– ¡Qué barbaridad! -dejó escapar Jonás completamente absorto en el relato; a los jóvenes les gustan en exceso esta clase de historias.
– Mi amigo Evrard estaba ya gravemente enfermo y no pudo escapar a tiempo de París, y ahora -dijo rabiosa, echando fuego por los ojos- se está muriendo en la prisión, injustamente acusado por un crimen que si cometió.
– ¿Habéis dicho Evrard…? -pregunté con la poca voz que conseguí sacar, a duras penas, de mi cuerpo.
– ¿Es que le conocéis? -se sorprendió. ¿Conocerle…?, pensé. No. En realidad, sólo le había visto
una vez, hacía muchísimos años, y eso no era conocer a una persona. Evrard… Evrard y Manrique de Mendoza.
Yo tenía pocos años más que Jonás cuando Manrique, el hermano de Isabel, volvió al castillo de su padre después de pasar largos años en Chipre, donde se había establecido la cúpula de su Orden desde la pérdida de la ciudad siria de San Juan de Acre en 1291. Manrique era caballero templario y llegó acompañado por su amigo Evrard. Durante las pocas semanas que pasaron en el castillo, nos contaron interminables historias de cruzados, de batallas, de monarcas y guerreros… Nos hablaron del gran caudillo moro Salah Al-Din , del rey leproso, de la piedra negra de La Meca, del «Viejo de la Montaña» y sus fanáticos seguidores, los Asesinos, del agua dulce del lago de Tiberíades, de la pérdida de la Verdadera Cruz en la batalla de Hattina… Isabel, la madre de Jonás, adoraba a su hermano mayor, y yo, simplemente, la adoraba a ella. Aquellas noches inolvidables, mientras Manrique y Evrard contaban sus historias junto al fuego en el noble salón de armas del castillo de los Mendoza, yo, desde la oscuridad, contemplaba en silencio el hermoso rostro de Isabel iluminado por las llamas, ese rostro que su hijo me devolvía ahora, día tras día y semana tras semana, como si fuera el retrato perfecto de su madre. Ella sabia que yo la miraba y todos sus gestos, y sus sonrisas, y sus palabras, estaban dirigidos a mí. Los nombres de Manrique y Evrard habían quedado ligados para siempre en mí memoria a los preciosos recuerdos de los años que, primero como paje y luego como escudero, pasé en la fortaleza de los Mendoza, levantada junto al río Zadorra, en tierras de Álava.
– ¿Es que le conocéis? -repitió Sara.
– ¿Qué…? ¡Ah, sí, si…! Lo conocí hace muchos años, tantos que casi lo había olvidado. Decidme… vuestro otro amigo, el compañero de Evrard, ¿se llama Manrique, Manrique de Mendoza?
La cara de la hechicera se tomó de pronto en una máscara rígida, en un agujero por el cual cruzó sin detenerse un relámpago de ira y tristeza.
– ¡También conocéis a Manrique! -musitó.
Al parecer Sara y yo compartíamos sentimientos similares de pérdida y añoranza por dos miembros distintos de la misma familia. ¿No era como para echarse a reír? Me había pasado la vida huyendo de mis fantasmas para venir a encontrarme con ellos en la humilde casa de una bruja del barrio judío de París. Necesitaba tiempo para ordenar mis ideas, pero no lo tenía.
– Decidme, Sara, ¿qué le pasa a Evrard?
– Se está muriendo. Tiene unas fiebres terribles, está en los huesos y, últimamente, apenas sí recobra la conciencia.
– ¿Es que acaso os permiten visitarle? -pregunté desconcertado.
Sara soltó una carcajada.
– No, no me dejan, pero no necesito el permiso de nadie para atender a Evrard. Recordad que está encerrado en las mazmorras de la fortaleza en la que yo me críe.
– ¿Queréis decir que conocéis algún acceso secreto?
