Iacobus - Asensi Matilde 29 стр.


– Yo no podía hacer nada contra vuestro padre y el mío, Isabel.

– ¿No…? -inquirió con desprecio-. Pues yo, de haber sido vos, sí que hubiera podido.

– ¿Y qué hubierais hecho, eh? -quise saber.

– ¡Os hubiera raptado! -exclamó sin un asomo de duda en la cara. ¿Cómo podía explicarle que su padre me había hecho azotar hasta casi matarme, que me había encerrado en la torre-cárcel del castillo, y que allí me retuvo a pan y agua hasta que, inerte y privado, me entregó a los hombres del Hospital? Después de todo, nuestras vidas ya no tenían arreglo, pero había otra vida que silo tenía, y era por eso que yo estaba allí.

– Debí raptaros, si… -acepté apesadumbrado-. Pero os suplico que penséis alguna vez que si vos, por vuestra parte, no tuvisteis opción, yo, por la mía, tampoco la tuve. Pero el futuro que a nosotros nos quitaron, Isabel, podemos dárselo a nuestro hijo.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó con acritud.

– Dejad que le diga a García cuál es su auténtico origen, entregadle cartas de legitimidad como Mendoza y yo haré lo propio como De Born. No he querido contarle la verdad sin tener vuestro consentimiento. Es cierto que mi padre puede adoptarle si se lo pido, pero vuestro linaje es superior al mío y, como imaginaréis, me gustaría que él lo tuviera. Vos no perderíais mucho (vuestro hermano y vos sois los últimos Mendoza y ambos carecéis de descendencia legítima) y él obtendría el lugar que le corresponde por nacimiento. Cuando vuelva a Rodas, lo dejaré al cuidado de mi familia para que sea nombrado caballero al cumplir los veinte años. Es un muchacho admirable, Isabel, es bueno e inteligente como vos, y extremadamente guapo. Sólo os diré que, en París, alguien que conocía a vuestro hermano Manrique le asoció rápidamente con vuestra familia. Es, quizá, demasiado alto para su edad; a veces temo que se le descoyunten los huesos, porque está muy flaco. Y ya exhibe bozo en la cara.

Hablaba sin parar. Quería crear en Isabel vínculos afectivos con su hijo. Pero, desgraciadamente, no tuve éxito. Quizá si hubiera recurrido a un ardid, a una estratagema, lo hubiese conseguido, pero ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Soy un mentiroso y un perjuro, es verdad, pero hay ciertas cosas con las que mi conciencia no transige.

– No, don Ga1cerán, no acepto vuestra propuesta. Os repito, por si no me habéis oído con suficiente claridad, que, amén de cuestiones hereditarias ya resueltas en este momento y que se verían gravemente alteradas, yo no tengo ningún hijo.

– ¡Pero eso no es cierto!

– Si lo es -repuso firmemente-. A mí me enterraron aquí a los quince años y muerta estoy, y los muertos no pueden hacer nada por los vivos. El día que crucé el umbral de este cenobio por primera y última vez supe que todo había terminado para mí y que sólo me restaba esperar la muerte al cabo de unos años. Yo ya no existo, dejé de existir cuando profesé, sólo soy una sombra, un fantasma. Tampoco vos existís para mí, ni existe ese hijo que está ahí afuera… -Me miró sin expresión-. Haced lo que queráis, contadle quién es su madre si os place, pero decidle que jamás podrá conocerla. Y ahora, adiós, don Galcerán. Se acerca la hora nona y debo acudir a la iglesia.

Y mientras Isabel de Mendoza desaparecía para siempre por debajo de las hojas y las flores de piedra que ornaban el arco de la puerta, sonaron las campanas del monasterio llamando a las dueñas a la oración. Allí quedaba la mujer que había marcado mi vida para siempre tanto como yo había marcado la suya. Ninguno de los dos hubiéramos sido los que éramos en aquel momento de no habernos conocido y enamorado. De algún modo, su destino y el mío, aunque a distancia, permanecerían entrelazados, y nuestras sangres, unidas, cruzarían los siglos en los descendientes de Jonás… ¡Jonás…!, recordé de pronto. Debía regresar sin tardanza al albergue.

Abandoné el cenobio y salvé en un suspiro la distancia que me separaba del Hospital del Rey. Estaba oscureciendo rápidamente y ya cantaban los grillos en la espesura. Encontré al muchacho jugando en la explanada, frente al edificio, con un enorme gato pardo que parecía tener malas pulgas.

