Iacobus - Asensi Matilde 9 стр.


– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Jonás atemorizado.

– Tranquilízate, muchacho. No es más que un leñador. Vamos en su busca, pues quizá sea él la persona que necesitamos. Espoleamos los caballos y los pusimos al galope para acercarnos con rapidez hasta el claro de la arboleda desde donde procedían los golpes. Un viejo, contrahecho y jorobado, de unos sesenta años, atacaba los restos de un tronco con poca fortuna; se le veía cansado y sudoroso, y me pareció, por el tinte cerúleo de su piel, que no le quedaba mucho tiempo de vida. Un enorme rodal húmedo se destacaba en la entrepierna de sus calzones, delatando una incontinencia de orina que mi olfato advirtió aun sin haber desmontado. Al vernos llegar, se irguió todo lo que su giba le permitía y nos miró desconfiadamente.

– ¿Qué buscáis por estos pagos? -nos espetó a bocajarro con voz ruda y áspera.

– ¡Extraño saludo, hermano! -exclamé-. Somos hombres de bien que hemos errado el camino sin querer y que, al escuchar vuestros hachazos, creímos haber hallado nuestra salvación.

– ¡Pues os equivocasteis! -rezongó volviendo a su tarea.

– Hermano, por favor, os pagaremos bien. Decid, ¿por dónde se sale de este bosque? Queremos volver a Paris.

Levantó la cabeza y pude ver una nueva expresión en su rostro.

– ¿Cuánto pagaréis…?

– ¿Qué os parecen tres escudos de oro? -propuse, sabiendo lo exagerado de la oferta; quería parecer desesperado.

– ¿Por qué no cinco? -regateó el muy ladrón.

– Está bien, hermano, os daremos diez, diez escudos de oro, pero por ese dinero queremos también un vaso de vino. Estamos sedientos y cansados después de dar tantas vueltas.

Los ojillos del chalán brillaban como cuentas de vidrio bajo la luz del sol; se hubiera muerto del disgusto si hubiera sabido que estaba dispuesto a llegar hasta los veinte escudos; pero su codicia le había traicionado.

– Dadme el oro -exigió tendiéndome la mano-. Dadme el oro.

Me acerqué hasta él con el caballo y me incliné para dejar en su mano negra los escudos, que sujetó con avidez.

– Si volvéis por donde vinisteis, tomando siempre la senda de la derecha, llegaréis a la carretera de Noyon.

– Gracias, hermano. ¿Y el vino?

– ¡Oh, si…! Veréis, aquí no tengo, pero si seguís una milla hacia allá -dijo señalando hacia el norte- encontraréis mi casa. Decidle a mi mujer que vais de mi parte. Ella os atenderá.

– Que Dios os lo pague, hermano.

– Ya lo habéis pagado vos, caballero.

– ¿Por qué tratáis con tanta cortesía a un vulgar siervo? -me preguntó Jonás en cuanto nos alejamos lo suficiente para no ser oídos-. Ese hombre es un esclavo, aunque sea esclavo del rey, y, además, un ladrón.

– No soy partidario de establecer diferencias por la condición que impone el nacimiento, Jonás. Dios Nuestro Señor era hijo de carpintero y la mayoría de sus Apóstoles no pasaban de humildes pescadores. La única desigualdad posible entre los hombres es la bondad y la inteligencia, aunque debo reconocer que, en este caso, no brillaban ni la una ni la otra.

– ¿Entonces?

– Si le hubiera tratado con la insolencia que merecía, me hubiera sacado igualmente los diez escudos, pero no estaríamos ahora camino de su casa. La suerte nos acompaña, Jonás: no olvides que una mujer, por muy grosera que sea, y, especialmente si se pasa la vida encerrada en una covacha en mitad de un bosque, siempre es más amable y más dada a la conversación.

Encontramos a la dueña sentada a la puerta de la choza, despatarrada sobre una silla de paja y madera, bebiendo de una jarra. La cabaña era cochambrosa, miserable, mugrienta e inmunda… exactamente igual que la dueña, una mujer que en algún momento, aunque pareciera imposible, debía haber tenido dientes y pelo. Vi un gesto de repugnancia en la cara de Jonás y pensé que, como él, por mi gusto me alejaría de allí a uña de caballo. Pero ella, o cualquiera como ella que viviera en la zona, tenía que proporcionarme la información que necesitaba.

