El porquero se alejó de nosotros golpeando con la vara los perniles de sus cerdos, y Sara y Jonás se quedaron mirándome desconcertados mientras yo permanecía clavado al suelo como si hubiera echado raíces.
– Parece que la presencia de esos freires os ha trastornado -dijo Sara escrutándome con la mirada.
– Caminemos -ordené secamente por toda respuesta.
Ni una sola vez, desde que encontramos el mensaje de Manrique de Mendoza, había relacionado la Tau con los monjes Antonianos. Su existencia quedaba para mí demasiado lejos de aquella intriga, y, sin embargo, nada más lógico que hallarlos dentro. Aunque ni ricos ni poderosos, los antonianos compartían con los freires del Temple los conocimientos fundamentales de los secretos herméticos y habían sido designados, al decir de algunos, como herederos directos de los Grandes Misterios. Eran, en apariencia, los hermanos menores de los poderosos milites Templi Salomonis, esos segundones que toda familia, a falta de una herencia mejor que dejarles, destina a la Iglesia y que, dentro de ella, descollan por su prudencia, astucia y eficacia. Apenas tenían cinco o seis congregaciones repartidas entre Francia, Inglaterra y Tierra Santa, y de ahí mi sorpresa al descubrir su inesperada presencia en Castilla. Por alguna extraña razón que no se me alcanzaba, vestían hábito negro con una gran Tau azul cosida sobre el pecho.
Estaba intentado recordar con esfuerzo todo cuanto sabía acerca de ellos, buscando algún dato olvidado que pudiera relacionarlos con mi misión, cuando Sara, que caminaba a mi diestra, me preguntó por qué parecían inquietarme tanto esos monjes. Hubiera preferido que la curiosidad procediera de Jonás, pero éste continuaba encerrado en su terco mutismo. Aun así, deseaba que atendiera a mis palabras y que relacionara por sí solo lo que yo, por estar Sara delante, no podía explicarle.
– Los antonianos -empecé-son una pequeña Orden monástica cuyo origen está envuelto en una espesa niebla. Todo lo que se sabe es que nueve caballeros del Delfinado [39] (nueve, ¿os dais cuenta?) -Sara afirmó sin comprender, para que siguiera hablando, y Jonás levantó la mirada del suelo por primera vez-, partieron hace más de doscientos años hacia Bizancio en busca del cuerpo de Antonio el Ermitaño, el anacoreta de Egipto, canonizado como san Antonio Abad y llamado también san Antón, que obraba en poder de los emperadores de Oriente desde que fuera milagrosamente descubierto en el desierto. A su vuelta, las reliquias se instalaron en el santuario de La Motte-Saint Didier y los nueve caballeros crearon la Orden antoniana, puesta bajo la advocación y el patronazgo del santo eremita y de la santa anacoreta María Egipciaca, que vivió oculta en el desierto durante cuarenta y seis años hasta que fue hallada por el monje Zósimo.
– ¿Santa María Egipciaca? -se extrañó Sara-. ¿Es que los cristianos habéis canonizado a una bruja?
Jonás, perdido el protagonismo por culpa de los antonianos y a punto de reventar de curiosidad, ya no pudo seguir forzando su aislamiento.
– ¿Quién es una bruja? -preguntó.
– Pues Maria Egipciaca.
Sonrei para mis adentros.
– ¿Por qué? -continuó preguntando.
– Porque santa Maria Egipciaca -le expliqué yo, adelantándome-, era en realidad la bella prostituta alejandrina Hipacia, famosa por su brillante inteligencia, fundadora de una poderosa e influyente escuela en la que, entre otras materias, se enseñaba matemáticas, geometría, astrología, medicina, filosofía…
– Y también nigromancia, alquimia, taumaturgia, magia y brujería -añadió Sara.
– Si, y también todo eso -confirmé.
– ¿Y por qué la santificaron?
Un gran resplandor comenzó a vislumbrarse a lo lejos, entre las sombras lejanas. La caminata era agradable, la luna brillaba, menguante, en lo alto, y el descenso volvía ligeros y veloces los pies.
