Iacobus - Asensi Matilde 15 стр.


Pero todavía quedaba un cuarto pergamino, un pedazo en realidad, no mucho mayor que la palma de mi mano. Me incliné nuevamente sobre la mesa y lo examiné. Se trataba de un curioso texto en hebreo carente de significado:

Era incomprensible. El alfabeto utilizado no pertenecía a la lengua judía, al menos no a la lengua judía que yo creía conocer muy bien.

– Sara -la llamé para solicitar su ayuda-, fijaos en esto. ¿Tenéis idea de lo que quiere decir?

La hechicera se asomó por encima de mi hombro.

– Lo siento -exclamó soltando un bufido y alejándose-. No sé leer.

¿Qué demonios significaba aquel disparate? De todos modos no era el momento más adecuado para ponerme a investigar; me sentía cada vez más mareado y con más necesidad de dormir unas cuantas horas. Con qué añoranza recordaba mi juventud, cuando podía pasar dos, y hasta tres, días sin dormir y sin que mí cuerpo se resintiera. La edad no perdona, me dije.

– No tenéis buen aspecto -comentó Sara observándome detenidamente-. Creo que deberíais tumbaros en mi jergón y descansar un poco. Estáis verdoso.

– Lo que ocurre es que ya soy viejo. -Sonrei-. Lo siento, aunque me gustaría dormir un par de horas, debo marcharme. Jonás está solo en la hospedería.

– ¿Y qué? -farfulló tirando de mil por el jubón y levantándome del asiento-. ¿Es que se va a morir de miedo si vos no aparecéis? Si es un muchacho sensato, y lo parece, vendrá a buscaros a esta casa.

Agradecí profundamente que alguien tomara decisiones por mí en aquel momento. La verdad es que estaba terriblemente cansado, como si la idea de haber terminado con aquella misión hubiera relajado mi cuerpo y hubiera dejado caer sobre él todo el cansancio acumulado durante muchos, muchos años… Una sensación absurda, pero así fue como lo sentí.

Las mantas de la hechicera desprendían aroma a espliego.

Nos despedimos de Sara y de París a finales de julio, y emprendimos tranquilamente el camino de regreso hacia Aviñón. La relación entre Jonás y yo había perdido toda la tensión acumulada durante las pasadas semanas y volvía a ser grata y estimulante: establecimos una pugna para ver cuál de los dos resolvía antes el enigma del cuarto pergamino -Sara, con muchas reticencias, nos había hecho entrega de éste y de la copia manuscrita de la carta inculpatoria de Evrard, que yo entregaría próximamente al Papa en Aviñón-, así que, cada uno por su lado luchaba por desentrañar el misterioso mensaje. Aunque yo tenía una idea bastante aproximada de cómo resolver el enigma, lo cierto es que no ponía mucho interés en hacerlo, pues no quería ganar sin dar tiempo al muchacho para aprender todo el hebreo que pudiera durante el viaje; y, era tal su belicosidad, que aprendía a velocidades vertiginosas con tal de derrotarme en la liza. Tenía orgullo, desde luego, y yo disfrutaba con ello. «A fin de cuentas -me repetía constantemente- no deja de ser mí hijo, y, además, siempre será mi único hijo, pues mis votos me impiden tener más descendencia.» A lo largo de los últimos días, y después de muchas reflexiones, había llegado a la conclusión de que debía darle a conocer cuanto antes la verdad sobre su origen. Tenía que ponerle al corriente del asunto antes del regreso a Barcelona y dejar que él, luego, obrara en consecuencia. En caso de que quisiera regresar al cenobio, yo, naturalmente, no le pondría trabas, pero si no era ése su deseo, lo dejaría al cuidado de mis familiares, en Taradell, para que lo educaran como a un De Born en el solar de la familia. Deseaba sentirme orgulloso de mi hijo algún día. En cuanto a los Mendoza…, mejor era no pensar en ellos.

