Iacobus - Asensi Matilde 21 стр.


– ¡Contadme, contadme, estoy deseando escucharos!

Eran las palabras mágicas que abrían las compuertas, siempre a punto de estallar, de la verborrea de Jonás. Recuerdo que cruzó mi mente el temor a que hablara más de la cuenta, pero, afortunadamente, el chico no perdía la cordura a pesar de su inmadurez. Empezó a relatarle al viejo, con todo detalle, sus propias reflexiones personales en torno a las leyendas del Santo Cáliz y entró luego al trapo con los agotadores pormenores de su futura carrera como caballero del Grial. Entretanto, la tabernera nos trajo la bebida (un buen vaso de excelente vino de la tierra para mí y agua de cebada para el muchacho) y yo me perdí en mis pensamientos mientras examinaba al gentío que nos envolvía.

Hacía ya rato que un grupo de peregrinos francos cantaba a voz en cuello unos alegres romances en lengua provenzal, marcando el ritmo, muy vivo, con los golpes de las jarras contra las mesas y con palmadas y silbidos. Como el alboroto de la cantina era enorme, al principio no les había hecho caso. Pero algo, no sé qué, me hizo aguzar el oído y atender, quedándome de improviso sin sangre en las venas: la letra de la monserga contaba que una judía francesa que había venido a España para visitar Burgos, había sido inútilmente requerida de amores por sus compañeros de viaje, deseosos, al parecer, de contar uno a uno los infinitos lunares repartidos por su cuerpo. Tuvieron que dejarla en paz porque, como eran peregrinos, no querían pecar contra Santa Maria, pero al final se desvelaba que la judía era hechicera y que les había amenazado con dejarlos calvos y sin dientes si insistían en sus requiebros.

Aferré a Jonás por un brazo y tiré de él, girándolo hacia mí.

– ¡Escucha! -le ordené sin miramientos.

Entre rugidos y risotadas, los francos estaban empezando de nuevo con la letra de la cancioncilla, y como los versos eran fáciles de recordar, otros grupos se les estaban sumando. Jonás prestó atención y luego me miró.

– ¡Sara! -exclamó excitado.

– Seguro.

– ¿Quién es Sara? -preguntó Nadie con mucha curiosidad.

– Una conocida nuestra, a quien dejamos no ha mucho en París.

– Pues creo que ya no está allí, si lo que dice la canción es cierto -repuso el viejo.

El muchacho y yo le ignoramos, atentos únicamente a la troya.

– Voy a enterarme -exclamó Jonás levantándose.

– Mejor voy yo -le detuve, obligándole a sentarse de nuevo-. Se burlarían de ti.

Me abrí paso entre la gente hasta llegar al grupo de peregrinos y me agaché hacia la sucia oreja del franco que parecía dirigir el cotarro. El hombretón escuchó mi petición, me examinó prolijamente, pareció meditar y, luego, estalló en carcajadas y haciendo un gesto con la mano a sus compañeros, se levantó y me llevo a un aparte.

– En efecto, sire -me confirmó con una sonrisa-, la judía de la canción se llama Sara. Ayer mismo se separó de nosotros y se unió a un grupo de judíos que viajaba hacia León.

– ¿Y sabéis adónde se dirigía ella?

– ¡Ya lo dice nuestra canción, micer! Hacia Burgos. Parece que allí hay un hombre que la está esperando. Tenía mucha prisa por llegar, por eso nos dejó. Los judíos con los que se fue viajaban más rápido que nosotros. ¡Y eso que hacemos la ruta con las mejores carretas de toda Francia! Sólo hemos tardado dos semanas en completar el trayecto desde Paris.

– ¿A qué distancia calculáis que pueda estar ahora? -le pregunté.

– No sé… -masculló pinzándose el labio inferior con los dedos-. Podría estar a dos o tres jornadas a caballo. No creo que mas.

Le di las gracias y regresé junto a Jonás y a Nadie, que me esperaban impacientes.

– ¿Era Sara?

El muchacho mostraba una enorme expectación.

– Si, era ella. El francés me lo ha confirmado.

– ¿Y qué está haciendo aquí?

– No lo sé con certeza -repliqué dando un trago de vino; notaba la garganta seca como la estopa-. Pero se encuentra a pocas millas de distancia. Dos o tres días a caballo, como máximo.