– En realidad, no la santificaron a ella. Lo cierto es que Hipacia encontró un furibundo enemigo en la persona de san Cirilo, cuyas iracundas homilías predispusieron a la chusma contra ella. Esto ocurría en Egipto a finales de la cuarta centena. Se sabe poco sobre lo ocurrido, pero parece ser que Hipacia tuvo que huir al desierto para evitar la muerte y que cuarenta y seis años después fue encontrada (o eso dice al menos la leyenda) por el bienaventurado varón Zósimo. La Iglesia de Roma, en su afán por explicar el portento de su insólita supervivencia, de los extraños poderes que exhibía y de sus milagros, la renombró como Maria y la consagró en los altares. O sea, que inventaron una persona nueva.
– ¿Qué extraños poderes?
– Podía conocer el pensamiento de los demás, permanecer inmóvil durante días y semanas sin ingerir alimentos y sin que se le encontrase el aliento, mover objetos sin tocarlos y realizar prodigiosas sanaciones.
– Las hechiceras -apostilló Sara, negándose a perder a su patrona y maestra- utilizamos muchas de sus antiguas fórmulas en nuestra magia actual.
Nos habíamos acercado bastante al origen del resplandor y difícilmente olvidaríamos nunca la imagen que se mostraba ante nuestros ojos: una construcción tan espigada que se perdía en la noche oscura, de formas sobrecogedoras, cuya sagrada ornamentación, cargada de agujas, chapiteles y gabletes parecía hecha más para asustar almas que para calmar espíritus, surgía aterradoramente iluminada por las llamas de cientos de antorchas portadas por los aquejados del Fuego de San Antón. Algunos, los más, avanzaban por su propio pie con mayores o menores dificultades apoyados en un bordón, pero otros sólo podían hacerlo con la ayuda de familiares que los llevaban sobre los hombros o en angarillas. Lo que nosotros veíamos desde la distancia era un Interminable río de fuego que giraba lentamente alrededor del monasterio impulsado por una fuerza misteriosa. Pero lo más curioso era que, a través de los altos y estrechos ventanales, se filtraba desde el interior una extraña luz azul, producto, seguramente, de los cristales de las vidrieras. En cualquier caso, fuera lo que fuera lo que provocara aquel resplandor, el resultado era pavoroso.
El Camino, totalmente invadido por enfermos a lo largo de un enorme trecho, pasaba por debajo de un arco que unía la puerta del monasterio con unas alacenas situadas enfrente, y allí mismo, en lo alto de las escalinatas, un reducido grupo de monjes antonianos repartía entre la muchedumbre minúsculas medallitas de latón con el símbolo de la Tau, medallitas que pudimos observar en manos de quienes ya se marchaban. Aquel que debía ser el abad, con su báculo en forma de Tau tocaba ligeramente a quienes pasaban bajo el arco, al tiempo que los monjes enarbolaban en sus manos otras Taus menores con las que impartían bendiciones.
– No debemos mezclarnos con los leprosos -comentó Sara haciendo un gesto de aprensión.
– ¡Patrañas! Debéis saber que en mis muchos años de trabajo con apestados jamás he conocido a nadie que se contagiara. Yo mismo, sin ir más lejos.
– De todos modos, no quiero pasar por ahí.
– Ni yo tampoco, por sí acaso -apuntó Jonás.
– Está bien, no preocuparos. No pasaremos. Es más -añadí-, acamparemos tras aquel recodo y pasaremos la noche al raso.
– ¡Moriremos de frío! ¡Nos helaremos!
– Es un pequeño inconveniente, pero estoy seguro de que mañana estaremos vivos.
Encendimos un buen fuego al abrigo de una roca y nos dispusimos a cenar sentados en el suelo sobre nuestras capas. Sacamos de las escarcelas las viandas que traíamos desde Burgos y, con la ayuda de dos palos y un espetón, asamos unos pedazos de ternera -desangrada según la ley de Moisés- que nos había regalado don Samuel para el viaje. No hablábamos mucho: ellos, porque habían vuelto cada uno a sus extravíos mentales, y yo, porque estaba ocupado planeando la manera de entrar esa noche en el monasterio de los antonianos.
