Félix debieron atraparlo al poco de instalarse allí (debemos pensar que poco después de matar a Guillermo de Nogaret, que murió entre el papa Clemente y el rey Felipe), lo domesticaron, más o menos, y construyeron unas falsas cuernas de doce vástagos con los restos de las cornamentas de otros animales. No olvides que ellos se hacían cargo de la piel de los venados que cazaban los habitantes del bosque, y eso implica llevarse también las cabezas. Fabricaron, pues, las falsas cuernas de manera que engarzaran perfectamente en la cabeza del animal. Debieron también preparar algún artificio para que, en pocos segundos, esos cayados que usaban para caminar por la floresta se convirtieran en una cruz perfecta que encajase también entre los vástagos falsos. ¿Te imaginas el efecto? El rey ve al ciervo y lo sigue, separándose del grupo; a veces el animal desaparece de su vista en la espesura, pero vuelve a encontrarlo enseguida y continúa en su loca carrera que le separa más y más de su séquito. Es probable, y aquí nos movemos en terreno inseguro, que en algún momento Auguste o Félix ocultaran al animal en algún lugar elegido de antemano y que el rey tuviera que detenerse a la espera de verlo saltar de nuevo por algún lugar. Entonces aparece Auguste, o Félix, y le dice que él puede ayudarle a encontrar al ciervo. Le lleva de un lado a otro, diciendo que lo ve por allí o por allá, y el rey se deja guiar confiadamente, porque arde en deseos de cazar un venado tan raro cuya cornamenta deslumbrará a la corte. El animal reaparece de pronto y el rey, agradecido, le dice a nuestro amigo: «Pídeme lo que quieras», y él le contesta: «Vuestra trompa de oro», y el rey se la da. Ahora, sin que se dé cuenta, ha quedado aislado y listo para caer en la trampa. Corre tras el venado y, justo en el lugar donde más tarde apareció en el suelo, lo vuelve a perder de vista. Se detiene allí, atento, inmóvil y solo…, completamente solo. Entonces escucha un ruido, un crujir de hojas, y se vuelve raudo a mirar, y ¿qué es lo que ve? ¡Ah!… Aquí empieza la sugestión. Ve al dócil y domesticado animal tan inmóvil como él y tan cerca que casi puede escuchar su respiración, mostrándole su enorme cornamenta milagrosa en cuyo centro se distingue una gran cruz de madera, probablemente reluciendo bajo el sol gracias a una buena capa de resma. Y el rey se asusta, retrocede con su caballo, con seguridad le viene a la mente la maldición de Molay, que no ha conseguido olvidar (recuerda que él fue el último de los tres en morir, así que debía estar atemorizado esperando que le llegara el momento). De repente se siente enfermo; quiere llamar a sus compañeros de cacería pero su mano no encuentra la trompa en el cinto: se la había entregado al campesino. Y ya no puede pensar más, un fuerte golpe en la cabeza le derriba del caballo (recuerda también que la única señal de violencia que encontraron los médicos estaba situada en la nuca, en la base del cráneo, lo cual nos confirma que el ataque se realizó por una persona que estaba de pie en tierra), cae y comienza a desvariar: «La cruz, la cruz…» Auguste y Félix recuperan rápidamente sus bastones, desmontan la falsa cornamenta y liberan al animal; quizá echaron a correr hacia el cerro para enterrar allí los vástagos y para que, cuando el rey fuera descubierto más tarde, a ellos se les viera regresar desde aquella zona. Pero les preguntarían si habían visto algo.

– Y seguramente contestaron con naturalidad que sólo habían visto cómo el rey era atacado por el ciervo y cómo caía derribado del caballo, pero que, aunque gritaron para avisar, la distancia impidió que sus voces fueran escuchadas.

– Debimos examinar el lugar donde encontraron al rey.

– ¿Para qué? Después de tres años, Jonás, allí no queda nada. Además, la espesura habrá cubierto cualquier huella, aunque dudo que nuestros amigos dejaran alguna.