– ¡Ya están sirviendo la cena, sire! -gritó al yerme-. ¡Daos prisa, que tengo hambre!

– ¡No, Jonás, ven tú aquí! -le grité a mi vez.

– ¿Qué ocurre?

– ¡Nada! ¡Ven! Echó una carrera hacia mí con sus largas piernas y se plantó a mi lado en un instante.

– ¿Qué queríais?

– Quiero que mires bien el monasterio de dueñas que tienes delante.

– ¿Hay en él alguna pista templaria que desvelar?

– No, no hay ninguna pista templaria. ¿Cómo empezar a contarle…?

– ¿Entonces? -me urgió-. Es que tengo mucha hambre.

– Mira, Jonás, lo que tengo que decirte no es fácil, así que quiero que me prestes atención y que no digas nada hasta que termine.

Todo se lo expliqué sin tomar un maldito respiro. Empecé por el principio y terminé por el final, sin omitir nada ni ahorrarle nada, sin disculparme, aunque disculpando a su madre, y cuando hube acabado -para entonces era ya noche cerrada-, di un largo suspiro y me callé, agotado. El silencio se prolongó durante largo rato. El muchacho no hablaba, ni siquiera se movía. Todo a nuestro alrededor estaba en suspenso: el aire, las estrellas, las sombras elevadas de los árboles… Todo era quietud y silencio, hasta que, de pronto, inesperadamente, Jonás se puso en pie de un salto y, antes de que yo tuviese tiempo de reaccionar, echó a correr como un gamo en dirección a la ciudad.

– ¡Jonás! -grité, corriendo tras él-. ¡Eh! ¡Deténte, vuelve!

Pero ya no podía verle. El muchacho había sido tragado por la noche.

No supe nada de él hasta la tarde siguiente, cuando un criado de don Samuel, el pariente de Sara, vino a buscarme con el encargo de acompañarle a la aljama. Desde el primer momento supe que había acudido junto a la hechicera.

La casa de don Samuel era la más grande de su calle, con diferencia respecto a las otras, y aunque su fachada no lo aparentaba, el interior ostentaba el lujo propio de los palacios musulmanes. Multitud de servidores circulaban atareados por las salas que atravesé hasta llegar al blanco patio en el que, sentada sobre el brocal de piedra de un pozo bajo, me estaba esperando Sara. Verla no calmó mi inquietud, pero, al menos, alivió mucho mi corazón.

– No quisiera que os preocuparais por vuestro hijo, sire Galcerán. Jonás se encuentra bien y ahora duerme. Pasó la noche aquí y ha permanecido todo el día encerrado en el cuarto que don Samuel le ha dado en el piso superior -me explicó Sara al verme. Llamó poderosamente mi atención lo pálida que estaba (los lunares se le destacaban en exceso, observé› y lo cansada que parecía, como sí no hubiera dormido en varios días-. Jonás me contó lo sucedido.

– Entonces no puedo añadir nada más. Ya lo sabéis todo.

– Tomad asiento junto a mí -me pidió la hechicera palmeando la piedra y esbozando una tenue sonrisa-. Vuestro hijo está indignado… En realidad, sólo está enfadado con vos.

– ¿Conmigo?

– Afirma que habéis permanecido dos años a su lado sin confesarle la verdad, tratándole como a un vulgar escudero.

– ¿Y cómo quería que le tratara? -pregunté, imaginándome, por desgracia, la respuesta.

– Según sus propias palabras -y Sara bajó el timbre de la voz para imitar la de Jonás-: «Conforme a la dignidad que mí estirpe merecía.»

– ¡Este hijo mío es idiota!

– Sólo es un niño… -terció Sara-. Sólo un niño de catorce anos.

– ¡Es un hombre y, además, un majadero! -exclamé. ¡Yo sí que estaba indignado y enfadado! ¡Ni De Born, ni Mendoza: Asno, simplemente Asno!-. ¿Ése era todo su disgusto? -pregunté, furioso-. ¿Por eso echó a correr como una liebre en mitad de la noche y vino a buscaros a vos?

