Iacobus - Asensi Matilde 14 стр.


– No, ninguno. ¿Cómo te encuentras esta noche?

– Mejor, mejor… Pero ¿dónde está Galcerán? ¿Galcerán?

– Aquí estoy, mi señor Evrard, feliz de reencontraros después de tantos años.

– Ven aquí, muchacho -me pidió con un hilo de voz-. Acércate para que pueda observarte. No, no te sorprendas -dijo soltando una risita-; mis ojos están tan acostumbrados a la oscuridad que lo que para ti son sombras para mí es luz. Ven… ¡ Oh, Jesús! Pero si te has convertido en un hombre.

– Así es, mi señor Evrard -sonreí.

– Manrique supo por alguien que te conocía que estabas viviendo en Rodas. Creo que dijo que habías hecho los votos hospitalarios.

– Así es, freire. Soy hospitalario de San Juan. Trabajo habitualmente como médico en la enfermería de la Orden en Rodas.

– Conque hospitalario, ¿eh? -repitió con sarcasmo-. Siempre han dicho que nuestras Órdenes eran enemigas encarnizadas, aunque ni Manrique ni yo tuvimos nunca problemas con los hospitalarios que conocimos a lo largo de nuestras vidas. ¿No crees tú que a veces los freires nos vemos envueltos en falsos mitos y leyendas sin fundamento?

– Opino como vos, mi señor Evrard. Pero no quiero que habléis ahora. He venido a reconoceros y no quiero que gastéis vuestras fuerzas hasta más tarde, respondiendo a mis preguntas.

Escuché una risa apagada que salía de su cuerpo. Poco a poco me iba acostumbrando a la oscuridad y aunque, desde luego, seguía sin ver demasiado, pude vislumbrar su cara y su figura. El caballero Evrard -nunca llegué a conocer su apellido-, aquel que en mis sueños tenía, como Manrique, las dimensiones de un gigante y la fuerza de mil titanes, se había convertido, para mí

sorpresa, en poco más que un montón de piel y huesos sosteniendo una cabeza que ya no era más que una calavera. Sus ojos hundidos, sus pómulos salientes en una cara devastada, aquella raleante y sucia barba grisácea, no eran, por mucho que hubiera tenido conocimiento previo de su mal estado, los del invencible guerrero cruzado de mi mocedad que, estúpidamente, había esperado volver a encontrar. El olor de la celda, por desgracia, sí resultaba inconfundible: cada enfermedad despide una emanacion característica, del mismo modo que la vejez huele diferente de la juventud. Son muchos los motivos que influyen en los olores corporales: las comidas y sus ingredientes, las telas con las que se fabrican los vestidos, la propia textura de la piel, los materiales con los que se trabaja o los lugares donde uno vive e, incluso, las gentes con las que se convive. La enfermedad de Evrard olía a tumor, a esos tumores que devoran el cuerpo y licuan las vísceras haciéndolas salir del organismo con los vómitos y los excrementos. Por su aspecto, no le quedaba más de uno o dos días de vida.

Evrard, sin ningún género de dudas, padecía la peste.

Me acerqué a él y, retirándole la harapienta camisa hacia arriba, le palpé cautelosamente el vientre hinchado y rígido, llevando buen cuidado de no rozar los dolorosos bubones, inflamados hasta casi lo inverosímil, que le ascendían desde las ingles hasta el abdomen y desde el tórax hasta el cuello, pasando por las axilas. Los dedos de sus manos y sus pies estaban negros, los brazos y piernas cubiertos de cardenales y tenía la lengua hinchada y blanca. A pesar de la delicadeza con que realicé la exploración, sus gemidos de dolor me indicaron el terrible extremo al que había llegado la destrucción de su organismo. Sufría una fiebre altísima que llegaba hasta mis manos a través del contacto, su pulso era veloz (¡mucho más que veloz!) e irregular y unos rápidos escalofríos le sacudían de vez en cuando como si le hubieran golpeado con un mazo.

– Debió picarme una pulga -murmuró agotado.

