Iacobus - Asensi Matilde 12 стр.


En fin, abreviaré mencionando que había un candelabro judío de siete brazos junto a un atanor de alquimista, una piel de serpiente junto a un pez-lobo flotando en un frasco, y un caldero para transmutaciones mágicas bajo una cruz ahorquillada en forma de U. Cortinajes brillantes y, sobre una rama de olivo, un grajo negro y vivo, y una blanca calavera, completaban el escenario.

Jonás no salía de su asombro mirando aquellos objetos incomprensibles para él, y un cierto temor infantil le hacia pegarse a mi costado más de lo normal. La hechicera se sentó en una silla, detrás de un pequeño altar cubierto por un mantel sembrado de puntos dorados, y nos indicó con un gesto de su mano que tomáramos también asiento en dos taburetes que se encontraban a nuestras espaldas.

– Os escucho. ¿Qué es lo que deseáis de mí? -preguntó.

– No me andaré por las ramas -comencé, llevando mi mano lenta y ostentosamente hasta la empuñadura de mi larga espada de doble filo-. Necesito sin tardanza una información que sólo vos poseéis y estoy dispuesto a cualquier cosa con tal de conseguirla.

– ¡Valiente majadero! -exclamó ella echándose para atrás divertida; sus ojos y sus labios sonrieron con ironía-. No me importa que seáis burgués, caballero, noble o el mismísimo rey de Francia; sois un majadero, sire. Intentáis amedrentarme con el gesto de fuerza propio de un niño. Pero, mirad, estoy dispuesta a consentiros estas brabuconadas en mi casa si pagáis el precio que os pida por lo que sea que hayáis venido buscando.

Debo reconocer que me desconcertó. Por supuesto que no había pensado en ningún momento utilizar de veras mi arma, pero había creído que ese gesto la atemorizaría lo suficiente para colocarla en una posición vulnerable durante nuestra conversación. Me había equivocado; la había creído menos astuta de lo que era. Ella aprovechó mi desconcierto.

– Hablad de una vez. ¿Acaso queréis pasar aquí toda la noche?

– No lidiemos más, hechicera, acepto mi derrota -dije, y sonreí amistosamente con toda la gentileza que pude, llevando a cabo un rápido cambio de táctica. Sus rasgos semitas (ojos negros y pequeños, nariz aquilina, frente amplia) se conjugaban armoniosamente con esos otros rasgos sorprendentes (pelo blanco, piel lechosa e incontables lunares, pecas y lupias). Lo cierto es que la hebrea señoreaba una turbadora belleza. Me pillé a mí mismo disfrutando con estos pensamientos pecaminosos que iban contra mi voto de castidad, que me prohibía el trato con mujeres, y tuve que hacer un enorme esfuerzo para alejarlos de mi mente. Entonces ella me miró largamente con desprecio y me volvió a desconcertar. Reaccioné a marchas forzadas-. Bien, veréis, he sabido que fuisteis vos quien preparó la vela envenenada que terminó con la vida de Guillermo de Nogaret.

No despegó los labios. Continuó mirándome despectivamente sin inmutarse.

– ¿Me habéis oído o es que sois sorda?

– Os he oído, ¿y qué? ¿Acaso pretendíais que me echara a llorar o que gritara de espanto?

En ese momento el grajo chilló: «¡Que gritara de espanto, que gritara de espanto!», y Jonás pegó tal brinco en su taburete que casi se cayó redondo al suelo.

– ¡Esto es cosa del diablo, sire! -exclamó arreglándose la ropa. -Vuestro joven hijo no es muy valiente que digamos… ¡Mira que asustarse de un pájaro!

Ahora fui yo quien dio un respingo delator. ¿Aquella maldita mujer no sería bruja de verdad? Estaba empezando a preocuparme.

– Jonás no es mi hijo, señora, es mi escudero, y, si no os importa, me gustaría volver a nuestro asunto, que me parece mucho más importante que vuestros comentarios y los comentarios de vuestro grajo.

– Ya os dije que os estaba escuchando.

– Muy bien, lo haremos a vuestra manera. ¿Preparasteis vos el veneno que mató a Guillermo de Nogaret?

– ¿Y por qué debería responder a esa pregunta?

– ¿Cuántas monedas queréis por la respuesta verdadera?