– ¿Queréis alcanzarla? -preguntó Nadie con una curiosa entonación.

– Somos peregrinos sin recursos y no podemos comprar cabalgaduras -le aclaré de muy malos modos.

– Eso tiene fácil arreglo. Yo no cumplo penitencia de pobreza, así que puedo adquirir caballos para los tres.

– Sois muy amable, pero dudo que dispongáis de medios suficientes -proferí con el afán de ofenderle. Pero Nadie no era un caballero que debe defender su honor, ni siquiera tenía traza de noble o de hidalgo; parecía, más bien, un comerciante poco acaudalado.

– Los medios de que dispongo son cosa mía, sire. No os incumbe entender sobre esta materia. Os estoy ofreciendo la posibilidad de alcanzar a vuestra amiga. ¿Aceptáis?

– No. No podemos aceptar vuestra generosidad.

– ¿No podemos? -se sorprendió Jonás.

– No, no podemos -repetí mirándole fijamente a los ojos para que se callara de una maldita vez.

– Pues no veo por que no -insistió el viejo-. Hay unas caballerizas muy buenas detrás del hospital de San Pedro, con monturas de primera, y conozco al dueño. Nos venderá los animales que le pidamos a un precio razonable.

– ¿Estáis seguro, padre, de que no podemos? -insistió el muchacho, haciendo hincapié en la palabra padre, usándola como si fuera un cuchillo.

Le lancé una mirada asesina que rebotó como una flecha sobre un escudo. Le esperaba una buena a aquel estúpido novicius en cuanto llegáramos a la alberguería.

– Pensadlo bien, don Galcerán. Llegaríais antes a Santiago sin romper vuestro voto de pobreza.

Sabia que no debía, sabia que tenía una misión que cumplir y que viajar a caballo significaría perder pistas importantes, sabía que el conde Joffroi nos pisaba los talones y que vigilaba cada uno de nuestros movimientos, y sabia que, por encima de cualquier otra cosa -¿qué cosa era esa que me impulsaba a correr tras la judía?-, yo jamás había incumplido una orden.

– Está bien, anciano, acepto vuestro ofrecimiento. La cara de Jonás reflejó una gran satisfacción, mientras que el viejo se levantaba de la mesa con una sonrisa.

– Vamos, pues. Apenas tenemos tiempo de comprar los animales y partir hacia Estella. Allí pasaremos la noche.

Por mí mente cruzó rápidamente la idea de que Nadie era uno de esos individuos que, incapaces de ganarse amigos de otra manera, los compran a base de regalos y favores, y que, una vez los han adquirido (o creen que los han adquirido), se enseñorean en el trato, tomando en sus manos las riendas de las vidas y las haciendas de sus victimas, hasta que éstas, siempre de mala manera -pues no hay otra forma de desprenderse de estas fatigosas relaciones-, terminaban dándose a la fuga, desesperadas. La segunda cosa que pensé en aquel instante era que habíamos caído en una trampa mortal en la cual Nadie era la araña y Jonás y yo los pequeños e indefensos insectos que le iban a servir de cena. Y la tercera cosa, que, si le acompañábamos a comprar los caballos, no íbamos a tener tiempo de visitar Nuestra Señora deis Orzs, la antigua iglesia templaría.

– Hay algo que debemos hacer antes de partir, Jonás.

El muchacho asintió.

– ¿Qué es ello? -preguntó Nadie, impaciente.

– Visitar la parroquia de Murugarren. No podemos marcharnos de Puente la Reina sin haberle rezado a Nuestra Señora. La cara del viejo reflejó contrariedad.

– No creo que eso sea imprescindible. Sólo es una iglesia más, una de tantas. Podréis rezar a la Santísima Virgen en otros muchos lugares.

– Me extraña que un viejo peregrino como vos diga una cosa así.

– Pues no debería extrañaros -repuso con acritud, pero de inmediato cambió el tono de voz, suavizándolo mucho-. Debéis comprender que, precisamente porque conozco muy bien la ruta del Apóstol, sé que no os faltarán emplazamientos de devoción mariana en los que rezar.

– Lo sabemos, pero quizá nosotros, al contrario que vos, no volvamos nunca por estos pagos.