– Quizá -admitió no muy convencido-. ¡Mirad, por ahí viene un carruaje!

El faetón de Beatriz d‘Hirson se acercaba al Louvre silencioso como una sombra siniestra en la noche, bamboleando una pequeña linterna en el pescante. El cochero retrancó las caballerías frente a nosotros y yo me acerqué discretamente hasta el ventanuco de la portezuela que no lucía ningún escudo o divisa que pudiera servir para identificar al propietario. Sin asomarme, pregunté en voz baja:

– ¿Mi señora Beatriz d‘Hirson?

– Subid.

En cuanto Jonás y yo nos hubimos acomodado en el interior, el carruaje arrancó de nuevo. Dos mujeres nos esperaban dentro: una, la de mejores ropajes y con el rostro oculto por el amplio capuchón de un manto, era sin duda la dama a quien deseábamos ver; la otra, una jovencita con traza de criada, permanecía muda y amedrentada junto a su ama en un rincón del asiento.

– Quisiera pediros disculpas por la preocupación evidente que os he causado -dije a modo de saludo-. No debéis temer nada de mí, señora; jamás os pondría en peligro.

– No sé si creeros, señor De Born; la forma que tuvo vuestro joven amigo de hacerme llegar aquella carta no fue la más apropiada. He tenido que mentir mucho a mi señora Mafalda d‘Artois.

– Lo lamento. No encontramos otro recurso.

Sólo tres luces permanecían encendidas en París durante toda la noche: la del cementerio de los Inocentes, la de la Torre de Nesle y la del Grand Châtelet. Por debajo de alguna de ellas -o de cualquier otra que aquella noche estuviera encendida por casualidad- pasamos justo en ese momento y tuve ocasión de admirar el rostro de Beatriz d‘Hirson. Era ésta una mujer de edad avanzada, de unos cuarenta años aproximadamente, aunque todavía muy hermosa. Sus ojos, de un azul profundo y marino, tenían, sin embargo, un brillo helado y, cuando, más tarde, se retiró la capucha y nos volvió a iluminar la claridad de una luz -dimos vueltas y vueltas desde la Torre Barbeau hasta la poterna de St.-Paul, pasando, naturalmente, por la Torre de Nesle varias veces-, vimos que tenía el cabello teñido de rojo y que lo llevaba recogido en un moño con una redecilla bordada de perlas.

– Comprenderéis que no dispongo de mucho tiempo. He salido de palacio con un engaño y no sería conveniente que nadie me viera dando vueltas por París a estas horas de la noche.

Beatriz d‘Hirson no era, desde luego, una mujer de carácter agradable ni tampoco demasiado paciente.

– No os retrasaré.

El asunto era complicado; de aquella dama yo lo desconocía todo, y tampoco, por mucho que había reflexionado sobre ello a la luz de mis informes, disponía de un punto vulnerable por el cual situarla en la disposición más favorable para mí. Beatriz no era, como aquel miserable de François, o como la infeliz de Marie, una persona ignorante a quien se pudiera atrapar en una sencilla red de mentiras sabiamente aderezadas con algo de temor supersticioso o de relumbre nobiliario, y, aunque así fuera, yo no podía estar seguro. Por tanto, mi única posibilidad consistía en desarrollar una teoría moderadamente verosímil en la cual ella se sintiera sutilmente implicada, de forma que los gestos de su rostro, o mejor, los movimientos de su cuerpo, ya que viajábamos prácticamente a oscuras, y también los tonos de su voz me fueran guiando por el oscuro laberinto de la verdad. En este caso, mis únicas armas eran la intuición y un poco de mala voluntad.

