– Aunque… ¿qué?
– En Torres del Río una nube de humo salía del sepulcro abierto. De hecho, las dos figuras femeninas, las dos Marías del Evangelio, más parecían cadáveres que otra cosa. Es posible, Jonás, es muy posible que el sepulcro de san Juan de Ortega contenga alguna trampa, algún veneno volátil suspendido en el aire.
– Pues no se lo digáis al conde Le Mans -dejó escapar alegremente-. Debe estar a punto de aparecer. Que lo abra él. ¿No es lo que desea?
– Si -afirmé con una sonrisa parecida a la suya-, es una idea excelente. No digo que no sienta tentaciones de dejarle morir envenenado. Pero esta vez, muchacho, el tesoro lo recuperaremos nosotros. Le Mans no tiene que enterarse hasta que no hayamos visto el interior de esa tumba.
– ¡Pero moriremos nosotros!
– No, porque sabemos que ese riesgo existe y pondremos los medios necesarios para impedir que ocurra. Y ahora, joven Jonás, aunque te cueste un esfuerzo enorme, pon cara de ángel serMico y abandonemos esta iglesia como si hubiéramos estado rezando piadosamente: ni un gesto, ni un movimiento que delate lo que sabemos, ¿entendido? Recuerda que los esbirros de Le Mans nos observan.
– Tranquilo, sire, y fijaos en mí.
De repente se desmoronó. Su abatimiento y tristeza eran tan exagerados que tuve que darle un coscorrón.
– ¡No tanto, zoquete!
Si volvíamos al santuario, Le Mans se enteraría, así que debíamos encontrar una buena excusa que hiciera razonablemente lógica una nueva visita. Por fortuna, nos la proporcionó el propio clérigo del lugar:
– Debo ir a la iglesia a apagar las velas de las lámparas y los cirios del altar -murmuró desperezándose y dando un largo bostezo.
Estábamos sentados frente a un fuego, envueltos en viejas y agujereadas mantas de lana. Sara dormitaba, inquieta, en su asiento; estaba nerviosa porque al día siguiente se iba a encontrar en Burgos con el de Mendoza. También yo me sentía alterado por la cercanía del encuentro con Isabel, pero no sabía qué era lo que más me afectaba, si ver a la madre de Jonás después de tantos años o que Sara encontrara a su amado Manrique.
– Dejad que vaya mi hijo -propuse.
– ¡Oh, no! Tengo por costumbre rezar a san Juan todos los días a estas horas mientras apago las candelas.
– Está bien, pues dejad que vayamos mi hijo y yo y, en agradecimiento por lo bien que nos habéis tratado, ambos rezaremos al santo por vos y en vuestro lugar.
– ¡No es mala idea, no señor! -profirió encantado.
– Es muy buena idea -corroboré para no darle tiempo a pensar-. Jonás, coge el apagavelas del frade y vamos.
Jonás cogió de un rincón el cayado con el cucurucho de latón en lo alto y se quedó de pie junto a la puerta, esperándome. Yo me incorporé y me acerqué a Sara para decirle que nos íbamos, pero estaba tan dormida que no lo advirtió. Hubiera podido ponerle la mano en el hombro para despertarla y nadie hubiera pensado nada malo de mi; hubiera podido, incluso, cogerle una mano y acariciarsela, y tampoco hubiera ocurrido nada extraordinario; hubiera podido rozarle el peio suavemente, o la mejilla, y ni el buen cura se hubiera escandalizado. Pero no hice nada de todo aquello, porque yo sí hubiera sabido la verdad.
– Sara, Sara… -susurré cerca de su oído-. Id a la cama. Jonás y yo volveremos ahora mismo.
Atravesamos la explanada alumbrados por la luz del plenilunio. La iglesia estaba igual de vacía que cuando la dejamos, aunque más silenciosa porque el mosconeo, felizmente, había desaparecido.
– ¿Cómo haremos para levantar la tapa del sepulcro? -susurró Jonás.
– «Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo», dijo Arquímedes.
– ¿Quién?