– ¡Que la paz de Dios esté con vos, señora! -grité cuando nos acercábamos.

– ¿Qué queréis? -preguntó sin inmutarse un ápice.

– Nos envía vuestro marido, a quien hemos pagado diez escudos de oro, para que nos deis un poco de vino antes de seguir camino hasta París.

– Pues bajad de los caballos y serviros, aquí mismo tengo una jarra.

Jonás y yo desmontamos, atamos los caballos a un árbol y nos dirigimos hacia la mujer.

– ¿Seguro que le habéis pagado diez escudos de oro?

– Así es, señora, pero como veo que desconfiáis, aquí os entrego un escudo más para vos. Nos hemos perdido en el bosque y, si no fuera por las indicaciones de vuestro marido, no podríamos salir nunca de estos contornos.

– Sentaos y bebed -dijo señalando unos bancos de madera-. El vino es bueno.

En realidad, el vino era asqueroso, con un agrio sabor a vinagre viejo, pero ¿qué otra cosa serviría de excusa para entablar conversación?

– ¿Y qué hacéis por aquí? Hacía mucho tiempo que nadie de la ciudad se acercaba hasta Ponç-Sainte-Maxence.

– Mi joven amigo y yo somos coustilliers del rey Felipe el Largo, a quien Dios cuide muchos años.

La mujer no me creyó.

– ¿Cómo podéis ser coustillier del rey si no sois francés? Vuestro acento es… raro, de ninguna parte.

– ¡A fe que tenéis razón, señora! Veo que sois una mujer inteligente. Mi madre era francesa, hija del conde Brongeniart, de quien seguramente habréis oído hablar porque fue consejero de Felipe III el Atrevido. Mi padre, en cambio, era navarro, súbdito de la reina Blanca de Artois, a quien acompañó en su huida cuando, escapando de las ambiciones aragonesas y castellanas sobre Navarra, huyó a París en compañía de su pequeña hija Juana. Esta vieja historia es conocida por todos. Cuando mi madre murió, mi padre regresó a su tierra llevándome consigo. Hace muy poco tiempo que volví, pero el rey tuvo a bien nombrarme coustillier de su gabinet por ser un Brongeniart.

La vieja estaba deslumbrada por tanto nombre de alta alcurnia, y yo terminé mi discurso bebiendo un trago de aquel vinagre con el aire candoroso y distraído de alguien que ha contado algo tan cierto y tan evidente que no hay nada más que hablar.

– Y decidme, sire, ¿qué os ha traído por este bosque?

– Veréis, señora, el papa Juan ha solicitado del rey un informe completo sobre la muerte de su padre, el rey Felipe IV el Bello, porque no sé si sabréis que, cuando fue encontrado por estos pagos después del caer del caballo, sólo decía dos palabras: «La cruz, la cruz…», y el Papa está interesado en canonizarle, lo mismo que Bonifacio VIII canonizó en 1297 a Luis IX, bisabuelo de nuestro rey actual. Ahora bien, señora, dejadme que os confiese un secreto… -y bajé la voz como si en lugar de encontrarnos en mitad de un umbrío bosque estuviéramos en una feria de ganado o en una plaza pública-: El rey no quiere que su padre sea elevado a los altares, ¡faltaría más que tuviera que cargar para siempre ante la historia con el peso de un bisabuelo y un padre santos…! Siempre saldría mal parado en cualquier comparación.

– ¡Cierto, cierto…! -confirmó con entusiasmo la arpía.

– Así que, en lugar de enviar a la guardia real o a los obispos o a los consejeros, el rey nos ha enviado a nosotros, dos coustilliers, para que investiguemos los hechos que rodearon la muerte de su padre, pero advirtiéndonos encarecidamente que encontremos en ellos algo que sirva para tirar por tierra los deseos del papa Juan. Por eso necesitamos encontrar a alguien que sepa exactamente qué pasó aquel día, que tenga todos los detalles y que, por un poco de dinero, esté dispuesto a hablar. ¿Sabríais vos de alguien así?

– ¡Yo misma, sire!

– ¿Vos, señora, cómo es posible? -pregunté sorprendido.

– Mi marido y yo lo sabemos todo, ¿no veis que en este bosque no puede pasar nada sin que nos enteremos los diez o quince siervos que en él vivimos?

– ¡Ah, esto sí que es interesante! Mira, Jonás, esta mujer es la persona que buscábamos. ¿Cómo os llamáis, señora?