Una de las cosas que más me preocupaba era la afinidad de Sara con los templarios (al margen del desplante de Manrique). En realidad, estaba deseando contarle el motivo de nuestra peregrinación, de manera que Jonás y yo pudiéramos actuar con libertad sin tener que andarnos con disimulos y zarandajas. Pero contarle a Sara lo que estábamos haciendo era ponerla en peligro con Le Mans, así que, mal si no se lo contaba, pero también mal si se lo contaba. Por otro lado, la actitud de Jonás tampoco me ayudaba mucho a la hora de tomar una decisión, pero antes o después tendríamos que volver a la normalidad y, de hecho, por muy grande que hubiera sido su disgusto, era la primera vez que no amenazaba con volver corriendo al cenobio de Ponç de Riba, lo cual me indicaba que, aunque a las malas, por el momento deseaba continuar a mi lado.
– Jonás -le llamé.
Sólo obtuve el silencio por respuesta.
– ¡Jonás! -repetí, armándome de paciencia, aunque sin disimular mi creciente enojo.
– ¿Qué deseáis? -farfulló con disgusto.
– Necesito que me ayudes a tomar una decisión. Sara sabe de sobra que nuestro viaje obedece a algún motivo que nada tiene que ver con una devota peregrinación y, si alguna duda le hubiera quedado, en Ortega pudo comprobar que algo grave estaba pasando. Mi temor es, por una parte, su amistad con los templarios -Sara volteó rápidamente la cabeza hacia mí, con sobresalto, y me miró de hito en hito-, y por otra, el conde Le Mans. Me entiendes, ¿verdad?
Afirmó con la cabeza y pareció meditar largamente acerca de mis palabras.
– Creo que debemos confiar en ella -anunció-, y, de todos modos, Le Mans dará por sentado que está enterada y no se andará con minucias.
El fuego chisporroteaba a nuestros pies y, sobre nuestras cabezas, la cúpula celeste aparecía llena de brillantes estrellas.
– Bueno, Sara, Jonás ha decidido con prudencia y yo estoy de acuerdo con él. Escuchad.
Alrededor de una hora tardé en contarle a Sara los aspectos más relevantes del encargo papal, y Jonás, por su parte, añadió los detalles pintorescos con entusiasmo creciente, como si refrescar la memoria le devolviera a la normalidad. Al finalizar el relato, ya me miraba de vez en cuando buscando mi conformidad e, incluso, mi aprobación. Sara, por su parte, escuchaba apasionadamente; el espíritu inquieto de aquella mujer encontraba, al fin, el yantar aventurero que estaba necesitando.
– Teníais razón al preocuparos -dijo cuando acabamos de narrarle los hechos-. Yo también hubiera dudado antes de contar todo esto a una persona que debe mucho a los freires templarios, como es mí caso. Pero debo aclararos que, si bien jamás conseguiríais de mí que les traicionara, entiendo que vos, sire Galcerán, estáis obligado a llevar a cabo vuestra misión y que sólo cumplís unas órdenes que os han sido dadas por vuestras mayores autoridades. En ningún caso podíais negaros a hacer lo que estáis haciendo, y creo que el acoso del conde Le Mans es buena prueba de lo que digo. Prometo guardar en secreto lo que me habéis confiado -manifestó-, y os ayudaré en lo que pueda siempre y cuando no me pidáis que haga algo que vaya contra mí conciencia y contra el respeto que siento, no ya por templarios como Manrique de Mendoza, a quien, sin dejar de ser un canalla, sin duda debo la vida, sino por hombres como Evrard, buenos y honrados.
– Jamás os pediría nada que pudiera incomodaros, Sara -afirmé-. Sólo vos podéis decidir sobre vuestras acciones.
– Nunca os ofenderíamos, Sara -añadió Jonás, removiendo las brasas con la punta de la sandalia.
– Lo sé, lo sé -murmuró ella, satisfecha.
