Iacobus - Asensi Matilde 11 стр.


– Todo el mundo la conoce, mi señora. El gran maestre de los templarios, Jacques de Molay, maldijo al rey, al papa Clemente y a vuestro amigo mientras ardía en la hoguera. Quizá Felipe el Largo quiera conocer la verdad sobre la muerte de su padre -dije admitiendo así, de manera indirecta, la identidad del misterioso personaje que tanto preocupaba a la dama.

– Y debe quererlo con muchas ganas o no habría enviado secretamente cartas y documentos hasta las escuelas médicas de Toledo.

– Así es -confirmé de nuevo, aumentando a propósito su angustia-. Y puesto que lo habéis adivinado, no voy a mentiros: no me extrañaría nada que, además de pedirnos a nosotros esos informes, hubiera solicitado alguna otra investigación.

Aquella noche, el corazón de la antigua amante de Nogaret no hacía otra cosa que saltar del fuego a la olla y de la olla al fuego. Hacia casi una hora que conversábamos en el carruaje; por muy grande que fuera Paris, los centinelas de la muralla acabarían por sospechar si seguían viéndonos pasar una y otra vez.

– Haremos un trato, sire Galcerán de Born. Si yo os facilito información para que elaboréis con éxito ese informe, ¿seríais vos capaz de jurar por el nombre de Nuestro Señor Jesucristo que me eximiríais de toda responsabilidad y que libraríais mí nombre de sospechas para siempre?

– ¡Le matasteis vos, mí señora Beatriz! -exclamé con muchos aspavientos, sabiendo como sabía que no era cierto.

– ¡No, yo no le maté! ¡Puedo jurarlo ante Dios! Pero tengo fundados recelos para sospechar que me utilizaron para matarle, y vuestra presencia aquí, y todo lo que me habéis contado, me llevan a creer que los verdaderos asesinos desean hacerme parecer culpable ante los ojos del rey.

– Juro por Dios, por la santísima Virgen y por mi propia vida -dije poniéndome la mano en el pecho, por si ella pudiera advertirlo-, que, si es cierto que vos no le matasteis, mi informe os librará para siempre de toda sospecha.

– Que Jesucristo os condene si incumplís vuestro juramento -apuntó con voz grave.

– Lo acepto, mi señora. Y ahora contadme, pues no debéis tener ya mucho tiempo y no quisiera dejaros sin conocer la verdad.

Beatriz d‘Hirson se aclaró la garganta antes de comenzar y dio una ojeada a la calle, tan negra como nuestro cubículo, levantando ligeramente la cortinilla de la portezuela.

– Vos, señor físico, no tenéis ni idea de las cosas que pasan en la corte, de los crímenes, las ambiciones y las luchas por el poder que se desarrollan cada día dentro de los muros de palacio… Guillermo era un hombre muy inteligente; él y el consejero Enguerrando de Marigny tenían toda la confianza del rey Felipe IV y podría decirse que gobernaban el país. Guillermo y yo éramos amantes desde la época de los enfrentamientos con Bonifacio VIII, desde que él regresó de Anagni, después de la liberación del Papa por la sublevación popular. ¡Qué tiempos…! Yo era entonces viuda reciente y él era el hombre más poderoso de la corte. -Suspiró con melancolía-. Luego vino el problema de los templarios. Guillermo decía que había que terminar con ellos porque eran un «Estado podrido dentro del Estado sano». El fue quien organizó toda la campaña contra la Orden, quien retuvo a Molay y quien realmente lo quemó en la hoguera. Aquel día… -Se quedó en suspenso un momento, pensativa-. El día de la muerte de Molay estaba enfermo de rabia. «Me matarán, Beatriz -me dijo totalmente convencido-, esos bastardos me matarán. Su gran maestre lo ha ordenado desde la pira antes de morir, y puedes estar segura de que no viviré más allá de un año.» Cuando el Papa pereció, el estado de salud de Guillermo, de salud mental me refiero, se deterioró mucho.

– ¿Qué le ocurrió?