– No comprendéis nada, sire Galcerán. ¡Naturalmente que no es esa tontería lo que le hace daño!, pero como no sabe expresarlo de otra forma, dice lo primero que le viene a la cabeza. En realidad, supongo que a lo largo de sus catorce años de vida ha debido pensar muchas veces acerca de sus orígenes, acerca de quién sería él, quiénes serían sus padres, si tendría hermanos… En fin, lo normal. Ahora, de golpe, descubre que su padre es un caballero de noble estirpe, un gran físico, y que su madre es, nada más y nada menos, que una mujer de sangre real. ¡Él, el pobre novicius García, abandonado al nacer, hijo vuestro y de Isabel de Mendoza! -Los ojos de Sara estaban rodeados por profundos cercos oscuros y me fijé que tenía los párpados levemente rojizos e hinchados, y, aunque hablaba con el donaire de siempre, se notaba que le costaba un gran esfuerzo hilar las palabras y las ideas-. Añadid a la mixtura -continuó- que vos, su padre, habéis pasado dos años a su lado sin decirle nada, cuando es evidente que teníais planes para su vida, puesto que le sacasteis del cenobio, os lo llevasteis con vos a recorrer mundo y le confiasteis, al parecer, importantes secretos. Todo menos confesarle aquello que, para él, hubiera sido lo más importante.

– ¿Habéis visto a Manrique de Mendoza? -le pregunté a bocajarro.

Sara guardó silencio. Pasó la palma de la mano sobre la piedra del pozo y luego, levantando la mirada hacia mí, la sacudió sobre la falda de su vestido.

– No.

– ¿No?

– No. Los criados de su casa me informaron de que él, su esposa Leonor de Ojeda, y su hijo recién nacido se encuentran descansando en su palacio de Báscones, a unas setenta millas de aquí hacia el norte.

– ¿Ha contraído esponsales y tiene un hijo legítimo? -balbucí.

– Así es. ¿Qué os parece?

Mi asombro no tenía fin. Ya sabía que, después de la disolución de la Orden del Temple, algunos freires aragoneses y castellanos, en lugar de huir hacia Portugal, habían optado por permanecer en las cercanías de sus antiguas encomiendas, bien como monjes en monasterios próximos, bien como caballeros sin oficio ni beneficio que vivían con los maravedíes que les pagaba mi Orden, o bien, más comúnmente, como lo que eran antes de profesar, pues habían quedado totalmente liberados de sus votos religiosos al desaparecer la Orden. Era lógico, pues, que freire Manrique, al recuperar su condición de seglar, hubiera contraído matrimonio, pero no dejaba de ser sorprendente hasta cierto punto, porque no cabía ninguna duda sobre la condición de cancerberos de todos esos antiguos templarios -guardianes, defensores y depositarios de propiedades, tesoros y secretos-, que, en realidad, seguían siendo fieles a su Regla. Por otro lado, ahora me resultaba más fácil explicarme la decisión de Isabel de no reconocer a su hijo, y comprendía cuáles eran esas «cuestiones hereditarias ya resueltas en este momento que se verían gravemente alteradas»: Manrique tenía un heredero legítimo y no aceptaría de grado que su hermana aportara un bastardo a la familia.

– Lo lamento, Sara, lo lamento de verdad por vos -mentí. En realidad no lo lamentaba en absoluto.

– Aunque su matrimonio fuera un matrimonio de conveniencia -razonó-, no me avendría a tener tratos con él. No me gusta compartir al hombre que amo, ni verlo saltar de una cama a otra, y mucho menos sí esa otra es la mía. La que esté dispuesta a aguantarlo, que lo haga, pero yo no.

– Quizá os sigue amando… -apunté, deseoso de ver hasta dónde llegaban sus sentimientos y hasta dónde era firme su voluntad de no regresar con él-. Ya sabéis que no es el amor quien decide los matrimonios.

– Pues lo siento mucho, pero para mí, tres son multitud. He venido hasta aquí buscándole, he recorrido muchas millas para volver a verle, y me daba igual que fuera freire, monacus o el mismísimo Papa de Roma. Pero con otra… ¡Con otra, no!

– Respetáis, pues, el matrimonio -sugerí por pura maldad; quería verla enfurecida con Manrique, rabiosa.

– ¡Lo que respeto es mi orgullo, sire! Me niego a contentarme con la mitad de lo que vine a buscar entero. No me vendo tan barata.

– Eso en el caso de que él os siguiera amando, porque quizá ama a su esposa.