Nadie pareció quedarse pensativo.

– Dejad, al menos, que el muchacho venga conmigo -dijo al fin-. Su parecer me será muy útil para elegir nuestras monturas.

– Sí, por favor, dejad que vaya con él -suplicó el tonto de mi hijo, implorante.

– Sea -accedí, aunque de mala gana-. Vete con él a comprar los caballos. Nos encontraremos en la hostería dentro de una hora.

¿Por qué?, me preguntaba mientras caminaba solo por la rúa Mayor, ¿por qué todo esto?, ¿por qué he aceptado el viaje a caballo?, ¿por qué he permitido que el viejo se inmiscuya en nuestras vidas?, ¿por qué estoy desatendiendo mi primera y principal obligación, una misión en la que el Papado y el Hospital de San Juan tienen importantes intereses?, ¿por qué descuido lo que es conveniente para mi hijo, su gradual iniciación en los Misterios, imposible de llevar a cabo en compañía de Nadie?, ¿por qué desafío de este modo al conde de Le Mans?, ¿por qué?, ¿por qué?, ¿por qué?…

La parroquia -y en esto no podía negar su origen templario-presentaba una extraña estructura en dos naves (en lugar de la nave única o de las tres naves, como es lo habitual), perfecta-mente iguales a pesar de que una de ellas se exhibía como capilla adyacente, carente de altar y de imagen sagrada. En la primera, una Virgen sentada en un trono con un niño clavado en sus rodillas, miraba inexpresivamente el espacio frente a ella, como sí nada de lo que allí ocurriera pudiera afectaría en modo alguno. Era la imagen de Santa Maria deis Orzs, una talla pulcra y bien labrada pero de nulo interés mistérico. ¿Es que los templarios habían pasado por alto Puente la Reina? No podía creerlo, así que me encaminé hacia la segunda nave con una cierta desazón.

El ábside estaba extrañamente cubierto por una pesada tela negra que, por supuesto, despertó al punto mi curiosidad. ¿Qué podía haber debajo? Una iglesia no mantiene una nave vacía porque sí, tiene que existir alguna poderosa razón para una actitud tan desconcertante, y puesto que no se veían restos de obras ni andamios que justificaran tal protección, el encubrimiento debía obedecer a algún otro motivo. No lo dudé ni un instante y, a riesgo de ser amonestado por alguno de los peregrinos que oraban allí en aquellos momentos, levanté una de las esquinas inferiores del paño.

– ¿Qué hacéis? -chilló una voz aflautada en el silencio del templo.

– Miro. ¿Es que no se puede? -respondí sin soltar la tela.

– No se debe.

– Eso no es una prohibición -dije, mientras escudriñaba apresuradamente lo que había debajo. -¡Soltad ahora mismo el lienzo o me veré obligado a llamar a la guardia!

No podía creer lo que tenía ante mi… Simplemente, no podía creerlo. Debía conservar en mi mente todos los detalles. Necesitaba tiempo para mirar bien.

– ¿Y quién sois vos para gritar dentro de una iglesia? -pregunté estúpidamente con la pretensión de entretener a mi interlocutor. Sus pasos se acercaban veloces por la nave.

– ¡Soy un cofrade de la parroquia! -exclamó la voz apenas un segundo después, ya junto a mi oreja, al mismo tiempo que una mano vieja y deficiente aplastaba la tela contra el muro, dando por definitivamente finalizada mi inspección-, el encargado de su custodia y vigilancia. ¿Y vos quién sois?

– Un peregrino de Santiago, sólo un peregrino -exclamé fingiendo tribulación-. No he podido resistir la curiosidad. Decidme, ¿de quién son estas hermosas pinturas?

– Del maestro germano Johan Oliver -me explicó el mezquino vigilante-. Pero, como veis, están sin terminar. Por eso no pueden verse.

– ¡Pues son insuperables!

– Si, pero probablemente serán sustituidas por un Crucifijo de verdad, por uno de similares características al que hay pintado en el muro.

– ¿Y eso por qué? -pregunté con curiosidad.

– ¡Y yo qué sé!

– Sois muy poco amable, cofrade.