En Lyons cambiamos de ruta para no pasar por Roquemaure. Aquel infeliz de François podía ser un peligro para nosotros si volvíamos a encontrarlo, así que doblamos hacia Vienne y bajamos por el territorio de Dauphiné hasta Provence, entrando en el Comtat Venaissin y en Aviñón por Oriente. Fue una jornada después de salir de Vienne, al anochecer, cuando Jonás resolvió el problema del mensaje: ¡Lo tengo, lo tengo!

Yo estaba distraído en aquel momento contemplando el cielo -una hermosa puesta de sol por Orión-, y no presté atención a lo que decía.

– ¡Lo he resuelto, lo he resuelto! -clamó, indignado por mi indiferencia-. ¡He descifrado el mensaje!

Tal y como yo había supuesto, se trataba en realidad de una simple permutación de alfabetos. Empecé a sacar tranquilamente de las alforjas pan y queso para la cena.

– Fijaos, sire -comenzó a explicarme-. El que escribió el mensaje no hizo sino cambiar unas letras por otras, conservando las equivalencias. Lo que nos ha despistado tanto tiempo ha sido, probablemente, la pronunciación. Si rechazamos la lectura hebrea del mensaje y lo articulamos en su equivalente latino, ¿qué tenemos?

– Pi‘he feér bai-codí… -pronuncié dificultosamente, leyendo el pergamino.

– No, no. En latín, sire, en latín.

– ¡Esto no puede leerse en latín! -protesté mientras tragaba una miga de pan mojada en vino.

Jonás sonrió satisfecho, con el pecho henchido de inmodestia.

– No, si como vos, sabéis hablar el hebreo. Vuestro propio conocimiento os vuelve ciego y sordo, sire. Pero si olvidáis todo lo que sabéis, si os ponéis al nivel de un estudiante como yo, entonces lo veréis muy claro. Observad que la primera letra es la feh.

– Cuya lectura correcta -apunté para molestarle-, delante de la vocal qibbuts, es, si no me equivoco, pi o pu.

– ¡Ya os he dicho que olvidéis todo lo que sabéis! Es posible que suene pi o pu en hebreo, pero en latín suena fu.

– ¿Cómo es eso? -inquirí interesado.

– Porque, según me habéis enseñado, la feh puede actuar también como ph. Así que, leyendo del modo en que lo haría un ignorante, el mensaje diría… ¿queréis escucharlo?

– Estoy impaciente.

– Pues poned atención. Fuge per bicodulam serpentem magnam remissionem petens. Tuebitur te taurus usque ad Atiantea regna, es decir, «Escapa por la serpiente de doble cola buscando el gran perdón. El toro te protegerá hasta los reinos de Atlas» -me miró intrigado-. ¿Tenéis alguna idea de lo que esto quiere decir?

Hice que me repitiera el mensaje un par de veces, sorprendido por la sencillez y, al mismo tiempo, por la astucia encerrada en aquel apremiante comunicado. Súbitamente todo encajaba en mi cabeza; si alguna pieza había quedado suelta después de las largas investigaciones realizadas en Paris, aquello lo resolvía. De pronto, la repentina comprensión de aquel comunicado me arrastró como un vendaval hacia el pasado, atravesando el túnel de los años y del olvido como si jamás hubiera logrado salir de allí. Estaba paralizado por la impresión, aterrorizado por el poder de la fatalidad: mi propia vida se mezclaba una y otra vez, incomprensiblemente, con aquella historia de crímenes, ambiciones y correos cifrados. Creo que fue entonces cuando, por primera vez, pasó por mi mente la idea de ese destino supremo del que habla la Qabalah, un destino que se oculta tras los aparentes azares de la vida y que teje los misteriosos hilos de los acontecimientos que forman nuestra existencia. Tuve que hacer un verdadero esfuerzo para regresar al presente, para romper con aquella sensación de ser aspirado hacia atrás por una fuerza poderosa. Sentí dolor por todo el cuerpo, sentí dolor en el alma.

– ¿Me oís, mi señor Galcerán? ¡Eh, eh! -Jonás, sorprendido, agitaba la mano frente a mis ojos.

– Te oigo, te oigo -le aseguré sin mucha convicción.