– ¡Vivediós, Jonás! ¡No has recibido la menor educación!
– ¡Pues ahora vos sois el único responsable de ella, así que ya sabéis!
Hice como que no le había oído y saqué de debajo de mi saya una azuela y la daga de Le Mans y, enarbolándolas, me acerqué a la sepultura.
– Toma -dije alargándole el estilete-, raspa la argamasa por el otro lado y cuando hayas terminado trae el apagavelas.
No fue difícil mover la plancha con la ayuda de la vara una vez que la hubimos desprendido, aunque había que hacerlo con mucho cuidado para no quebrar la madera.
– Quitate la camisa -ordené a Jonás-, y pártela en dos. Luego, empapa los pedazos en el agua bendita de la pila.
– ¡En el agua bendita!
– ¡Haz lo que te digo! ¡Y rápido, si no quieres morir envenenado!
Embozamos nuestros rostros con las telas mojadas sujetándolas con sendos nudos tras las cabezas y entonces di el empujón definitivo a la tapa, que cedió y se retiró un codo aproximadamente. Del interior se alzó una bocanada de humo amarillo que se expandió rápidamente por todo el recinto de la iglesia.
– ¡Tápate los ojos con el paño mojado y tírate al suelo! -grité, mientras me abalanzaba hacia la puerta para abrirla de par en par. La brisa de la noche disipó parte de la niebla azafranada; el resto se quedó flotando en el cielo de la nave, apenas dos palmos sobre nuestras cabezas. Si no hubiéramos estado advertidos por el capitel, habríamos muerto irremisiblemente.
– ¡Levántate despacio, muchacho!
Inclinado como un giboso para evitar la nube ponzoñosa, me asomé al interior del sepulcro. Unos peldaños de piedra descendían hacia el interior oscuro de una cripta oculta bajo el suelo de la iglesia.
– Jonás, coge uno de los candelabros del altar y tráelo. ¡Pero acuérdate de caminar inclinado! El aire es más limpio por abajo.
Descendimos con suma precaución, temiendo que faltase el suelo bajo nuestros pies, que alguna piedra se desprendiese sobre nuestras cabezas, o que alguna trampa inesperada diera con nuestros huesos, para siempre, en aquella sepultura. Pero no se produjo ninguno de aquellos incidentes. Llegamos hasta abajo sin sorpresas desagradables. A la luz de las velas contemplamos una sala pequeñita y circular con las paredes y el techo cubiertos por grandes losas de piedra. El suelo no lo vimos, porque estaba oculto por grandes cofres repletos de monedas de oro y plata, por montones de gemas sobre los que descansaban piezas de telas bordadas, coronas, diademas, collares, pendientes, anillos, vasos, cálices, cruces, candelabros y un sinnúmero de pergaminos de variadas escrituras traídos de Oriente. ¡Y aquello no era más que un tesoro menor, una pequeña parte, una minúscula pizca del total! Silenciosos y deslumbrados por los reflejos de la luz sobre las joyas estuvimos dando vueltas, mirando, tocando y calibrando valiosísimos rosarios, relicarios portentosos, vinajeras, copones, custodias y colgantes, hasta que, inesperadamente, el muchacho rompió el silencio:
– Tengo un mal presagio, sire. Vayámonos enseguida de aquí.
– ¿De qué hablas?
– No lo sé, sire… -titubeó-. Sólo sé que quiero irme. Es una sensación muy fuerte.
– Está bien, muchacho, vámonos. La vida me ha enseñado a recibir estas inexplicables señales con respeto. Más de una vez me había encontrado en serios apuros por no aceptar mis corazonadas, por no hacer caso de esos avisos misteriosos. De modo que, si mi hijo lo sentía así, había que irse… y rápido.
Sobre una mesilla de madreperla descansaba, como para hacerse notar, un vulgar lectorile de madera sin desbastar y, sobre él, abandonado, un rollo de cuero atado con cintas lacradas con el sigillum templario. No lo pensé dos veces y lo cogí al vuelo, guardándolo entre los pliegues de mi saya mientras seguía al muchacho escalerilla arriba a toda velocidad.