– Eso mismo. Veréis, el subsuelo de Paris está agujereado por cientos de túneles y galerías que conectan con las antiguas alcantarillas romanas. En el lado izquierdo del río hay tres montes: el Montparnasse, el Montrouge y el Montsouris. Sus entrañas fueron agujereadas y explotadas como canteras desde tiempos anteriores a los romanos. Son largos corredores que cruzan el río y la ciudad por debajo y que llegan hasta otro monte, el Montmartre. Con el paso de los siglos fueron quedando en el olvido y hoy día ya nadie recuerda su existencia. Los templarios, sin embargo, utilizaban estos túneles para guardar objetos valiosos, para ocultar parte del tesoro de la corona cuando eran sus guardianes y para celebrar algunas de sus ceremonias privadas.
– ¿Y por qué los conocéis vos?
– Porque por ellos escapamos de los guardias del rey -recordó con rabia-. Luego, ya más mayor, con otros niños que también vivían en la fortaleza, volví a visitarlos, aunque a escondidas, naturalmente. Estos túneles, en su mayoría, están cegados. Las paredes se desmoronaron, especialmente en las galerías que pasan bajo el río. Pero nuestra zona, la que comunica el barrio judío con la fortaleza, se encuentra en buen estado porque los caballeros apuntalaron y reforzaron las bóvedas. De todos modos hay que conocer bien los subterráneos; si no se conocen quizá se pueda entrar, aunque es difícil, pero desde luego no se puede salir.
– Y vos utilizáis esas galerías para llegar hasta Evrard.
Sara sonrió sin decir nada.
– Llevadme hasta él -le supliqué-. Llevadme hasta vuestro amigo.
– ¿Por qué?
– Por varias razones. La primera porque soy médico y puedo, si no sanarle, al menos ayudarle; la segunda porque Evrard me conoce, y la tercera porque él es mi última esperanza para obtener las pruebas que necesito y poder volver a mi casa. No puedo pagaros nada; os di todo mi dinero. Pero si de veras apreciáis a vuestro amigo, me llevaréis hasta él.
La hechicera me observó fijamente durante un buen rato, sin parpadear ni apartar la mirada. Era una mujer de espíritu fuerte y carácter ingobernable, y presumo que sopesaba el bien y el mal que mi visita podía reportar a su apreciado y enfermo Evrard. Al final adoptó la resolución más prudente.
– No puedo prometeros nada -declaró-. Pero venid mañana a esta misma hora y os comunicaré lo que Evrard haya decidido. Esta noche se lo consultaré.
– Decidle mi nombre, decidle que hace quince años nos conocimos en el castillo de los Mendoza. Decídselo, por favor. Me recordara.
– Mañana, sire Galcerán, mañana a esta misma hora.
Evrard aceptó la entrevista, pero tal honor no carecía de peligros e inconvenientes. El viejo templario estaba muy enfermo, me avisó Sara, y su estado era de total abandono. No debía dejarme impresionar por la suciedad y el olor, que era insoportable, ya que procedía de la sangre de los excrementos y de las llagas de Evrard. Para reducir la inflamación de los dolorosos bubones, Sara había recurrido a ciertos emplastos fabricados a partir de ceras, aceites, mantecas, gomas y sales, muy eficaces para ablandar cierto tipo de abscesos, pero completamente inútiles para su enfermedad. También le daba a beber ciertos cocimientos de adormideras para mitigarle el dolor, que era insoportable, aunque con idéntico resultado negativo. Evrard se extinguía en su cárcel como un perro sarnoso y no había nada que pudiera ayudarle a bien morir.
Todo esto me lo contaba mientras iba preparando una talega con las cosas necesarias para descender a los túneles: antorchas, fósforo, lana, un poco de cal y un mortífero puñal de plata de hoja bellamente labrada con caracteres hebreos que no me dio tiempo a leer; seguramente seria el estilete que empleaba en sus ceremonias de magia. Nunca se había encontrado con nadie en aquellas caminatas nocturnas, me confesó, pero había que estar prevenido, por si acaso, contra los guardias de la fortaleza.