Los ojos de Sara, iluminados por aquella sonrisa y por el fuego, eran como piedras preciosas, mucho más bellas que las encontradas en Ortega. Por un momento me despisté de lo que tenía que decir a continuación. Hubiera podido mirarla sin cansarme hasta el final del mundo, y aun mucho más, pues por aquel entonces estaba convencido (o me había querido convencer) de que podía sentir y pensar todo lo que quisiera mientras no diera ningún paso contrario a mí Regla, que, como la de los templarios y los teutónicos, prohibía absolutamente el trato con mujeres, a las que (en teoría, al menos) debíamos, incluso, evitar mirar. La prohibición alcanzaba también a nuestras madres o hermanas, a quienes no podíamos besar, como tampoco a «hembra alguna, ni viuda ni doncella». Amar a Sara en silencio y sin esperanza era una condena que yo aceptaba de buen grado, entusiasmado con mis propios sentimientos y convencido de que eso era lo máximo a lo que podía aspirar.
– Pues bien -dije saliendo esforzadamente del arrebato, ya que mi silencio no podía prolongarse más-, esta noche Jonás y yo entraremos en el convento de los antonianos mientras vos, Sara, permanecéis aquí, esperándonos.
– ¿Que vamos a entrar dónde? -voceó Jonás, espantado.
– En el cenobio de los antonianos, para descubrir la relación entre los monjes de la Tau y los tesoros templarios.
– ¿Lo estáis diciendo en serio? -volvió a vocear mirándome con cara de loco-. ¡De eso nada! ¡Conmigo no contéis! Bueno, ya volvía a ser el mismo idiota de siempre, lo cual no dejaba de procurarme cierta alegría.
– ¡Si no estás dispuesto a continuar ayudándome, ya puedes volverte a Ponç de Riba! ¡Los monjes estarán encantados de recibir de nuevo al joven novicius García!
– ¡Eso no es justo! -clamó indignado en mitad de la noche. ¡Pues andando, que se hace tarde! ¡Tú primero!
A regañadientes emprendió el camino hacia el monasterio antoniano, que ahora, solitario y oscuro, parecía más que nunca una sombra maléfica.
Rodeamos los muros con suma precaución para no delatarnos, aunque era inevitable espantar sin querer a los miles de pájaros, cuervos y palomas que anidaban en el suelo, en los árboles cercanos y en los intersticios de los contrafuertes. En la parte posterior del edificio encontramos un portillo cuyos goznes saltaron por los aires fácilmente con ayuda de la daga. Un búho ululó a nuestras espaldas y tanto el chico como yo dimos un respingo, pero todo quedó de nuevo en silencio y nada más se movió por allí. Saqué el portillo de su quicio y, dejándolo a un lado, entramos.
Un corredor pequeño y húmedo nos esperaba al otro lado. Hubiera sido inútil encender una lamparilla porque la luz nos hubiera delatado, así que tuvimos que esperar un buen rato a que los ojos se nos acostumbraran a la oscuridad. Luego seguimos camino hasta llegar a las cocinas, donde los enormes peroles de hierro semejaban bocas dispuestas a tragarnos en cuanto nos acercásemos a ellas. Cruzamos la alacena, muy bien provista de grandes cantidades de alimentos, y entramos, explorando unos largos y sinuosos pasadizos, en la zona más interna del cenobio. Rápidamente llamó mi atención el hecho de que no aparecieran signos religiosos por parte alguna. Antes bien, si me hubieran llevado hasta allí con los ojos vendados y me los hubieran descubierto en alguna de las piezas que atravesamos, hubiese jurado, sin dudarlo, que me encontraba en el interior de un castillo, un palacio o una fortaleza, pues lujosos tapices cubrían los muros, cortinajes de terciopelo azul separaban las estancias, herrajes y cadenas decoraban las paredes libres, y otros muchos objetos que hubiera sido incapaz de nombrar, y ni tan siquiera de describir, se hallaban repartidos sobre las repisas de las chimeneas y el espléndido moblaje.
Yo buscaba, para empezar, la capilla del cenobio, pues todos mis descubrimientos hasta ese momento se habían producido en lugares semejantes, pero dar con una capilla en aquel lugar era más difícil que encontrar una aguja en un pajar. Simplemente, no había capilla. Ni capilla, ni iglesia, ni oratorio, ni nada que recordase que aquello era una casa de retiro y oración.