Iacobus - Asensi Matilde 28 стр.


– Adiós, Jonás -oí que decía Sara, alejándose.

– Adiós, Sara.

A poco de pasar la puerta de San Martín, descendiendo hacia el Hospital del Emperador -situado a escasa distancia del Hospital del Rey-, Jonás escupió lo que rumiaba:

– ¿Por qué tenemos qué separarnos de ella?

– Porque ella ama a un hombre que se encuentra en esta ciudad y no podemos inmiscuimos en su vida -hubiera querido ser libre para gritar el dolor que sentía en mi pecho-. Si prefiere quedarse en Burgos, es cosa suya, ¿no te parece…? -la voz se me quebraba en la garganta-, es imposible llevarla a rastras hasta Compostela. Además, tú y yo tenemos nuestro propio asunto en Burgos, así que date prisa.

– ¿Qué asunto? -preguntó curioso.

– Algo demasiado importante para ponerte al tanto en mitad de estos parajes -caminábamos ya dentro del recinto amurallado del Hospital del Rey, por una senda amplia entre altísimos árboles que nos conducía hacia una construcción con aspecto de fortaleza más que de santo cenobio de dueñas.

Desde que iniciamos el viaje, no habíamos descansado en recinto más lujoso que el Hospital del Rey, donde los salvoconductos falsos nos abrieron las puertas de par en par. Dejamos de sentirnos pobres peregrinos para considerarnos cortesanos de la más rancia nobleza: regios aposentos gratamente caldeados por buenos fuegos, blandas camas con dosel, tapices en las paredes, telas finas, pieles de oso y zorro para los asientos, y abundantes raciones de bien preparada comida suficientes para alimentar a los ejércitos castellanos de Alfonso IX. Los legos que atendían a peregrinos como nosotros, es decir, a gente de linaje venida de toda Europa, eran limpios, esmerados y serviciales como no los habíamos visto antes, y lo más asombroso de todo era que aquel meritorio conjunto de fastuosa caridad y oración representaba sólo una pequeña parte de la abadía de Las Huelgas Reales, integrada, además, por numerosos conventos, iglesias, cenobios, ermitas, aldeas, bosques y dehesas gobernadas por la férrea mano de una sola mujer: la todopoderosa abadesa de Las Huelgas, señora, superiora y prelada con jurisdicción omnímoda y cuasi episcopal.

Después de la comida, sintiendo un sudor frío por todo el cuerpo, arreglé mi aspecto lo mejor que pude (incluso recorté mi larga barba con ayuda de la daga de Le Mans) y dejé a Jonás dormitando en el albergue para dirigirme a la portería del monasterio, expresión pura del arte castrense del Cister. Era el recibidor una nave larga en cuyos encumbrados frisos podían verse cenefas de clarión labrado, atauriques y, pintado sobre el yeso, un largo texto latino recitando estrofas de los salmos. Una lega de baja condición vino a recibirme entre aspavientos y con grandes muestras de respeto:

– Pax Vobiscum.

– Et cum spiritu tuo.

– ¿Qué buscáis en la casa de Dios, sire?

– Quiero ver a la dueña Isabel de Mendoza.

La monja, una vieja a quien debí despertar de algún sopor, me miró sorprendida desde debajo de su toca negra.

– Las dueñas de este monasterio no reciben visitas que no hayan sido autorizadas por la Alta Señora -dijo refiriéndose a la abadesa.

– Decidle, pues, a la Alta Señora, que don Galcerán de Born, enviado papal de su santidad Juan XXII, con autorización firmada por el propio Santo Padre para entrar en este cenobio de dueñas y ser recibido en cualquier momento por doña Isabel de Mendoza, quiere hacerle llegar sus respetos y sus mejores deseos.

La lega se alarmó. Luego de echarme una larga mirada recelosa desapareció tras una puerta de roble labrado que se movió con dificultad bajo el cansino empuje de sus manos. Poco después reapareció acompañada por otra reverenda de refinado porte señorial. Ambas debían estar, por sus funciones, exentas de la reclusión.

– Soy doña Maria de Almenar. ¿Qué deseáis?

Hinqué rodilla en tierra y besé ceremoniosamente el rico crucifijo del rosario que colgaba de su cíngulo.