En cuanto Sara se cargó la bolsa al hombro, tuve que darle a Jonás la mala noticia de que no iba a acompañarnos. En un primer momento se quedó completamente mudo, como sí no hubiera comprendido bien lo que le había dicho; luego reaccionó con verdadera furia:
– ¡Vais a una fortaleza templaria y no me lleváis con vos! No puedo creerlo. ¡Os he acompañado a todas vuestras entrevistas y ahora me dejáis en la casa de una hechicera con la única compañía de un grajo loco! -Empezó a dar sonoras patadas en el suelo-. ¡No, no y no! ¡Yo también voy, digáis lo que digáis!
– Esta vez no voy a cambiar de opinión, Jonás. Así que siéntate cómodamente y espera nuestro regreso. Aprovecha para repasar tus conocimientos de hebreo y de la Qabalah, aquí tienes muchas cosas que te pueden ayudar.
– ¡Está bien, sire -vociferó encolerizado-, vos lo habéis querido! Pero mejor así, porque ya estoy harto. Me vuelvo al monasterio.
– ¿De veras…? -pregunté saliendo del cuarto en pos de Sara, que me esperaba en la puerta de la calle-. ¿Y cómo piensas llegar hasta allí?
– ¡No lo sé, pero seguro que los monjes parisinos del convento de San Mauricio estarán encantados de acogerme y de ayudarme a regresar a Ponç de Riba! Mañana mismo me voy con ellos. Ya me he cansado de viajar con vos.
Sus palabras detuvieron mis pasos durante un instante, pero, con el corazón oprimido, continué avanzando sin volverme más. Si quería marcharse, yo no le retendría. Desde luego no iba a ponerle en peligro dejándole venir con nosotros a los calabozos del rey en la antigua encomienda templaria. Su presencia no sólo no era necesaria, sino que podía resultar una carga si los guardias nos pillaban dentro de la prisión. Catorce años son muy pocos años para afrontar una condena de por vida o incluso la hoguera, a la que los francos son tan aficionados. Debo confesar, sin embargo, que también pesaba en mi ánimo el hecho de que Evrard pudiera reconocer a Jonás como hijo de Isabel, dado el gran parecido entre el muchacho y su madre, y estaba pensando en esto cuando Sara me susurró desde la oscuridad:
– Quería comentaros, sire Galcerán, que vuestro hijo guarda un parecido asombroso con Manrique de Mendoza. La única diferencia que puedo observar entre ellos es la gran estatura de Jonás, idéntica a la vuestra.
Mi cansado espíritu no encontró las fuerzas necesarias para seguir negando lo que era evidente para aquella bruja:
– Escuchad, Sara, él todavía no sabe la verdad. Os ruego que no le digáis nada.
– No os preocupéis -me tranquilizó-. Pero decidme si es cierto lo que sospecho.
Sentí en el alma un infinito cansancio.
– Su madre es, en efecto, Isabel de Mendoza, la única hermana de vuestro amigo.
– Pero, si no recuerdo mal, la única hermana de Manrique profesó en un monasterio tras la muerte de su padre.
– No quiero hablar más sobre ello. Por favor.
– ¿Sabéis cuál es vuestro problema? -dijo ella zanjando bruscamente el asunto-. Que no sabéis expresar vuestros afectos.
Caminamos en silencio por las estrechas callejuelas del barrio judío hasta llegar frente a una pequeña casa abandonada cuyas paredes parecían a punto de desmoronarse y cuya techumbre hacía tiempo que, por su apariencia, debía haberse venido abajo. La puerta, desvencijada y sin goznes, estaba medio apoyada sobre su primitivo hueco, y el interior aparecía oscuro y lúgubre. Sin embargo, a pesar de tal aspecto, Sara penetró en ella con la confianza de quien recorre un camino seguro y familiar, así que la seguí sin temor. Al fondo, en el centro de un patio lleno de maleza, un pozo seco resultó ser la entrada a las viejas canteras. Descendimos a tientas los peldaños de una disimulada escalera y sólo cuando hubimos pisado tierra firme y avanzado unos cincuenta pasos por una estrecha y húmeda galería llena de moho y escorias, la hechicera de pelo blanco se decidió por fin a encender las antorchas.
– Ahora estamos seguros -comentó en voz alta rompiendo el pesado silencio; el eco devolvió sus palabras desde mil profundidades.