– No dormía nunca, pasaba las noches en vela, trabajando y, como no descansaba, siempre estaba inquieto y de mal humor. Daba gritos por cualquier cosa. Ordenó que su comida y su bebida fueran catadas por un siervo, delante de él, para evitar que le envenenaran, y no salía jamás a la calle si no era protegido por una guardia personal de doce espadas. Además, los problemas en el reino eran muy graves por aquel entonces, había muchos escándalos en la corte por asuntos de desfalcos al Tesoro. Los nobles, los burgueses y los clérigos se oponían a la política fiscal del rey y se produjeron peligrosas alianzas entre Borgoña, Normandía y el Languedoc. Por si algo faltaba, los enfrentamientos por cuestiones de poder entre los miembros de la familia real eran cotidianos y, como remate final, el rey Felipe estaba incluso más preocupado que Guillermo por la maldición de Molay. Todo funcionaba mal -suspiró de nuevo-. Por fin, una noche de triste recuerdo para mi, me anunció que nuestra amistad debía terminar, que no podíamos seguir visitándonos, y yo, aunque protesté (algo que una dama no debe hacer jamás pero que yo hice), no tuve más remedio que callar cuando me aseguró que ya no me amaba y que había encontrado una nueva amiga más joven. -Un gemido ahogado se escapó de su garganta-. ¡Me negué a aceptarlo! Sabía que lo de su nueva amiga no era cierto, que Guillermo sólo deseaba mantenerme a salvo alejándome de él, así que no tuve más remedio que acudir a…

Y se quedó callada.

– ¿A quién acudisteis, señora? No os detengáis.

– Acudí a una hechicera que anteriormente había prestado muchos y buenos servicios a mi señora Mafalda.

– ¿Recurristeis a una hechicera…?

– Mi asombro no tenía límite-. ¿Vos?

– Sí, a una judía, una habitante del gueto, una mujer versada en las artes mágicas que había trabajado anteriormente para otras damas de la corte.

– ¿Y cuál era vuestra demanda?

– Quería algo que ayudara a Guillermo, que calmara sus atormentados nervios, que le ayudara a descansar y que le hiciera volver a mi lado.

– ¿Y qué os dio la hechicera?

– Primero quiso que le llevara una vela del aposento de Guillermo, y luego me dijo que le pidiera a mi señora Mafalda un pellizco de unas cenizas mágicas que tenían el poder sobrenatural de atraer al demonio.

– ¿Cómo es eso posible? ¿La suegra del rey en posesión de unas cenizas que atraen al demonio?

– Eran cenizas de la lengua de uno de los dos hermanos D‘Aunay, aunque presumo que no sabéis de quiénes os hablo.

– Pues no, no lo sé.

– Los hermanos D‘Aunay -susurró-fueron los amantes de Juana y Blanca de Borgoña.

– ¡Las esposas del rey Felipe el Largo y de su hermano Carlos, las hijas de Mafalda d‘Artois!

– En efecto. Los hermanos D‘Aunay murieron en la hoguera por haber sido amantes de la reina y de su hermana. Mi señora Mafalda recogió de la pira, por indicación de la hechicera, la lengua a medio quemar de uno de los hermanos, y luego la redujo a cenizas para conjurar con ellas al demonio. Parece que esas cenizas son muy poderosas y que consiguen que el Maligno conceda todo lo que se le pide. Mi señora Mafalda me regaló una pizca, y eso, junto con la vela de la cámara de Guillermo, fue lo que le llevé a la hechicera. Me dijo que pasara al día siguiente, que me entregaría la candela conteniendo ya el conjuro, y que sólo debía volver a colocarla en su sitio y esperar que surtiera efecto.

– Y eso fue exactamente lo que hicisteis.

– Cierto, por desgracia, pues esa misma noche Guillermo murió.

Beatriz d‘Hirson comenzó a llorar acongojadamente. Su criada le tendió un pañuelo para que se secara los ojos, pero ella lo despreció. Aquélla era una mujer curtida en mil batallas cortesanas, no menos peligrosas que cualquier combate entre ejércitos enemigos, pero, tres años después de su muerte, el recuerdo del hombre al que había estimado todavía la hacía llorar como una doncella enamorada. Indudablemente, el veneno que había matado a Nogaret estaba oculto en la vela; quizá se tratara, en vista de que no había sido ingerido sino quemado, de algún compuesto sulfúrico, de algún derivado gaseoso del mercurio, pero no estaba seguro; necesitaba consultar algún electuario de venenos y contravenenos o, mejor todavía: necesitaba consultar a la propia hechicera.

– ¿Creéis que la judía os dio la vela envenenada?

– Por supuesto. Estaría dispuesta a jurarlo.