– ¿Escudos de oro o florines papales? -preguntó ladinamente.

– Escudos de oro.

– Dos.

– Muy bien. ¿Preparasteis vos el veneno que mató a Guillermo de Nogaret?

– No, yo no lo preparé. Y ahora dejad sobre la mesa los dos escudos.

Solté la bolsa de las monedas de mi cinto para que pudiera verla bien y puse cuatro escudos sobre el mantel de puntos dorados.

– Si no fuisteis vos, ¿quién fue?

Se quedó pensativa un momento, mirando el dinero con avidez, pero frenada por algo invisible.

– Coged dos de esos cuatro escudos, sire. Esa pregunta no la responderé.

– Está bien, la formularé de otra manera dentro de un rato.

Ella sonrió, arqueando las cejas con escepticismo, pero no dijo nada.

– ¿Trabajáis para Mafalda d‘Artois?

– Trabajo para mucha gente, pero si lo que queréis saber es si tengo con ella algún compromiso especial, la respuesta es no. Todos los que vienen aquí terminan pensando, no sé por qué, que estoy a su servicio -y se rió-, pero no es cierto. Yo no tengo amos ni dueños, así que repito la respuesta: no, no trabajo para Mafalda d‘Artois; he hecho algunos favores a esa dama y ella me los ha pagado generosamente, pero nada más.

Yo iba dejando sobre la mesa dos escudos por cada respuesta.

– Entre esos favores de que habláis, ¿estaba el de envenenar a Guillermo de Nogaret?

– No. Mafalda d‘Artois sabe mucho más sobre venenos que yo misma y no me hubiera necesitado para eso; ella sola habría podido hacerlo perfectamente. De hecho… Pero ¿es que no conocéis los acontecimientos más recientes de Francia, sire? -inquirió muy sorprendida-. No, ya veo que no. Claro, vos no sois francés. ¿De dónde sois? -Yo moví negativamente la cabeza-. ¡Ah, no me lo queréis decir! Bien, no es necesario, por vuestro acento diría que nacisteis al otro lado de los Pirineos, en alguno de los reinos de España, pero seguramente hace mucho tiempo que no vivís allí. Vuestra lengua habitual debe ser, dejadme adivinar, el… latín, sí, el latín. ¿Es que sois un monje camuflado? Decídmeloo, por favor, quiero saber si he acertado.

Y arrastró hacía mi dos de los seis escudos que tenía delante de ella. Me hizo gracia el juego y los cogí.

– Habéis acertado en todo -dije.

– Así que monje -sonrió-. Pero no un monje de convento ni un clérigo de iglesia. ¿Qué tipo de monje podéis ser? Alguien presto a sacar la espada -comenzó a enumerar-, alguien que pregunta sobre secretas intrigas palaciegas, alguien que viaja con un escudero… Sin duda, debéis pertenecer a alguna Orden Militar. ¿Sois templario? ¿Quizá hospitalario?

Arrastró otros dos escudos de oro hacia mí.

– Pertenezco a la Orden de Montesa, señora.

– ¿Montesa? No sé, no recuerdo haberla oído nombrar.

– Es una Orden creada recientemente por el rey Jaime II de Aragón en el reino de Valencia.

– ¡Ajá!… Bien, entonces estos dos escudos no los habéis ganado -y los recuperó atrayéndolos hacia ella-. No sabéis mentir, sire.

– Ahora me toca a mi -observé escamado-. ¿Vino a vuestra casa la dama de compañía de Mafalda d‘Artois, Beatriz d‘Hirson, para pediros algo que hiciera regresar a su lado a su amante Guillermo de Nogaret?

– Si. Vino -afirmó, ratificando sus palabras con un gesto de la cabeza-. Quería un hechizo que devolviera la paz al guardasellos real y que, al mismo tiempo, actuara como un filtro de amor.

– ¿Y le proporcionasteis ambas cosas?

– Sí.

– ¿En la vela?

– Si, en la cera de la vela.

– También le pedisteis cenizas de la lengua de uno de los hermanos D‘Aunay para atraer el poder del demonio.

– Es cierto. Mafalda d‘Artois tiene esas cenizas y le pedí a Beatriz d‘Hirson que me trajera una cantidad muy pequeña, apenas nada, lo suficiente para mezclarlas con la cera y proferir los sortilegios necesarios.