Bajé de nuevo sus ropas y me quedé pensativo. Lo único que podía hacer por él era lo mismo que había hecho por el agonizante abad de Ponç de Riba: darle opio en grandes cantidades para que su muerte fuera menos dolorosa. Pero si le aplicaba el opio -y lo traía en mi bolsa-, no podría aprovechar sus últimas horas de vida para hablar con él, no podría preguntarle nada de lo que quería saber, no conseguiría culminar satisfactoriamente mí investigación. Creo que aquélla fue una de las peores decisiones que he tenido que tomar entre las muchas que se me han planteado a lo largo de mi vida.

En el silencio de la mazmorra (¿dónde estaba Sara?), los tristes gemidos del moribundo resonaban como los gritos desgarrados de un torturado. Estaba sufriendo, y no hay nada más absurdo que el sufrimiento físico que ya no sirve ni de aviso ni de medida para conocer la inminencia de la enfermedad. Aquel dolor no era más que dolor -absurdo, cruel-, y yo tenía el remedio en el interior de mi bolsa.

– Sara -llamé.

– ¿Si…?

– Se hallaba justo detrás de mí.

– ¡Adelante, caballeros, defendamos Jerusalén! -aulló en aquel momento, a pleno pulmón, el anciano templario; estaba delirando-. ¡Jesús nos protege, la Virgen Maria nos observa des-de los cielos, la Ciudad Santa nos espera, nuestro Templo nos es-pera! ¡Ay, me muero…! ¡Un alfanje sarraceno ha seccionado mis brazos y desgarra mis entrañas!

– Sara, preparad un poco de agua para el opio.

– ¡Sacad los libros de los sótanos! ¡No dejéis nada en el Templo! ¡Poned los cofres en la explanada y reuníos todos en la puerta de Al-Aqsa en cuanto caiga el sol!

– Es el delirio de la muerte -dijo la judía entregándome un cuenco con el agua. Sus manos temblaban.

– Es el delirio de la peste. ¿Cómo es que vos no os habéis contagiado?

Su voz sonó cortante al responder:

– No es la peste negra, sire, es sólo la peste bubónica. ¿Tan ignorante me creéis que me tendéis semejante trampa? Hasta una judía como yo sabe que los bubones no deben ser tocados y que hay que lavarse a fondo para no caer enfermo.

– ¡El Bafometo!… ¡Ocultad el Bafometo! -gritaba Evrard, tenso como la cuerda de un arco-. ¡No deben encontrar nada, nada! ¡El Arca de la Alianza! ¡Los libros! ¡El oro!

– ¡El Arca de la Alianza! -exclamé impresionado-. Así que era cierto, tenían el Arca de la Alianza.

– Oh, vamos, frey hospitalario de San Juan, ¿también vos vais a creer en esas patrañas? -me reprochó Sara, pronunciando con sarcasmo mi recién descubierta identidad sanjuanista. Era evidente que había escuchado con atención mi conversación con Evrard.

Un rato después, los gritos de Evrard habían cesado y su respiración sonaba compasada. De vez en cuando emitía algún gimoteo, como si fuera un niño, o un lamento, pero su propia locura colaboraba con la pócima para apartarle poco a poco del sufrimiento y, por desgracia, también de la vida.

– No pasará de esta noche; como mucho de mañana, pero no más.

– Lo sé -repuso ella, adelantándose y tomando asiento en una de las esquinas de la piedra cubierta de paja sucia que servía de lecho a Evrard.

Permanecimos hasta la alborada velando al enfermo en silencio. Mi misión había terminado. En cuanto el viejo templario hubiese muerto, regresaría a Aviñón, a informar a Su Santidad de que no había podido encontrar las pruebas necesarias para confirmar sus sospechas, y, poco después, volvería a Rodas, a continuar con mi trabajo en el hospital. En cuanto a Jonás, le facilitaría el regreso a Ponç de Riba, tal como él deseaba, y dejaría que el destino se ocupara del secreto de su vida. Si su madre había renunciado a él para siempre, ¿por qué yo, su padre, no podía hacer lo mismo? A fin de cuentas, ¿qué importancia puede tener un bastardo más en esta vida? En cualquier caso, me dolía separarme de mi hijo. Supongo que la ausencia total de sentimientos en mí interior durante tanto tiempo me dejaba indefenso ante la idea de perderle.