– Quizá… -murmuró bajando la vista.

– ¿Y qué pensáis hacer? No podéis volver a Francia. Tal vez don Samuel podría ayudaros a comprar a buen precio una casa en esta aljama.

– ¡No quiero quedarme en Burgos! -exclamó con rabia-. ¡Lo último que haría en mi vida sería quedarme en Burgos! No quiero volver a ver nunca a Manrique de Mendoza, nunca, ni por casualidad.

– ¿Entonces?

– ¡Dejad que siga camino con Jonás y con vos hasta que encuentre un lugar donde quedarme! -imploró-. No haré preguntas. No me inmiscuiré en vuestros asuntos. Ya habéis podido comprobar que ni siquiera ante algo tan grave como lo sucedido en San Juan de Ortega he cometido la torpeza de querer saber. ¡Seré ciega, sorda y muda si me dejáis acompañaros!

– No me parece conveniente -murmuré apenado.

– ¿Por qué? -se inquietó.

– Porque viajar con vos en esas condiciones sería un infierno: estaríais tropezando y cayendo a cada instante.

Y solté una carcajada tan grande que se oyó incluso en la calle. ¡Había conseguido, por primera vez, vencer a la hechicera!

Al día siguiente, muy temprano, salimos de Burgos en dirección a León y pronto avistamos la población de Tardajos. Aunque apenas una milla separa esta aldea de su vecina Rabé, atravesando las ciénagas pudimos comprender la verdad del dicho:

De Rabé a Tardajos,

no te faltarán trabajos.

De Tardajos a Rabé,

¡libéranos, Dominé!

Pero, para trabajos, los que tenía yo viajando con Sara y Jonás aquel día: el chico no hablaba, no miraba y casi ni estaba, y la judía, con un nubarrón en la frente, parecía sumida en negras reflexiones. Me aliviaba comprobar que no era de pena su gesto, y que ni dolor ni tristeza empañaban sus pupilas cuando me miraba. Era, más bien, furia contenida, indignación. Y a mi, aliviado del peso de una sombra que había lacrado mi vida durante años, aquello me parecía magnífico. Me sentía bien, contento y satisfecho, mientras avanzaba hacia un destino desconocido con aquel patán de hijo y la mujer más sorprendente del mundo.

Pasada una desolada e interminable meseta llegamos a Hornillos, en cuya entrada se elevaba un espléndido Hospital de San Lázaro, y al poco, después de un tramo de peñascales, al pueblo de Hontanas. Para entonces la luz del día declinaba ya y teníamos que empezar a buscar un lugar donde pasar la noche.

– Por aquí no hay albergues -nos dijo un lugareño mientras blandía el cayado contra una piara de cerdos-. Seguid adelante, hasta Castrojeriz, que no está lejos. Seguro que encontrareis sitio. Pero si queréis un consejo -farfulló- no sigáis hoy la calzada. Esta noche los monjes de San Antón reciben a los malatos y el Camino pasa justo por delante de la puerta. Habrá muchos de ellos rodeando el monasterio.

– ¿Hay por aquí un cenobio de antonianos? -pregunté incrédulo.

– Así es, señor -confirmó el porquero-. Y bien que lo sentimos los que vivimos cerca, porque aparte de los leprosos conocidos (los nuestros, quiero decir), y de los que peregrinan a Compostela buscando el perdón y la salud, cada semana, tal día como hoy, esos malditos malatos del Fuego de San Antón nos llegan a centenares.

– ¡Antonianos, aquí! -resoplé. No podía ser, me dije confuso, ¿qué estaban haciendo en el Camino del Apóstol? Calma… Debía pensar con cordura y no dejarme arrastrar por la sorpresa. En realidad, si me paraba a reflexionar, la verdadera pregunta era: ¿por qué me sorprendía yo de encontrar a los extraños monjes de la Tau en un Camino extrañamente lleno de Taus? Hasta ahora, el «Tau-aureus», el signo del oro, había aparecido en la imagen de santa Orosia (en Jaca), en la pared de la tumba de santa Oria (en San Millán de Suso), y en el capitel de San Juan de Ortega, y siempre indicando de forma cabal la presencia de tesoros templarios ocultos. Ahora, de pronto, se presentaba en su aspecto más desconcertante: un cenobio de Antonianos ubicado a medio camino entre Jaca y Compostela.

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