Los escudos de oro comenzaban a formar una montaña entre las manos de Sara.

– Pero en la vela había algo más…

– Si, es verdad.

– ¿Qué más había?

– Cristal blanco y Serpiente del Faraón.

– ¡Mercurio combustible y aceite de vitriolo!

– ¡Vaya, pero si también sois un experto alquimista!

– ¿Por qué, señora, por qué añadisteis el mercurio y el ácido a la mezcla?

– Vais a perder mucho dinero si andáis repitiendo las preguntas dos veces. Ya os dije antes que no fui yo quien preparó el veneno.

La miré directamente a los ojos y me di cuenta que para bregar con aquella mujer no tenía más que dos opciones: una, ofrecerle a cambio del nombre del envenenador una suma de dinero tal que no pudiera rechazarla, y dos, dar por ciertas mis sospechas sobre los templarios y esperar que cayera en la trampa. Decidí jugar fuerte con las dos.

– Está bien, señora, veo que el asesino es alguien que merece vuestra confianza o que os pagó un precio tan alto por vuestro silencio que mis escudos de oro no son más que calderilla para vos. Pero si así fuera, si poseyerais tanto dinero, seguramente ya no viviríais aquí, ni os dedicaríais a la hechicería, por lo tanto la segunda posibilidad queda eliminada y sólo nos queda la primera: el asesino es alguien a quien apreciáis.

– Repito, mi señor, que sois un majadero -afirmó apoyando las palmas de las manos sobre el borde de la mesa y echando el cuerpo hacia adelante como para ganar mí espacio físico. Lo cierto es que estaba muy hermosa; sin querer, me fijé que las guedejas de pelo blanco le empezaban a caer suavemente por los lados de la cara y, mientras tanto, el grajo repetía: «¡Majadero, majadero!»

– ¿He dicho algo incorrecto?

– De momento lo que no me habéis dicho todavía es vuestro nombre.

– Tenéis razón. Lo lamento. Mi nombre es Galcerán, Galcerán de Born, y soy médico. Y el nombre de mi escudero es García, pero prefiero llamarle Jonás.

– Hermosa simbología… -observó; ¿por qué estaba empezando a sospechar que aquella hechicera judía había adivinado el vínculo que me unía con Jonás?-. Pero escuchad, pues esta charla se está prolongando mucho y deseo que os marchéis cuanto antes: el asesino, como vos le habéis calificado, no era un solo hombre sino dos, dos caballeros dignos y honorables que gozan de mi absoluta confianza y de toda mi estima. En una ocasión, hace mucho tiempo, ambos salvaron a mi familia de morir en la hoguera -su voz se tomó de pronto opaca y cruel-. Mi padre era el prestamista más importante del barrio judío y tenía incontables enemigos entre los gentiles, que estaban deseando verle arder en el fuego de la Inquisición. Alguien le acusó falsamente de haber apuñalado y quemado una hostia consagrada. ¡Menuda necedad! Tuvimos que abandonar a toda prisa nuestra casa y escapar con las manos vacías para salvar nuestras vidas. Los dos caballeros que os he mencionado nos ayudaron a huir, nos dieron refugio y nos ocultaron hasta que el peligro pasó. Como comprenderéis, tenía una deuda tan inmensa con ellos que me ofrecí a colaborar en cuanto solicitaron mi ayuda. Es cierto que, contra mi deseo, me pagaron una considerable suma de dinero, mucho mayor, probablemente, de lo que podáis suponer, pero ¿por eso debería abandonar mis artes? Cada cual ejerce un oficio en esta vida, y yo soy hechicera, y me gusta serlo, y no dejaría de serlo aunque tuviera tres veces la cantidad que mis amigos me pagaron.

– Deduzco, pues, que vuestros amigos eran templarios y que vos y vuestra familia os refugiasteis en la fortaleza del Marais huyendo de la justicia real y de la Inquisición.

– Habéis acertado -exclamó sorprendida-. ¡Estos dos escudos son vuestros!

– ¡Dejaos de juegos, señora! -grité dando un doloroso puñetazo sobre mi propia rodilla-. ¿Veis esta bolsa? Contiene cien escudos y cien florines de oro. ¡Tomadla, es toda vuestra! Pero no sigáis tejiendo encajes en torno a mi cabeza porque no estoy dispuesto a aceptarlo. ¡Quiero los nombres de vuestros amigos y los quiero ahora! ¡Sabed que no corren ningún peligro, que mi boca no les denunciará! Sólo estoy buscando la verdad. Sólo quiero averiguar si Guillermo de Nogaret murió a manos de los templarios o no.