– ¿Y por qué no la denunciasteis, por qué no contasteis la verdad?

– ¿De veras pensáis que alguien me hubiera creído? Con razón venís de un reino tan bárbaro como el de Castilla. Escuchad, señor físico, prestad mucha atención a lo que os voy a decir: la persona que mató a Guillermo fue la misma que me dio las cenizas. ¡Y que Dios me perdone por lo que acabo de decir!

– ¿Mafalda d‘Artois?

– ¡Basta -gritó-, se acabó la conversación! No diré ni una palabra más. Vos ya tenéis lo que queríais. Espero que cumpláis el sagrado juramento que habéis hecho por vuestra vida ante Dios y ante la Santísima Virgen.

Beatriz d‘Hirson se equivocaba; yo no tenía aún todo lo que quería. A pesar del largo camino recorrido para llegar hasta allí, todavía no disponía de pruebas que presentar a Su Santidad respecto a las muertes que me había mandado investigar. Las posibilidades de encontrar el rastro de los médicos árabes de Aviñón y de los campesinos libres de Rouen eran inexistentes, pero aquella judía existía, estaba en algún lugar del gueto, y, por descontado, había conocido a los asesinos de Nogaret.

– Lo cumpliré, señora, no sintáis temor. Pero necesito algo más, sólo un poco más para resolver este enigma y poder libraros para siempre de cualquier acusación. Decidme cómo se llama la hechicera y dónde vive.

– Con otra condición -repuso Beatriz-. Que no le digáis que yo os envío; si se lo dijerais, mi señora Mafalda estaría enterada mañana mismo a primera hora, y podríais desencadenar una serie de acontecimientos en los que vuestra propia vida podría correr peligro. ¡No olvidéis nunca el poder de Mafalda d‘Artois! La vida para ella sólo tiene un objeto: ver a sus futuros nietos coronados como reyes de Francia, y por ello sería capaz… Por ello ha sido y es capaz de cualquier cosa.

– Estad tranquila a ese respecto, mi señora Beatriz. Sé que no me conocéis lo suficiente para confiar en mí y, sin embargo, lo habéis hecho, y sé que sólo contáis con mi juramento para vivir tranquila de ahora en adelante. Pues bien, sabed que también os juro completo silencio sobre vos cuando esté con la hechicera y que no deseo que perdáis ni una hora de sueño tranquilo por temor a mis palabras: jamás hablaré, y tampoco lo hará mi joven compañero.

– Gracias, sire Galcerán. Espero que cumpláis vuestra palabra, eso es todo.

La dueña golpeó con la mano el techo del carruaje y éste se detuvo en mitad de la noche.

– El nombre, mi señora Beatriz, el nombre de la hechicera -le urgí viendo que Jonás y yo debíamos bajarnos.

– ¡Ah, sí!… Sara, se llama Sara. Vive en lo que queda del barrio judío después de la expulsión, en la calle de los plateros. Preguntad por ella. Todo el mundo la conoce.

Instantes después el carruaje se alejaba de nosotros, dejándonos abandonados en mitad del Quai des Celestins. Debía faltar una hora u hora y media para completas, y hacía un frío muy desagradable.

– Volvamos a la hostería, sire -me pidió Jonás rechinando los dientes-. Tengo frío, tengo hambre y tengo sueño.

– Pues lo siento por ti, muchacho, pero todavía tardarás un poco en calentarte al fuego, en cenar y en tumbarte en el jergón -le avisé utilizando el mismo orden en que él había presentado sus necesidades-. Antes que nada vamos al barrio judío, y me temo que la noche va a ser muy larga.

Me miró con los ojos desorbitados.

– ¿Al barrio judío?

No hallé ninguna diferencia entre las callejuelas limpias, estrechas y aromáticas (canela, orégano, clavo…) del gueto de Paris y las de las aljamas castellanas que había conocido en mi juventud, o incluso las de los calls de Aragón y Mallorca que había visitado durante mi infancia. Caminábamos alumbrados por la azulada luz de la luna, completamente perdidos entre hileras de casuchas apiñadas unas con otras, deshabitadas la mayoría, confiando en que, antes o después, alguien terminara por asomarse a una puerta o a una ventana para poder preguntarle por la casa de Sara la hechicera. Los judíos habían sido expulsados en 1306 de todos los reinos de Francia, pero siempre persistían grupos de rezagados que terminaban por adaptarse a las nuevas condiciones.