No había nada particular en el exterior. Aparentemente, la iglesia continuaba igual de silenciosa, fría y desierta que cuando descendimos a la cripta.
– Lamento haber malogrado vuestras pesquisas -se disculpó Jonás, apesadumbrado.
– No te preocupes. Seguro que has percibido algo y no seré yo quien te culpe por ello. Todo lo contrario.
Aún no había terminado de proferir las últimas palabras cuando un chasquido nos hizo girar las cabezas, sobresaltados, hacia la sepultura. Un pequeño rumor precedió a un golpe seco, a un ruido de desmonte y desprendimiento cuyo fragor aumentó hasta hacer crepitar el suelo. Las losas de la tumba de san Juan de Ortega se inclinaron hacia el interior y cayeron al vacío, provocando una polvareda que ascendió hasta el techo del santuario y se mezcló con la nube amarilla de veneno. El estrépito era ensordecedor. Parecía que la iglesia se nos iba a venir encima de un momento a otro.
– ¡Corre, Jonás, corre! -grité con toda mi alma, dándole un empujón que lo lanzó hacia la puerta.
Pero no sé qué fue peor, porque afuera nos esperaba, espada en ristre, el conde Joffroi de Le Mans con todos sus hombres.
– ¡Hablad!
– ¡Ya os lo he explicado cien veces! -repetí dejando caer la cabeza pesadamente entre los hombros-. Tenía que ver lo que había allí abajo antes de que vos arramblarais con todo. ¿Qué más queréis saber?
Los hombres de Le Mans trabajaban apresuradamente en el fondo de la cripta. Ya habían sacado todos los tesoros (que se agolpaban amontonados bajo el mismo capitel de la Anunciación que me había indicado su existencia) y ahora se afanaban reparando los estragos ocasionados por el derrumbe. Por lo que habíamos podido comprobar a deshora, la tapa del sepulcro era, en realidad, la pieza que sujetaba toda la estructura de la cámara secreta y, al quitarla, habíamos provocado la avalancha, tal y como alguien calculó metódicamente que ocurriría. ¿Qué detalle había pasado por alto? ¿Cuál había sido el fallo?
– Si no os mato ahora mismo es porque habéis empezado a cumplir con vuestra misión de encontrar el oro -bramó Le Mans-, pero el Papa será puntualmente informado y tened por seguro que no quedaréis sin castigo.
– Ya os he dicho, conde, que era necesario.
– Mis hombres repararán el daño y no quedará huella del desastre cuando despunte el día. Pero si los templarios llegasen a sospechar lo que estáis haciendo, ni vos ni vuestro hijo, ni esa judía que os acompaña, viviríais para ver un nuevo sol.
– ¿Y el frade, qué pensáis hacer con él?
– Olvidadle. Ya no existe. Esta misma noche, alguien ocupará su lugar.
¿Para qué preguntar por su destino? El pobre hombre se había visto envuelto, sin tener arte ni parte, en una intriga demasiado grande para él, y había sido aplastado sin misericordia.
– Recoged vuestras cosas y partid -continuó Le Mans-. Y recordad que la próxima vez que decidáis tomar la iniciativa sin contar conmigo, vuestros trabajos habrán terminado para siempre.
– No estoy deseando otra cosa -repuse, a sabiendas de que la forma de terminar a la que ambos nos referíamos era completamente diferente.
En mitad de la noche recogimos nuestros bártulos y emprendimos camino hacia Burgos atravesando una zona de bosque de robles y pinos. La luna era nuestra lámpara y los aullidos de los lobos nuestra música de fondo. No teníamos otra dirección que la que nos marcaba el destino y hacia él nos encaminábamos. Los Mendoza, hermano y hermana, nos estaban esperando.