– Mi nombre es don Galcerán de Born, mi dueña, y traigo una autorización del papa Juan XXII para violentar la clausura de este monasterio y entrevistarme con doña Isabel de Mendoza.

– Dejadme ver esos papeles -pidió con cortesía. Fuera cual fuera el origen de aquella monja, se trataba, sin duda, de una mujer principal. Por sus modales se adivinaba que debía haber pasado la mayor parte de su vida en la corte.

Le alargué los documentos y, tras examinarlos un momento, desapareció por la misma puerta por la que había entrado. Esta vez el regreso se aplazó más de lo debido. Sospechaba que una turbulenta discusión tenía lugar tras aquellos muros y que la Alta Señora debía estar pidiendo pareceres a diestro y siniestro, temiendo un engaño o una falsificación. Sin embargo, en este caso concreto, y a pesar de ser la mentira mi gran especialidad, la autorización que había entregado era estrictamente auténtica, firmada y sellada por el propio Juan XXII la noche en que me encomendó la desagradable misión que para él y para mi Orden estaba llevando a cabo a lo largo del Camino de Santiago.

Doña María de Almenar volvió con un gesto adusto en la cara.

– Seguidme, don Galcerán.

Salimos a un bello claustro de grandes proporciones que abandonamos al momento, girando dos veces hacia la siniestra por un carrejo que nos dejó en otro claustro más pequeño y de aspecto mucho más antiguo.

– Esperad aquí -dijo-. Doña Isabel vendrá pronto. Os halláis en la parte del monasterio que llamamos «las Claustrillas». Era el jardín de la antigua mansión de recreo que los reyes de Castilla utilizaban para holgar lejos de los problemas del reino. Es por ello que este cenobio se llama Las Huelgas.

Yo no la estaba escuchando y tampoco noté su ausencia cuando desapareció. Con la mirada fija en los parterres, estaba muy ocupado intentando detener los impetuosos latidos de mi corazón. Tenía tanto o más miedo que en mis lejanos días de batalla cuando, armado hasta los dientes y cubierto por la armadura, me lanzaba al galope hacia el campo enemigo siguiendo la estela de mi gonfalón. Sabía que debía matar -y morir si llegaba el caso-, pero mis piernas no flaqueaban, ni temblaban mis manos como en aquellos momentos. Me hubiera gustado vestir hábitos nuevos y lucir la barba limpia y bien peinada, ir armado con espada y cubierto por el largo manto blanco con la cruz negra ochavada de los hospitalarios. Pero, lamentablemente, sólo vestía la mísera indumentaria de un jacobípeta pobre, y eso no era mucho para una dueña como Isabel de Mendoza.

Isabel de Mendoza… Todavía podía escuchar su risa infantil resonando por los corredores del castillo de su padre y ver el brillo de las llamas reflejado en sus hermosos ojos azules. Recordaba muy bien, para mi desgracia, el tacto aterciopelado de su joven piel y las formas de su cuerpo y, sin gran esfuerzo de memoria, podía revivir aquellos instantes en que se me entregaba entera, arrebatados ambos por la pasión propia de la mocedad. En uno de aquellos escasos momentos, fuimos descubiertos por su vieja aya -doña Misol se llamaba, jamás olvidaré su nombre-, que corrió a informar de nuestro delito a su padre, don Nuño de Mendoza, muy amigo del mío, en cuya casa estaba sirviendo yo como escudero. Aquello hubiera podido representar el final de mis posibilidades de ser nombrado caballero (don Nuño pidió al obispo de Álava un juicio de honor contra mí), pero, por intercesión de mi padre, tuve la suerte de poder profesar en la Orden Militar del Hospital de San Juan de Jerusalén. Fui separado de Isabel y de mi familia y enviado a Rodas a la edad de diecisiete años, sin que nadie me informara nunca del nacimiento de Jonás.

– Mi señor Galcerán de Born… -exclamó una voz a mí espalda. ¿Era la voz de Isabel? Podía serlo, pero no estaba seguro. Habían transcurrido quince años desde la última vez que la escuché y ahora sonaba más aguda, más estridente. ¿Era Isabel quien estaba detrás de mí? Podía serlo, pero no estaría seguro hasta que no me diera la vuelta, y no tenía fuerzas para hacerlo. Me ahogaba. Con un firme acto de voluntad, conseguí avasallar mis miedos y giré sobre mí mismo.