Sara se echó a reír a carcajadas.

– ¡Pero si ya os lo he dicho! Estáis tan furioso que no os habéis dado cuenta de que ya os he confirmado que mis amigos habían preparado el veneno y que, en efecto, eran templarios.

Estaba harto de aquella maldita mujer. Antes de que Jonás se me acercara y me susurrara al oído un estúpido «Es verdad, sire, ya os lo ha dicho», tuve que reconocer que era endiabladamente ingeniosa y que me ganaba en enredos.

– Además, micer Galcerán, desgraciadamente, y aunque desconozco para qué queréis esta información, en estos momentos puedo deciros sus nombres sin peligro para ellos, puesto que uno ya no está en Francia, y no volverá jamás… -me pareció notar en su voz un resto de amargura-, y el otro está preso en los calabozos del rey. Qué ironía, ¿no os parece? Mi amigo está encarcelado precisamente en los calabozos de la fortaleza del Marais, la fortaleza que antes fuera su casa y que ahora es su prisión.

– ¿Detenido? ¿Bajo qué acusación?

– ¡Es tan grotesco! -silabeó-. Está detenido por asesinar al rey Felipe el Bello y, siendo cierto, ni siquiera su acusador, el rey Felipe el Largo, cree que sea culpable de verdad de ese delito.

– No entiendo ni una palabra.

Me miró con conmiseración.

– Cuando murió Felipe IV se rumoreó que lo habían matado los templarios, pero mis amigos hicieron un buen trabajo y no pudieron encontrar pruebas para demostrarlo, supongo que conocéis los hechos, ¿o no? -Asentí con la cabeza-. Entonces subió al trono su hijo mayor, el rey de Navarra, Luis X, que murió súbitamente a los dos años de ser coronado, dejando viuda y preñada a su esposa Margarita, que poco tiempo después dio a luz un varón. Todo el mundo estaba satisfecho, menos Mafalda d‘Artois, naturalmente. Le llamaron Juan, el rey Juan I, y mira por donde, muere también misteriosamente al poco de nacer. Le ha llegado el turno, por fin, a Felipe de Poitiers, el actual rey Felipe V el Largo, casado con Juana de Borgoña, hija de Mafalda d‘Artois. ¿Lo entendéis ya?

– Lamento tener que reconocer que no sé adónde queréis llegar.

– Felipe el Largo, con cierta parte de razón, está convencido de que su suegra Mafalda ha sido la artífice de todas las muertes que os he mencionado: la de su padre, la de su hermano mayor y la de su sobrino recién nacido. Y lo mismo que el rey, lo piensa también toda la corte y todo el reino. El gran sueño de Mafalda d‘Artois había sido siempre que alguna de sus dos hijas llegara a reina de Francia. (por eso las casó con dos de los tres hijos del rey, Felipe y Carlos, puesto que el mayor, Luis, ya estaba comprometido con Margarita). Mafalda quiere ver a sus descendientes sentados en el trono de este país al precio que sea, y parte de ese precio lo pagó envenenando a Luis X y a su hijo Juan I.

– Pero el rey Felipe el Largo -dije yo continuando con su argumento- no está tranquilo. En cualquier momento alguien puede echarle en cara que es rey porque su suegra le ha despejado el camino.

– Exacto. El pobre infeliz sólo está equivocado al creer que Mafalda también mató a su padre. Ése es el único crimen que ella no cometió, pero como no lo sabe con certeza se siente inseguro. ¿Qué hacer?, se pregunta. Organiza entonces una ridícula batida para atrapar a los pocos templarios que quedan sueltos por París, aquellos que, por los motivos que fuera, se reconocieron culpables de las necias acusaciones de su padre y de Nogaret y que, por eso mismo, fueron condenados a castigos menores y casi inmediatamente puestos en libertad. La excusa para estas nuevas detenciones fue imputarles la muerte de Felipe el Bello, librando así de sospechas a Mafalda d‘Artois y, con ello, legitimando y limpiando su propia coronación.

Назад Дальше