Después de hacerle repetir el mensaje por tercera vez, compartí con él lo que me parecía que aquel comunicado dejaba entrever con bastante claridad: que Manrique de Mendoza -pues, como se verá, del contenido se desprendía que él debía ser el autor de dicha nota-, tras cometer los asesinatos, había conseguido escapar de Francia, pero que Evrard, quizá porque ya estaba enfermo en aquel momento, no había podido seguirle en la huida. El De Mendoza, desde dondequiera que estuviera, preocupado por la seguridad de su compañero, había elaborado para él un cuidadoso plan de fuga: le rogaba que huyera hacia «los reinos de Atlas» haciendo uso de la vía de «la serpiente de doble cola», y tranquilizándole en cuanto los posibles problemas del viaje al garantizarle la «protección del toro».

– Pero ¿qué quiere decir todo eso?-me preguntó Jonás-. Parece cosa de locos.

– Sólo existe una serpiente de doble cola, muchacho, una serpiente que, además, conduce en efecto hasta los reinos atlánteos y que guía los pasos de quienes buscan el gran perdón. ¿No sabes de qué te hablo?

– Lo siento, sire, no, no lo sé. -

¿Es que, acaso, durante nuestras largas cabalgatas al anochecer, jamás te has fijado en las estrellas, en las constelaciones, en esa larga bicodulam serpentem que cruza el cielo nocturno con todo el poder de su gran tamaño?

Jonás frunció el ceño, pensativo.

– ¿Os estáis refiriendo a la Vía Láctea?

– ¿A qué otra cosa podía referirme?, ¿a qué otra cosa podía estar refiriéndose Manrique cuando le indicaba a su compañero la manera de llegar hasta los reinos de Atlas?

– ¿Y qué reinos son ésos?

– «…y al caer el día -recité alzando el dedo índice hacia el cielo-, temiendo Perseo confiarse a la noche, se detuvo en el Oeste del mundo, en el reino de Atlas…» ¿No has leído tampoco a Ovidio, muchacho? «Allí, mayor que todos los hombres con su cuerpo descomunal, estaba Atlas, el hijo de Yápeto: los confines de la Tierra estaban bajo su cetro.»

– Qué versos tan hermosos -musitó-. ¿Así que Atlas era un gigante que tenía su reino al oeste, en los confines de la Tierra?, es decir… -Y entonces comprendió-. ¡En el mare Atlanticus! ¡De Atlas, Atlanticus!

– Atlas, o Atlante, como también se le conoce, era un miembro de la extinta raza de los gigantes, unos seres que existieron al principio de los tiempos y que sucumbieron en duras batallas contra los dioses del Olimpo. Atlas era hermano de Prometeo, aquel magnífico titán que, entre otras muchas cosas provechosas, dio a la inferior raza de los hombres el maravilloso don del fuego, permitiéndoles así progresar y asemejarse a los inmortales. En fin, el caso es que el gigantesco Atlas fue condenado por Zeus, el padre de los dioses, a sostener la bóveda del cielo sobre sus hombros.

– Pero, todo eso de lo que estáis hablando, ¿no es herejía? -me interrumpió Jonás-, ¿cómo podéis decir que esos extraños seres, esos gigantes, eran dioses? Sólo existe un único Dios Verdadero, Nuestro Señor Jesucristo, que murió en la cruz para salvarnos.

– Cierto, tú lo has dicho, pero antes de que Nuestro Redentor se encarnara en el vientre de la Santísima Virgen, los hombres creían sinceramente, con la misma fe con que nosotros creemos hoy en nuestro Salvador, en otros dioses igualmente poderosos, y mucho antes que los dioses griegos y romanos, existieron otros, hoy olvidados, de los que apenas se ha conservado el recuerdo, y antes de ellos, mi querido Jonás, sólo existía un único Dios.

– Nuestro Señor Jesucristo.

– Pues no. Un Dios que, en realidad, era una Diosa: Megálas Matrós, Magna Mater, Gran Madre: la Tierra, a quien todavía hoy se venera secretamente en muchos lugares del orbe bajo nombres como Isis, Tanit, Astarté, Demeter…

– Pero ¿qué decís? -se espantó Jonás, echándose hacia atrás y mirándome con aprensión-. ¡No podéis estar hablando en serio! ¡Una mujer…!