La hechicera y yo nos marchamos cuando las primeras luces del nuevo día se colaron por un pequeño ventanuco situado a la altura del techo, dejando al moribundo profundamente dormido. Le esperaba, si sobrevivía, una larga jornada de agonía en soledad.

Cuando regresé a la hospedería, Jonás me esperaba despierto.

– Quiero saber por qué no me habéis dejado acompañaros.

– Tenía varias razones -le expliqué dando un bostezo y dejándome caer sobre la cama, agotado-. Pero la principal, si quieres saberlo, era tu seguridad. Si nos hubieran cogido, no hubieras tenido más futuro que el de ese pobre viejo que se pudre en la mazmorra. ¿Era ése tu deseo?

– No. Pero también vos corríais peligro.

– Cierto -murmuré adormilado-. Pero yo ya he vivido mi vida, muchacho, mientras que tú tienes todavía muchos años por delante.

– He decidido seguir con vos -dijo humildemente.

– Me alegro, me alegro mucho. -Y me dormí.

Cuando Sara y yo volvimos la noche siguiente a la fortaleza, Evrard, sorprendentemente, todavía vivía. El opio le había ayudado a resistir, aunque no le había devuelto la cordura. Sin embargo, con la nueva aurora, el viejo templario exhaló el último suspiro tras algunas convulsiones y su cabeza gris se torció hacia un lado hasta quedar inmóvil y con la boca abierta. En honor del pasado, yo me alegré por haberle ayudado a marcharse en paz, aunque eso me hubiera impedido aclarar ciertos detalles que quedarían ocultos para siempre. Debo reconocer que, de algún modo, este pensamiento me dolió. Sara le pasó dulcemente la palma de la mano sobre el rostro para cumplir con el triste rito de cerrarle los ojos. Después se inclinó sobre él y le dio un beso en la frente, le arregló las ropas, le quitó de debajo la paja sucia y, juntando las manos, invocó a su Dios, Adonai, salmodiando hermosas plegarias por el alma de Evrard. También yo recé; lamentaba que aquel pobre hombre hubiera muerto sin el auxilio de los sacramentos de la confesión y la extremaunción, aunque en el fondo no estaba seguro de que los hubiera deseado, entre otras cosas, porque los templarios sólo pueden ser atendidos por sus propios fratres capellani, para garantizar así la inviolabilidad de sus secretos.

Terminamos nuestras oraciones y, mientras Sara recogía los bártulos, yo me dispuse a retirar cualquier señal de nuestra presencia; antes o después acabarían por darse cuenta de que aquel preso estaba muerto y tendrían que entrar para llevarse el cuerpo y quemarlo. De pronto, al hilo de estos pensamientos, algo muy sencillo llamó poderosamente mi atencion: ¿por qué no se veían por ninguna parte objetos pertenecientes a Evrard? Por más que miraba, no encontraba nada que delatara la presencia de una persona en aquella celda durante largo tiempo, aparte, naturalmente, del cuerpo muerto del templario. Tenía que haber algo, me dije, alguna cosa, como hay siempre en cualquier mazmorra habitada por un condenado: algún manuscrito, utensilios, papeles, pertenencias… Es propio de los presos atesorar bienes pequeños e insignificantes que, para ellos, tienen un inmenso valor; pero, curiosamente, Evrard parecía no haber estado allí jamás, y eso no tenía sentido.

– ¿Cuánto tiempo ha estado Evrard encerrado en esta celda? -pregunté intrigado a la hechicera. -Dos años.

– ¿Dos años y no tenía nada propio, por poco que fuera?

– Sí, sí tenía -me respondió Sara señalando hacia un rincón con la cabeza-. Su cuchara y su escudilla están allí.

– ¿Y nada más?

La hechicera, con su bolsa colgada ya al hombro, me miró fijamente. Por sus pupilas cruzó primero una duda y luego una certeza. Supe, de repente, que no todo estaba perdido.