– Mi señora doña Isabel… -atiné a pronunciar.

Unos ojos azules me miraban con curiosidad y espanto. En torno a ellos, el grueso óvalo de una cara desconocida, aunque lejanamente parecida a la de Jonás, enmarcaba unas cejas finas y una amplia frente depilada, así como unos pómulos cortantes que yo no recordaba. Gran cantidad de afeites, polvos y colores distorsionaban su apariencia. ¿Quién era aquella mujer?

– Es un placer volver a veros después de tantos años -dijo secamente, desmintiendo con el tono sus palabras de bienvenida. Sus ropajes negros conforme a la Regla bernarda (cubiertos, eso sí, de hermosas joyas), y la toca que escondía sus cabellos, me desconcertaron. No la reconocía. Entrada en años y en carnes, en nada se parecía a mi preciosa Isabel. No, no sabía quién era aquella dueña de avanzada edad y semblante agriado.

– Lo mismo digo, señora. Mucho es el tiempo que ha pasado, en efecto.

Como por ensalmo desaparecieron mis temores, mis angustias y mis dolores. Todo mi trastorno se desvaneció en humo.

– ¿Y cuál es el motivo de vuestra extraordinaria visita? Habéis levantado verdadero revuelo en el cenobio, y la Alta Señora no sabe bien qué pensar sobre vos y vuestros documentos.

– Aclaradle a la Alta Señora que los documentos son auténticos y que están en regla. Mucho me está costando haberlos conseguido, pero doy mis esfuerzos por bien empleados.

– Paseemos, don Galcerán. Las Claustrillas, como veis, es un lugar apacible.

De fondo se escuchaba el ruido del agua de una fuentecilla y el canto de los pájaros. Todo era paz y serenidad…, incluso en mí corazón. Iniciamos así un recorrido por las galerías, cuyos arcos, sobrios y carentes de adornos, descansaban sobre columnas pareadas.

– Decid, señor, a qué debo el honor de esta visita.

– A nuestro hijo, doña Isabel, al joven García Galceráñez, abandonado en el cenobio de Ponç de Riba hace poco más de catorce años.

La dueña reprimió un sobresalto encubriendo su confusión con una sonrisa seca.

– No existe tal hijo -mintió.

– Sí que existe. Es más, ahora mismo se encuentra en el vecino albergue del Hospital del Rey, descansando, y os aseguro que nadie en su sano juicio podría negar lo evidente: tiene vuestra misma cara, fielmente reproducida por la naturaleza hasta en los menores detalles. Sólo en el genio, la voz y la estatura se parece a mí. Hace poco, señora, que lo encontré donde vos ordenasteis dejarlo.

– Os equivocáis, señor -rechazó obstinadamente, pero el temblor de sus manos cargadas de anillos la delataba-. Nunca tuvimos un hijo.

– Mirad, dueña, que no estoy para chanzas ni pamplinas. Hace tres años -le expliqué-, trajeron a la enfermería de mi hospital, en Rodas, a un pobre mendigo comido por la lepra. No le quedaban muchas horas de vida y ordené trasladarlo a la sala de los moribundos. Al yerme, el hombre me reconoció: era vuestro criado Gonçalvo, ¿os acordáis de él?, uno de los porquerizos del castillo Mendoza, el más joven. Fue Gonçalvo quien me contó vuestro parto, ocurrido a principios de junio de 1303, quien me explicó que doña Misol y vos le entregasteis al niño para que lo llevara al lejano monasterio de Ponç de Riba, a cambio de lo cual obtuvo la libertad (de lo que deduzco que vuestro padre estaba detrás del asunto), y quien me explicó que habíais profesado como dueña bernarda en este cenobio de Burgos.

– ¡No fui yo la que parió aquel día! -exclamó con vehemencia. Su voz sonaba muy aguda, señal de que se encontraba atrozmente alterada-. Fue doña Elvira, mi dama de compañía, aquella que os hacía reír con su gracejo.