– ¡Y vos habéis faltado al respeto debido a este sagrado recinto! Así que ¡largo, bellaco! ¡Fuera de aquí! ¿Acaso no me oís? ¡He dicho que a la calle!

Salí de la iglesia casi corriendo, pero desde luego no por temor a las bravatas de aquel cofrade, que para mi no tenía ni media bofetada -por eso adopté una actitud humilde, resultaba más creíble para un jacarero de su especie-, sino porque necesitaba sentarme en alguna parte y pensar cuidadosamente en todo lo que había visto.

A poca distancia tropecé con la bellísima puerta de la iglesia de Santiago y me senté, como un mendigo, contra una de las jambas. No sé por qué me quedé allí, pero pocas eran las cosas que yo entendía de la ruta que estaba recorriendo. Todo era mágico y simbólico, todo era múltiple y ambiguo, cada signo representaba mil cosas posibles y cada cosa posible se relacionaba misteriosamente con lugares, conocimientos, hechos o períodos infinitamente lejanos en el espacio o el tiempo, o cercanos, pero esto sólo servía para aumentar su misterio.

Tras el lienzo negro del ábside había encontrado la representación más extraordinaria de cuantas había visto a lo largo de mi vida: sobre un fondo universal, la figura de un crucificado de tamaño y hechura humanas colgaba, agonizante, de un árbol ahorquillado en forma de Y griega, con el cuerpo vuelto hacia la izquierda y la cabeza girada: en sentido contrario. El dramatismo de la escena era tan crudo y sublime, y el verismo era tal, que no podía reprimir un estremecimiento cada vez que lo recordaba. Pero había más: sobre la cabeza del Cristo, o sobre la copa del árbol, el ojo avizor de un águila mayestática examinaba un lejano ocaso solar. Eso era lo que había visto y eso era lo que debía interpretar. Si nada es casual en esta vida, aquella representación tenía el aspecto de ser lo menos casual que ha existido en la historia del mundo. Estaba allí por algo, por algo tenía aquella apariencia y desde luego también por algo se hallaba cubierta y bien cubierta.

Empecé a sopesar posibles interpretaciones. Nunca es bueno llegar a conclusiones precipitadas. Así pues, ¿qué tenía? Tenía un pintor germano, llamado Johan Oliver, que había dejado sin terminar unas pinturas; tenía unas pinturas que pronto serían sustituidas por un crucifijo real de similares características al del panel mural [27]; y tenía un extraordinario panel mural tapado por un lienzo negro que impedía su contemplación. Ésos eran los hechos. Ahora los símbolos. Tenía una crucifixión sin cruz -en uno de los capiteles del claustro de Eunate había encontrado la misma alusión-, ya que el árbol en forma de Y griega, con un tronco sin descortezar del que salían, desde la altura del abdomen de Cristo, los dos vástagos superiores, no era una cruz, sino una conocida representación de la Pata de Oca, signo de reconocímiento de las hermandades secretas de maestros constructores y pontífices iniciados (ejecutores, como Salomón en su templo, de los principios sagrados de la arquitectura trascendente); tenía un águila majestuosa, símbolo de iluminación, que podía representar tanto la brillante luz solar como a san Juan Evangelista; y tenía, por último, un bellísimo crepúsculo, prefiguración de la muerte mistérica que convierte al iniciado en hijo de la Tierra y del Cielo.

Pues bien, ¿y qué?, ¿qué conclusión podía sacar de todo eso? Quizá el nexo de unión entre todos estos factores era algo tan absurdo que, teniéndolo delante, no podía verlo, o quizá era una relación tan tenue que, por su misma insignificancia, no lograba aprehenderla. También era posible, me dije desesperado, que el vínculo fuera tan rebuscado y confuso que nadie que no estuviera en posesión de la clave precisa, de la concreta para aquel enredo, podría desensamblar correctamente las piezas. Y tampoco podía dejar de lado, por supuesto, el capitel de Eunate, con su significativo error evangélico, que presentaba, además, verosímiles correspondencias con las pinturas del muro. Mi ceguera me exasperaba; no hacia más que buscar posibles combinaciones de símbolos, nombres y afinidades. Quizá me faltaba algo, quizá me estaba equivocando de procedimiento… La triste verdad es que no conseguía encontrar nada lógico.

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