Justo cuando dejábamos la ruinosa sinagoga a nuestra derecha y nos internábamos hacia lo que parecía el auténtico corazón del barrio judío, tropezamos con un anciano que salía de una vivienda en ruinas y que nos miró atemorizado.

– «Bendito sea el Señor por siempre, amén» -le dije en hebreo. Este versículo del salmo es algo parecido a un saludo ritual entre judíos, una fórmula de reconocimiento que el viejo acogió de inmediato con agrado.

– «Bendito sea por siempre, amén» -me respondió esbozando una amable sonrisa-. ¿Qué buscáis por aquí, gentiles, a estas horas?

– Buscamos la casa de Sara, la hechicera. Quizá tú puedas ayudarnos.

– Pues no busquéis más. Su puerta es aquélla, la que está cubierta por un pequeño toldo. Sara ha debido olvidarse esta noche de quitarlo.

– Que la paz sea contigo -me despedí.

– ¿Era hebreo esa lengua que hablabais con el judío? -me preguntó Jonás en cuanto nos hubimos alejado unos pasos del anciano.

– En efecto.

– ¿Y por qué conocéis vos la lengua hebrea?

– ¡Ay, Jonás, Jonás…! ¡Cuántas cosas quieres saber antes de tiempo! Mira, ésta es la calle de los plateros, en efecto, ¿ves los dibujos de las paredes? Llamemos a la puerta. Tuve que golpear varias veces la madera antes de que alguien se dignara a abrir. Una mujer de edad indefinida -no se veía bien en la oscuridad-, cubierta por una túnica negra desceñida sobre la que llevaba un mandil de cuero, se asomó por un resquicio.

– ¿Qué queréis? -preguntó con rudeza.

– Queremos hablar con Sara, la hechicera.

– ¿Para qué?

– Necesitamos su ayuda.

– ¿Quién os envía?

– Un comerciante muy satisfecho con un antiguo trabajo que hizo para él.

La mujer nos observó con curiosidad durante unos segundos que se hicieron eternos y terminó por abrir la puerta y franquearnos el paso.

– Entrad, pero no se os ocurra tocar nada.

Al principio, sus extraños y abundantes cabellos blancos, que le caían sueltos sobre los hombros, me confundieron por unos instantes al estimar su edad, pero pronto me di cuenta que no se trataba, ni mucho menos, de una anciana, ya que no debía tener aún los treinta años. Me fijé que iba con los pies descalzos sobre el frío suelo y, cuando se giró para dejarnos paso, observé a la luz de las velas que su piel era blanca como la leche y que estaba cubierta por una constelación de pecas y lunares de todos los tamaños, tonalidades y formas. Los tenía a cientos por todas partes, incluso en los pies. Era la mujer de belleza más extraña con la que había topado en mi vida.

Inesperadamente, la estancia en la que entramos me conmovió: buscando, sin duda, lograr la apariencia de un lugar en el que se practicaba la hechicería, aquella misteriosa Sara la había decorado exageradamente con los elementos más absurdos que se pueda imaginar. Por más que yo buscaba con la mirada, aparte del caldero en el que bullía un brebaje espumoso, no podía encontrar las genuinas señales de los verdaderos brujos. En una de las paredes se hallaba dispuesto un altar en el que ardía el fuego de varios cirios y, entre ellos, decenas de cuencos, vasos, jarras, vasijas, tazones y cálices de mil colores y envergaduras contenían sustancias líquidas, sólidas, granuladas, muertas e, incluso, vivas, de variada procedencia: mercurio, raíces, azufre, gusanos, semillas, flores, extraños jugos, piedras, arena, picos y patas de aves, hierbas… Otra de las paredes reproducía en grandes dimensiones un gran círculo mágico con un hexagrama azul en su centro, en cuyas puntas, a su vez, brillaban seis estrellas doradas. Así, claro, a la fuerza le tenía que sobrar uno de los siete días de la semana: en el exterior del círculo, siguiendo idealmente los radios del hexagrama, había dibujado los símbolos de la Luna (lunes), de Marte (martes), de Mercurio (miércoles), de Júpiter (jueves), de Venus (viernes) y de Saturno (sábado), pero no había tenido estrellas suficientes para añadir el Sol (domingo). Para ello hubiera necesitado un heptagrama, y ya no hubiera sido exactamente lo mismo.

Назад Дальше