V
A mediodía, con el sol luciendo en lo alto, entramos en la magnífica y soberbia ciudad de Burgos, capital del reino de Castilla. Ya desde la distancia, por el ajetreo de carros, gentes y animales, y por la cantidad de peregrinos que iban y venían a nuestro alrededor, reparamos en que nos estábamos acercando a la más grandiosa de las poblaciones principales del Camino. A empujones tuvimos que abrirnos paso para cruzar el puentecillo que, junto a la iglesia de San Juan Evangelista, salvaba el foso y daba paso a la puerta de la muralla. Aunque el control era escaso por ser hora de comercio, los guardias nos pidieron los salvoconductos y sólo después de examinarlos atentamente nos dejaron paso libre. La larga vía empedrada que cruza la ciudad de lado a lado, y que forma parte del propio Camino del Apóstol, estaba flanqueada por ruidosos mesones y bulliciosas posadas, por innumerables tiendas en las que se vendían toda clase de mercancías y por pequeños obrajes de artesanos cristianos, judíos y moriscos. El olor a orines y excrementos era fuerte y penetrante, y flotaba sobre la ciudad como una emanación densa cargada de insalubres pestilencias. A buen seguro, los físicos de la ciudad no darían abasto para curar dolencias de pecho e intestinos.
En lugar de buscar acomodo, como la mayoría de peregrinos, en alguna de las muchas alberguerías que se aglomeraban en torno a San Juan Evangelista, Jonás y yo pensábamos pedir asilo en el suntuoso Hospital del Rey, un opulento albergue regido por las dueñas bernardas del cercano Real Monasterio de Las Huelgas. Sara, que apenas había abierto la boca desde San Juan de Ortega, se despediría de nosotros en la grande y próspera judería de Burgos, donde pensaba alojarse en casa de un pariente lejano, un tal don Samuel, rabino de la aljama, que había sido almojarife mayor del fallecido rey don Fernando IV.
Pasamos por delante de las muchas y ricas iglesias que jalonaban la calzada, pero sólo ante la perfección y la monumentalidad de la catedral, sin parangón con ninguna otra edificación sagrada del Camino, enmudecimos y quedamos maravillados como si hubiésemos sido agasajados con una visión celeste y gloriosa. Los siglos, quizá, conocerán Burgos por sus héroes, como el caballero Ruy Díaz de Vivar, de quien ya hablan las crónicas y los juglares, pero no dudo que la conocerán mucho más por su catedral, ejemplo de la belleza en piedra que puede crear el hombre con la inteligencia de su mente y la habilidad de sus manos.
Por desgracia, sólo unos pocos pasos más adelante tropezamos ya con la aljama. Allí, en la puerta, nos despedíamos de Sara quizá para siempre, y era un momento que, sepultado por los recientes acontecimientos en Ortega y por los que se avecinaban con los Mendoza, había carecido de importancia hasta prácticamente ese mismo instante, como si nunca hubiese de llegar, como sí no fuera posible.
– No quiero que nos digamos adiós con tristeza -musitó Sara echándose su escarcela a la espalda con: resolución-. La vida nos ha unido dos veces y puede volver a juntarnos algún día. ¿Quién sabe?
– ¿Y si no es así? -preguntó Jonás, inquieto-. La vida también puede decidir que no nos encontremos nunca.
– Eso no ocurrirá, guapo Jonás -prometió la judía pasándole la mano por el bozo de la quijada-. Las personas importantes siempre vuelven. Todo gira en el universo, todo da vueltas, y en alguna de esas trayectorias nos encontraremos de nuevo. Os deseo lo mejor, sire Galcerán -dijo volviéndose hacia mí-. A vos es muy posible que no vuelva a veros.
– Será difícil, sí -convine, rechazando en mi interior la verdad de sus palabras-, porque cuando todo esto termine regresaré a mi casa en Rodas. Pero si vais por aquella isla algún día, buscadme en el hospital de mi Orden.
– No, sire…, no creo que vaya nunca Rodas. Aceptar ese consuelo sería absurdo. Sed feliz. Que Yahvé guíe vuestros pasos.
– Que el cielo guíe los vuestros -murmuré entristecido, girando sobre mí mismo. Sentía cómo se desgarraba mi corazón, cómo mis nervios se tensaban-. Vámonos, Jonás.