Llevaba rato escuchando a mi diestra y a mi espalda leves rumores como los producidos por la seda de los vestidos de las mujeres al caminar. Al principio no les presté atención, pues eran demasiado imperceptibles como para estar seguro de haberlos escuchado, pero al cabo del tiempo, y como no cesaban, comencé a preocuparme.
– Jonás -susurré, sujetando al muchacho por una muñeca-. ¿Oyes tú algo?
– Hace rato que oigo cosas que no comprendo.
– Detengámonos y agucemos los sentidos. Todo era silencio a nuestro alrededor. No había nada que temer, me dije para tranquilizarme. De pronto, una risita se escuchó en un rincón. La sangre se me heló en el cuerpo y toda la piel se me erizó como sí me hubieran acariciado la nuca con una pluma de ganso. La mano de Jonás se cerró en torno a mi brazo como una garra.
Escuchamos otra vez la risita mezquina y, como si fuera la señal para el ataque, un río de sonoras carcajadas se desencadenó a nuestro alrededor mientras unos brazos de hierro arrancaban a Jonás de mi lado y otros me sujetaban y maniataban. La llamarada de fuego de una antorcha cruzó como una exhalación ante nosotros, prendiendo otras muchas teas que se hallaban en poder de aquel ejercito de espectros. Monjes antonianos, ataviados con sus hábitos negros con la Tau azul en el pecho, ocupaban las paredes de la cámara en la que el chico y yo habíamos entrado sin saber que nos metíamos en un cepo.
– Bienvenido, Galcerán de Born -exclamó alegremente una voz desde la balaustrada de una galería superior-. ¿Os acordáis de mí?
Miré hacia arriba y, entre las tinieblas, examiné detenidamente la silueta del hombre que me hablaba.
– Juraría que sois Manrique de Mendoza -contesté.
– ¡Seguís tan listo como siempre, Galcerán! Y ese de ahí presumo que es mi sobrino, el hijo bastardo de mi hermana Isabel. ¡Me alegro de conocerte, García! Me han hablado mucho de ti.
Jonás no pronunció una sola palabra; se limitó a ojear despectivamente a su tío, como si en lugar de mirar a un hombre mirara a una rata o a una larva. Manrique lanzó una sonora carcajada.
– ¡Ya me ha dicho Rodrigo Jiménez que has heredado el orgullo de tu padre! ¡Oh, pero si no sabes quién es Rodrigo Jiménez!, ¿verdad? Pues aunque no lo creas, le conoces bastante bien, pero bajo un nombre harto extraño que le dio tu padre: Nadie. A Nadie le gustará mucho volver a verte, García. Dentro de poco estará de regreso, ha ido con sus hombres a buscar a Sara la Hechicera. Por cierto, Galcerán, ¿cómo se os ha ocurrido meterla en esto?
– ¿Es acaso necia para no darse cuenta por si misma? -respondí. No podía verle bien desde donde me hallaba. La luz de las antorchas apenas alcanzaba para dejar vislumbrar su figura en lo alto.
– Pues bien que le habéis explicado esta noche toda la trama. -Rió-. De todos modos, ya no importa. Vuestro futuro, el de los tres, esta escrito, y me temo que no es halagüeño.
– No hace falta que disfrutéis avisándonos de ello -repuse-. Mi hijo y yo afrontaremos lo que sea, aunque me cuesta aceptar que podáis hacerle daño a un niño, pero Sara no tiene por qué pagar con su vida el haber seguido fiel tanto a vos como a vuestra Orden, ya que, si habéis escuchado nuestra conversación de esta noche, estaréis al tanto de que jamás pensó traicionar a quienes tanto debe y respeta.
– Pero se ofreció a colaborar con vos, freire, y eso ya es suficiente.
Cerró la boca porque, de pronto, se escuchó un gran estruendo de pasos avanzando por uno de los corredores. Sara apareció ligada y amordazada, seguida por cinco o seis templarios orgullosamente ataviados con sus mantos, ahora prohibidos. Al frente del grupo, más erguido y con una nueva personalidad, avanzaba Nadie, quien, como por arte de magia, se había transformado en un orgulloso freire del Temple dos palmos más alto y con presencia de caballero. Me maravilló su capacidad de transformación.
– ¡Cuánto bueno por aquí! -exclamó al vernos. También su voz era otra, más grave y menos estentórea-. ¡Don Galcerán! ¡Joven García! Me alegro de volver a veros.
– Comprenderéis, don Nadie -le repliqué fríamente-, que nosotros no podamos decir lo mismo.