– Marie, sire, Marie Michelet, y mi marido, Pascale Michelet.

– Pues ved que aquí os entrego cinco escudos de oro, que con el que os di antes y los diez que entregué a vuestro marido, son una pequeña fortuna.

– ¡Y a mí qué! -aulló enfadada-. Lo que le disteis a mí marido fue por el vino y las indicaciones, y lo que me disteis a mi al llegar fue porque os dio la gana. Por cinco escudos de oro no sé si lo recordaré todo.

– Pero mirad, Marie, que no traigo más y que lo que os he dado soluciona vuestra vida para siempre -protesté-. Bien… Tenéis razón. Quizá vuestra información contenga algún detalle importante que merece ser pagado con generosidad. Tomad, pues… Estos son mis últimos cuatro escudos. Veinte traía y ninguno me llevo.

– Podéis preguntar lo que queráis -afirmó la vieja Marie cogiendo avariciosamente las monedas; me dije a mí mismo que la miseria engendra miseria y que, quizá, si aquella misma mujer hubiera nacido en una familia distinguida, podría haber sido hoy una dama generosa y elegante, madre y abuela respetada, y, con toda probabilidad, desdeñosa del dinero.

Marie contó que aproximadamente un mes antes del día del accidente, dos campesinos libres que vagaban en busca de trabajo, se habían instalado en las cercanías de Ponç-Sainte-Maxence y, a falta de otra cosa, ayudaban a los hombres del bosque cortando leña y, de vez en cuando, si alguno cazaba algún venado, «aunque esto, sire, no lo digáis, porque ya sabéis que es un delito matar a los animales del rey», ellos se encargaban de curtir la piel y de fabricar calzas y camisas y fundas para dagas con el cuero. Aquellos dos campesinos libres se llamaban Auguste y Félix, y eran de Rouen, y ellos fueron quienes avistaron el ciervo, «un ciervo enorme, sire, un ciervo alto como un caballo, con un pelaje brillante y unas cuernas enormes, de doce vástagos».

– ¿Lo vio alguien más, Marie?

– ¿A quién, rediós?

– Al venado, ¿lo vio alguien más aparte de Auguste y Félix?

– No sabría deciros… -La vieja hacía memoria con esfuerzo; parecía lista y despabilada (el hambre despabila al más tonto), pero su vida había sido dura y la mente no era, precisamente, la parte de su cuerpo que más había ejercitado-. Si, creo que sí, pero no estoy segura. No recuerdo bien si el hijo de Honoré, un leñador que vive más al norte, dijo que también lo había visto, o que le había parecido verlo…, no se.

– Está bien, no preocuparos. Seguid.

Auguste y Félix estaban entusiasmados con el animal. Le seguían por el bosque día y noche, pero no lo cazaron; ellos nunca cazaban y, además, dijeron que un animal así merecía morir a manos de un rey. Cuando Felipe el Bello se presentó con su séquito aquel día, fue Pascale quien le habló del ciervo y quien le contó las maravillas que los de Rouen habían contado sobre el animal.

– Y el rey, entonces, se lanzó entusiasmado en pos del venado de cuernas milagrosas.

– ¡Ji, ji, ji! ¡Ya lo creo! ¡Y se mató!

– Y ¿dónde estaban aquel día Auguste y Félix?

– Dijeron que no querían perderse la cacería y que subirían a aquel cerro. -Y lo señaló, a su derecha, con un dedo grueso, sucio y sarmentoso-. A aquél, sí, ¿lo veis?, para observarlo todo desde lo alto.

– ¿Iban armados?

– ¿Armados Auguste y Félix…? ¡Quia! Ellos nunca iban armados, ¿no os he dicho ya que no cazaban jamás?

– Pero sabían hacer vainas para puñales.

– ¡Y muy bien, por cierto! En la casa debo tener alguna, ¿queréis verla?

– No, no será necesario.

– Auguste y Félix no subieron armados al cerro. Aquel día sólo portaban sus cayados, que les servían para caminar mejor por el bosque y para abrirse paso entre los matorrales.

– ¿Y los perros, Marie, porque no estaban con el rey cuando fue atacado por el ciervo?

– El rey corría más que los perros.

– ¿Tan rápido iba?

– ¡Volaba! La jauría siempre va delante indicando el camino que sigue la presa, pero el rey creyó ver al ciervo en otra direcciónn, y se separó del grupo.