– Hace una semana, sabiendo que iba a morir -musitó-, me entregó unos papeles que guardaba en su camisa. Me pidió que los destruyera, pero no lo hice. Creo que vuestros piadosos servicios bien merecen que os los deje ver.

Mi impaciencia no tenía límites. Le supliqué que regresáramos cuanto antes para poder examinar aquellos documentos y la hice correr por las galerías de piedra hasta que ambos quedamos exhaustos. Los gallos cantaban en los tejados cuando salimos a cielo abierto por la boca del pozo.

– No sé si hago bien -comentó mientras salíamos de la casa abandonada-. Si Evrard me pidió que quemara esos papeles debería cumplir sus deseos. Quizá haya en ellos cosas que vos no debéis conocer.

– Os juro, mi señora Sara -le respondí-, que, encuentre lo que encuentre, sólo haré uso de aquellas cosas que realmente sirvan al cumplimiento de mi deber; el resto lo olvidaré para siempre.

No parecía estar muy convencida, pero cuando llegamos a su casa extrajo de debajo del jergón unos pliegos amarillos y sucios que me entregó con gesto de culpabilidad. Los cogí atropelladamente y me abalancé hacia la mesa de la sala, desplegándolos con cuidado para no romperlos. En ese momento me sentí un poco mareado, con algo de angustia en la boca del estómago, y tuve que sentarme en uno de los taburetes para poder seguir con mí tarea; ningún malestar físico producido por un par de noches en vela iba a detenerme ahora.

El primero de los papeles contenía el burdo dibujo de un imago mundi , hecho con prisas y poca precisión. Dentro de un cuadrado representando el océano universal, había un círculo rodeado por doce semicírculos con los nombres de los vientos: Africus, Boreas, Eurus, Rochus, Zephirus… En el interior, la Tierra dividida en forma de T con los tres continentes que totalizan el mundo: Asia, Europa y África, en cuya intersección destacaban, una junto a otra, Roma, Jerusalén y Santiago -los tres ejes del mundo, los Axis Mundi-y, al norte, el Jardín del Edén. Aquel imperfecto imago mundi reflejaba también las constelaciones celestes superpuestas a la Tierra, probablemente buscando un orden cósmico concreto en alguna fecha determinada, y situando el Sol y la Luna en el extremo izquierdo.

Con infinita delicadeza desplegué, encima de la primera, la segunda hoja, una lámina de tamaño algo menor llena de guarismos ordenados en columnas acompañados por fechas en hebreo y siglas latinas. La mano que había hecho aquellas anotaciones -el color de la tinta reflejaba el paso del tiempo entre las primeras y las últimas- era la misma que había dibujado las letras del imago mundi, así que deduje que ambos documentos estaban hechos por Evrard. Después de dar muchas vueltas, concluí que debía tratarse de un registro de actividades llevado a cabo durante unos diez años, desde mediados del mes judío de Shevat del año 5063, es decir, desde principios de febrero de 1303, hasta finales de Adar del 5073. Intenté descubrir, haciendo suposiciones, qué clase de actividades eran aquellas que tan cuidadosamente había ido anotando el viejo templario, pero ningún dato lo dejaba entrever. En cualquier caso, pensé, si se trataba de partidas de oro sacadas clandestinamente de París, la cantidad era mucho más que inconmensurable. El tercer pliego contenía, por fin, lo que tanto había buscado: la copia manuscrita de una carta firmada por Evrard y Manrique comunicando a un remitente desconocido el éxito de su misión, la perfecta ejecución de lo que llamaban «El desagravio de Al-Yedom», o lo que era lo mismo, la maldición de Jacques de Molay.

Me incorporé complacido, soltando una profunda exclamación de satisfacción. Ahora, me dije, el papa Juan XXII tendría tanto miedo de ser asesinado que no dudaría en dar al rey de Portugal la autorización para crear la nueva Orden Militar de los Caballeros de Cristo. Mi trabajo, al menos la parte relativa a lo que ya podía calificarse como los asesinatos del papa Clemente V, del rey de Francia Felipe IV el Bello y del guardasellos Guillermo de Nogaret a manos de los templarios, estaba acabado. Sólo debía entregar aquel documento en Aviñón y volver a casa.

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