– ¡Dejad de mentir, dueña! -bramé, deteniendo mi paseo y mirándola fijamente-. El niño abandonado por Gonçalvo en Ponç de Riba portaba al cuello el amuleto judío de azabache y plata con forma de pez que yo os regalé cierta noche, ¿lo recordáis? Había colgado siempre sobre mi pecho, bajo las ropas, desde que mí madre lo puso allí el día de mi nacimiento hasta que vos os encaprichasteis de él porque os lo habíais clavado en la piel mientras estabais conmigo. Y en la nota dejada junto al niño ¿qué nombre pedíais que recibiera en el bautismo? García, el mismo que me dabais a mí en secreto porque os gustaba mucho desde que habíais oído un poema cuyo héroe se llamaba así.

Isabel, que me había estado contemplando con ojos extraviados y húmedos, se calmó de pronto. Una fría corriente de aire pareció atravesar su cuerpo, calmando su ánimo y dejando cristales de hielo en su mirada. Sus labios se curvaron en una mueca que pretendía ser una sonrisa y me observó con desprecio:

– ¿Y qué? ¿Qué importa que diera a luz un hijo? ¿Qué importa un bastardo más o menos en este mundo? No fui la primera ni seré la última en parir ilegítimos. También la Alta Señora tuvo un hijo con un conde antes de profesar y nadie viene a recordárselo ni a echárselo en cara.

– No habéis entendido nada -murmuré apenado.

– ¿Qué tengo que entender, que habéis venido con nuestro hijo a sacarme de aquí, que queréis formar una familia a la vejez? ¡Eso es…! -me escupió a la cara-. ¡Queréis una boda entre monje y monja, con nuestro bastardo como obispillo!

– ¡Basta! -grité-. Basta…

– No sé qué pretendíais al venir, pero sea lo que sea, no lo conseguiréis.

– Vos no erais así antes, Isabel -me lamenté-. ¿Qué os ha pasado? ¿Por qué os habéis vuelto tan ruin?

– ¿Ruin? -se sorprendió-. He pasado quince años de mi vida, los mismos que tenía cuando llegué, encerrada entre estos muros por vuestra culpa.

– ¿Por mi culpa? -pregunté asombrado.

– Vos, al menos, fuisteis enviado a ultramar. Viajasteis, conocisteis mundo y estudiasteis, pero ¿y yo? Yo me vi confinada a la fuerza en este cenobio, sin más entretenimiento que los rezos ni más música que los cantos litúrgicos. Aquí dentro la vida no es fácil, señor… Mi tiempo pasa entre chismorreos, comadreos y murmuraciones. Lo que más me entretiene es crear alianzas y enemistades que invierto, por gusto, al cabo de un tiempo. Lo mismo hacen las demás, y la vida se nos pasa en estos vacuos menesteres. Excepto la Alta Señora y las sórores más próximas a ella, y las cuarenta legas que llevan la casa, las demás no tenemos gran cosa que hacer. Y así un día tras otro, un mes tras otro, un año tras otro…

– ¿De qué os quejáis? Vuestra vida no hubiera sido muy diferente fuera de aquí, Isabel. Si nuestros abolengos hubieran sido parejos y nos hubieran casado, o si os hubieran casado con otro, ¿qué cosas distintas habríais hecho?

– Habría hecho traer a los mejores juglares del reino para escucharles junto al fuego en las noches de invierno -empezó a enumerar-, habría paseado a caballo por nuestras tierras, como paseaba por las de mi padre, y habría tenido con vos muchos hijos que hubieran ocupado mi tiempo. Habría leído todos los libros y os habría convencido para que peregrinásemos a Santiago, a Roma e, incluso -dijo riendo-, a Jerusalén. Habría dirigido vuestra casa, vuestra hacienda y vuestros criados con mano firme, y os habría esperado cada noche en el lecho…

Se detuvo de pronto, con la mirada perdida, dejando la frase en el aire.

– No pudimos prever que doña Misol nos descubriría -murmure.

– No, no pudimos, pero el caso es que nos descubrió y que nos separaron, y que vos no hicisteis nada para impedirlo, y que, nueve meses después, de mí nació un niño que me quitaron, y que luego me trajeron aquí y que aquí sigo, y que aquí seguiré hasta mí muerte.

Назад Дальше