Sonreí sin decir nada más. Había sido suficiente para una primera lección.

– Volvamos a nuestro mensaje. Habíamos dejado a Manrique indicando a Evrard que siguiera el camino de la Vía Láctea hasta llegar a los reinos de Atlas. Pero eso es muy impreciso, en primer lugar, porque, como el mismo mensaje afirma, la Vía Láctea se divide en dos ramales antes de desaparecer en el océano Atlántico. ¿Cómo le hace saber cuál de ellos es el que debe seguir?

– ¿Tiene algo que ver lo del gran perdón?

– Efectivamente. Como veo que no lo sabes, te lo diré yo: el

Gran Perdón, o lo que también se conoce como el Camino de la Gran Perdonanza, es ese sendero que miles de peregrinos recorren siguiendo una de las colas de la Vía Láctea, es el Camino del Apóstol Santiago, Apostolus Christi Jacobus, en España.

– ¿Evrard debía salir de Francia por los Pirineos y recorrer el Camino de Santiago?

– Piensa un poco. Los templarios escaparon en masa de Europa para refugiarse en Portugal. Seguramente, es allí donde se encuentra Manrique ahora, y sólo hay dos maneras de llegar a Portugal, una, por mar, y otra por tierra, cruzando los Pirineos y los reinos cristianos de España. Lo que parece evidente es que Evrard no estaba en condiciones de afrontar un largo y azaroso viaje en barco, sufriendo los bruscos coletazos del oleaje o de una inesperada y violenta tormenta; eso le hubiera matado, sin duda alguna. Sin embargo, por tierra, a pesar de la mayor lentitud y de las incomodidades, hubiera podido parar para descansar cuantas veces hubiese necesitado, habría sido atendido por buenos físicos, e incluso hubiera podido morir, llegado el caso, rodeado por sus propios compañeros de Orden, pues recuerda que son muchos los templarios que, aparentemente, han renunciado a sus votos para poder quedarse cerca de sus antiguas encomiendas.

– Muy bien, ese tal Manrique está en Portugal, y Evrard, que no ha podido huir, debe reunirse con él, pero ¿por qué utilizar el Camino de Santiago?

– Por el toro, no lo olvides.

– ¿El toro?, ¿qué tiene que ver el toro?

– El toro, querido muchacho, es la respuesta a la segunda de las misiones que yo tenía encomendada, ¿la recuerdas?, averiguar el destino del oro de la Orden del Temple, un oro desaparecido en grandes cantidades y de forma misteriosa. El De Mendoza le hace saber a su compañero que no debe preocuparse por nada durante su viaje, le ruega que escape, que salga de Francia a toda velocidad utilizando la vía que él considera más segura: el Camino de Santiago, que probablemente Evrard debía recorrer camuflado de peregrino enfermo en busca de un milagro, a lo largo del cual el toro, el taurus, es decir; el tau-aureus, le protegería.

– ¿Tau-aureus?

– La Tau, la T griega -expliqué-, o mejor, la Cruz de Tau, el signo de la Cruz, o mejor todavía, el signo o la señal del aureus, el oro.

Ahora, el imago mundi de Evrard adquiría, súbitamente, su lógico sentido. Aquel pergamino que, por desgracia, había quedado en manos de Sara, no contenía, como yo había pensado en un primer momento, señales de vital importancia para completar la totalidad del mensaje… Estaba claro que no había en él claves fundamentales. Lo que sí había, grande y muy bien destacada, era la clave fundamental: esa Tierra dividida en forma de T, de Tau. Ésa era la señal. A la luz de este nuevo detalle, resultaba evidente que la mano que había dibujado el imago mundi y escrito la lista de fechas hebreas y siglas latinas no era la de Evrard, sino la de Manrique de Mendoza, que había hecho llegar a Evrard la pista de la Tau por todos los medios posibles. Este detalle arrojaba luz sobre otro en aquel momento: que Sara, aunque fuera cierto que no sabía leer como me había dicho, sí que distinguía perfectamente la letra de su amado Manrique. De ahí que hubiera querido conservar, precisamente, esos dos documentos.

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