– Veréis, señora, soy físico, y pertenezco a una escuela médica radicada en Toledo, en el reino de nuestro soberano Alfonso XI de Castilla. Recientemente llegaron a nuestras manos unos extraños documentos (perdonad que no pueda aclararos su procedencia, pues se verían involucrados muchos importantes caballeros francos), en los cuales se aseguraba que vuestro… amigo, el guardasellos del rey Felipe el Bello, Guillermo de Nogaret -hubo aquí una primera conmoción de telas en el vestido de mi señora Beatriz-, había fallecido de una muerte terrible: totalmente demenciado, entre gritos espantosos y vómitos de sangre, y retorcido por unos insoportables calambres que le enroscaban el cuerpo. Aquellos documentos venían acompañados por una carta, cuyos sellos impresionaron incluso a nuestros más notables profesores, en la que se nos pedía que informásemos de manera confidencial acerca de cuál podía ser la enfermedad que lo había matado y, en caso de no tratarse de una enfermedad, qué tipo de veneno era el que el asesino había utilizado. -Aquí hubo una segunda conmoción de telas, acompañada de un cambio de postura del cuerpo-. No me preguntéis, señora, a quién pertenecían los sellos de la carta porque, ni a vos os conviene saberlo, por vuestra cercanía a dicha persona, ni a mí revelároslo, por prudencia y para cumplir un juramento. Pero veréis, ni nosotros, ni los físicos de otras eminentes escuelas a quienes discretamente hemos consultado, han podido nombrar una dolencia que provoque esos síntomas y, en cuanto al veneno… Ni siquiera nuestros más expertos herbolarios (y os aseguro que Toledo no sólo tiene, como sabréis, los médicos más excelentes, sino también los mejores pharmacopolae) han podido determinar la sustancia mortífera. Por todo ello, mi escuela ha decidido enviarme a París por si aquí pudiera recoger alguna información que nos sirviera para responder adecuadamente a la petición de esa persona principal que antes os mencionaba.

Después de mi discurso tenía dos certezas: la primera -que ya sospechaba de antemano-, que la amante de Nogaret estaba al tanto de que, en la muerte del guardasellos había algo turbio, y dos, que ese algo turbio estaba relacionado con un veneno; ergo, Beatriz d‘Hirson sabía algo sobre el veneno que había matado a Nogaret.

– Bien, caballero De Born… -comentó la dama con voz neutra-. ¿Y en qué puedo ayudaros yo? Todo lo que habéis dicho me sorprende y acongoja sobremanera. No tenía idea de que hubiera podido morir envenenado ni, mucho menos, de que… alguien poderoso e importante de la corte de Francia tuviera interés en desvelarlo.

¡Ahí estaba el punto flaco, el talón de Aquiles, la puerta franqueable!

– ¡Oh, sí, mi señora! Y, como ya os he dicho, alguien muy, muy importante.

– ¿Alguien como el rey? -preguntó con voz insegura.

– ¡Por Dios, mi señora Beatriz, he hecho un juramento!

– ¡Muy bien, no os forzaré a incumplir vuestra palabra, caballero! -exclamó sin mucha convicción-. Pero, imaginemos, sólo imaginemos, que fuera el rey… -su voz tembló de nuevo-. ¿Para qué querría saber una cosa así después de tres años?

– No se me ocurre ninguna explicación. Acaso vos lo sepáis mejor que yo.

Calló unos instantes, sumida en la reflexión.

– Veamos… -dijo al fin-. ¿Quién os animó a entrevistaros conmigo? ¿Quién puso mi nombre a vuestra disposición?

– En uno de los documentos llegados a Toledo se afirmaba que vos fuisteis la primera persona en acudir a la cámara del guardasellos real cuando comenzaron sus gritos y que estabais a su lado cuando murió. Por eso pensé que quizá podríais facilitarme algún detalle, algo que, aunque a vos os pueda parecer insignificante, resulte vital para mi trabajo.

– Tengo oído -comenzó ella, que seguía mortificada por la identidad de esa «persona principal»-que el rey estaba preocupado por ciertos rumores que afirmaban que tanto su padre como Guillermo habían muerto a manos de los caballeros del Temple. ¿Conocéis la historia?

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