– ¿Y la trompa, por qué no hizo sonar la trompa cuando se perdió y le atacó el ciervo?

– No la llevaba.

– ¿No la llevaba? -me sorprendí-. Ningún cazador sale al campo sin su trompa.

– Así es, y el rey tenía una muy bonita atada al cinto, yo la vi. Era de tamaño mediano, de oro puro y piedras preciosas. ¡Debía valer una fortuna!

– ¿Y cómo es posible que después no la llevara?

– ¡Yo qué sé!… Sólo sé que Pascale estuvo una semana buscándola por la zona donde el ciervo embistió al rey porque decía que cuando le encontraron en el suelo gritando «La cruz, la cruz…», la trompa no estaba y que ya no debía llevarla encima cuando fue atacado porque no había llamado a sus compañeros. Ellos lo juraron.

– Pascale la buscaba para devolverla, naturalmente -comenté con soma.

– Naturalmente… -masculló Marie.

– Sólo quiero saber una cosa más, Marie. ¿Dónde están ahora Auguste y Félix?

– ¡Huy qué pregunta! ¡Eso no lo saben ni ellos!

– ¿Por qué? -quiso saber Jonás.

– Porque se marcharon a buscar trabajo en otra parte. Se quedaron por aquí hasta la Pascua y luego volvieron a Rouen. Poco después empezó el hambre. La gente se moría como los perros, peleándose por un bocado de pan. Nos visitaron un par de veces más, durante un año o así, y luego dijeron que se iban a buscar trabajo en Flandes, en las fábricas de telas. No hemos vuelto a saber de ellos -Marie se arrellanó cómodamente en su asiento de madera y paja, dando por terminada la conversación-. ¿Habéis encontrado lo que buscabais para complacer al rey?

– Si -respondí poniéndome de pie; Jonás me imitó-. Le diré que me habéis ayudado satisfactoriamente.

La vieja, desde su asiento, nos contempló a ambos con curiosa atención.

– Si no fuera por lo que habéis… diría…

Zanjé el asunto bruscamente. Yo, que me precio de ser tan sublime en mis mentiras, me comporto como un aprendiz cuando las cosas se salen del ámbito de lo acostumbrado.

– ¡A caballo, Jonás! ¡Adiós, Marie, os deseo que disfrutéis de vuestro dinero, es un dinero que habéis ganado gracias al Papa!

Dos días después de que Jonás entregara mi carta a Beatriz d‘Hirson -de aquella manera tan sumamente discreta y moderada-, llegó por fin su respuesta de la mano de un viejo criado que temblaba, al entregármela, como una hoja sacudida por un vendaval. Viéndole escapar escaleras abajo con la rapidez de un muchacho, deduje que su miedo, por otra parte injustificado, debía ser un pálido reflejo del que había visto en su dueña al recibir de ella la nota que ahora estaba en mis manos.

Aquel día me sentía cansado y con un ligero sabor amargo en algún lugar del alma que no era capaz de identificar, así que eché a Jonás a la calle -que se marchó muy contento, libre como los pájaros y con ganas de aventura-, y me senté cómodamente, con los ojos entrecerrados y todo el cuerpo en actitud de meditación, para intentar aclarar los pensamientos y los sentimientos que se agitaban en mi interior desde hacia tiempo sin que les prestase atención. Había olvidado por completo mis estudios de la Qabalah -el Sefer Yetzirah, el Libro de la Creación, y el Zobar, el Libro del Esplendor-, había olvidado también el desarrollo de mi vida interior, de mi espíritu, la comunicación con la Deidad… Y me sentía agitado y atormentado por recuerdos del pasado, lo mismo que un castillo sitiado por un poderoso ejército de fantasmales mesnadas. Necesitaba un poco de paz. Me concentré, primero, en mi respiración, y luego en mis atormentadas emociones. Ahora estaba en casa. Serénate, Galcerán, tienes que recobrar el sosiego, me dije, no es propio de ti dejarte atrapar por estas amarguras. Podrás encontrar la paz en cuanto regreses a Rodas, en cuanto subas de nuevo las laderas del monte Ataviro, en cuanto descanses en las playas de fina arena escuchando el ruido del mar del Dodecaneso… Pero, para volver a Rodas, tienes que acabar cuanto antes con este trabajo que te ha encomendado Su Santidad y dejar a Jonás en Taradell, con sus abuelos. Entonces te recuperarás a ti mismo y volverás a estar tranquilo.

Назад Дальше