A la luz de las llamas pude ver las paredes de piedra viva que conformaban aquellos antiguos túneles horadados en tiempos olvidados. Sara me llevó a través de ramales que se bifurcaban una y otra vez hasta la desesperación y me dije, preocupado, que si aquella mujer me abandonaba allí, seria incapaz de encontrar la salida. Ella conocía el camino de memoria y avanzaba con presteza, pero, quizá por seguridad, realizaba ciertas variaciones de vez en cuando, porque en alguna ocasión la vi inclinarse hacia el suelo y luego cambiar de rumbo. Caminamos sin detenernos durante una media hora larga; nos movíamos por galerías secundarias que terminaban en amplias explanadas que, a su vez, daban paso a otras galerías y a otras explanadas. Conforme más nos íbamos acercando a la fortaleza, más señales encontrábamos de la pasada utilización de aquellos subterráneos por los monjes templarios: una efigie mutilada del arcángel san Miguel abandonada en un rincón, un cofre de tres sellos abierto y vacío en medio del camino, hornacinas en las paredes con extraños dibujos en sus intersecciones (signos solares, barcas lunares de tres mástiles, águilas de doble cabeza…). Aquí y allá tropezábamos, además, con cúmulos de rocas producidos por antiguos derrumbes de las bóvedas. Sara me contó que, años atrás, cuando ella visitaba a escondidas aquel laberinto, los cofres llenos de oro, de joyas y de piedras preciosas se acumulaban a cientos contra las paredes, incluso apilados unos sobre otros, formando columnas hasta el techo. En los que estaban abiertos, mostrando su contenido, ella había visto monedas relucientes, anillos, collares preciosos, diademas, coronas tachonadas de rubíes, perlas y esmeraldas, relicarios de ébano y marfil, vasos, cálices, guardajoyas de madreperla, cruces con bellos esmaltes e incrustaciones de gemas, telas bordadas con preciosos hilos de oro y plata, candelabros tan altos como una persona y tan brillantes como el sol, y muchas más cosas igualmente maravillosas. Un tesoro difícil de imaginar sí no se ha visto, me dijo. ¿Cómo era posible que toda esa riqueza hubiera desaparecido en el aire, me pregunté sorprendido, esfumándose ante los ojos de los guardias, del rey y de los propios parisinos como si fuera humo? ¿Cuándo y, sobre todo, cómo habían sacado de aquellas galerías, sin despertar sospechas ni curiosidad, los cofres que Sara decía haber visto por centenares? Me resultaba inexplicable.
Por fin, nos detuvimos en una intersección de caminos.
– Hemos llegado. Ahora silencio absoluto, o los guardias nos oirán.
La judía se encaminó hacia una de las paredes que, a simple vista, no se diferenciaba en nada de cualquier otra, y comenzó a ascender como un gato utilizando unas estratégicas hendiduras talladas en la roca. Entramos en lo que parecía la boca de otro túnel y que resultó ser la entrada a las alcantarillas de la fortaleza templaria; nos embistió de repente una penetrante vaharada a excrementos en descomposición. Sobre nuestras cabezas se escuchaba el eco apagado de voces lejanas y un interminable redoble de pasos avanzando en todas direcciones. Seguimos nuestro camino por aquellos apestosos canales hasta enfrentarnos a una enorme reja de hierro que, a pesar de su temible apariencia, se plegó dócilmente bajo la presión de la mano de la hechicera. Minutos después, el techo comenzó a declinar y, cuando mis cabellos comenzaron a rozar las piedras, Sara se detuvo, me entregó su antorcha, y con ambas manos hizo fuerza para impulsar hacia arriba uno de aquellos enormes sillares. La piedra, misteriosamente, cedió y, aparentando no pesar mucho más que un poco de aire, se apartó para dejarnos el paso libre.
– Ahora, apagad las antorchas. Pero cuidado, no las mojéis. Luego no nos servirían para regresar.
Después que hube cumplido la orden, ascendí tras ella y entré así en la oscura mazmorra de Evrard.
– ¿Habéis tenido algún problema? -preguntó una voz de anciano desde un rincón. Las tinieblas eran tan profundas que no hubiera podido distinguir ni mi propia mano delante de la nariz.