– Naturalmente que lo comprendo -dijo, y al mismo tiempo propinó un brusco empellón a Sara, lanzándola con fuerza contra nosotros. Detuve su impulso con mi cuerpo y Jonás logró detenerla antes de que cayera al suelo.
– ¡No es necesario emplear la fuerza, hermano Rodrigo! -le reconvino Manrique desde arriba-. Ya los tenemos en nuestro poder y podemos dar por finalizada esta desagradable historia.
Sara se volvió rápidamente hacia la voz que acababa de escuchar y sus pupilas reflejaron un dolor que, hasta entonces, yo no había observado en ellos… ¡Maldito Manrique de Mendoza! ¡Malditos todos los Mendoza!
– Os equivocáis, sire -dije conteniendo mi ira y utilizando a propósito la fórmula seglar para remarcar las distancias entre nosotros-. Esta historia no está finalizada en modo alguno. El papa Juan no parará hasta dar con vuestras riquezas. Su ambición es tan desmedida que, si yo desaparezco, enviará a otro, y luego a otro más, hasta obtener lo que desea.
– No es mí intención adularos, freire, pero por muchos sabuesos que envíe, ninguno llegará tan lejos como vos lo habéis hecho.
– Volvéis a equivocaros, sire. El Papa es hombre desconfiado 24 S y peligroso, y por ello hemos estado vigilados todo el tiempo por uno de sus mejores soldados, el conde Joffroi de Le Mans, que está al tanto de mis descubrimientos. Sólo tiene que explicar lo que me ha visto hacer y alguien continuará desde donde yo me quedé.
El de Mendoza volvió a soltar una de sus estruendosas carcajadas.
– ¡El pobre conde Joffroi no llegó a salir de San Juan de Ortega! -exclamó divertido-. No hubiera sido inteligente por nuestra parte dejarle escapar, ¿no os parece? Nuestros espías en Aviñón nos informaron puntualmente de vuestras visitas a Su Santidad durante el mes de julio y debido a vuestra gran fama, Perquisitore, y a que os hacíamos en Rodas, empezamos a preocuparnos: ¿a qué obedecería vuestro regreso y esas entrevistas con Juan XXII? Alguien tan peligroso como vos no acude inocentemente ante Su Santidad dos veces en un mes. Podía tratarse de algo ajeno a nosotros, pero nos pareció más prudente poneros bajo vigilancia, y así, cuando iniciasteis la peregrinación a Compostela supimos que había llegado el momento de actuar. Al hermano Rodrigo, que es uno de nuestros mejores espías, se le encargó la tarea de acompañaros. ¡Pero sois listo, Galcerán! Cuando se habla de vos siempre cuento la anécdota aquella en la que, con quince años, descubristeis, sólo por la forma zurda de coger el jarro, al criado ladrón que se estaba apropiando del vino de mi padre. ¿Os acordáis? ¡Pardiez! Aquello fue espléndido, si señor. El hermano Rodrigo, que pocas veces ha fracasado, no pudo averiguar nada a pesar de sus esfuerzos y eso nos inquietó mucho más. Cuando vimos que os lo quitabais de en medio con aquel purgante y que el escondite de santa Oria había sido violado, ya no nos cupo ninguna duda. Sólo esperábamos el momento de poder poneros la mano encima. Y ese momento es éste -y añadió riendo-: Gracias por venir.
– No me interesa vuestra historia, sire. Como vuestro padre, siempre actuáis con jactancia y soberbia. Yo tenía un trabajo que hacer y lo he hecho lo mejor que he podido. Ahora os toca a vos cumplir con el vuestro. Ahorradme, pues, el miserable espectáculo de vuestra absurda petulancia.
Manrique soltó un exabrupto.
– Algún día, Galcerán, comprenderéis las tonterías que un hombre como vos puede llegar a decir en momentos como éste. ¡Cargadlos en el carro! -ordenó perentoriamente, y luego, bajando la voz, dijo-: Adiós, Sara, dulce amiga. Lamento que hayamos vuelto a encontrarnos en estas desgraciadas circunstancias.
Sara le dio la espalda, volviéndose hacia mí, pero no pude fijarme en ella porque los monjes se nos abalanzaron y, antes de que supiéramos cómo, nos encontramos en el interior de un estrecho cajón de madera con un minúsculo respiradero atravesado por barrotes. Era un carretón cerrado para el transporte de presos. Caímos los tres al suelo con la primera sacudida y así iniciamos un viaje, que yo suponía corto y hacia la muerte, pero que duró, en realidad, cuatro días completos, durante los cuales atravesamos a toda velocidad las interminables llanuras castellanas de Tierra de Campos y el pedregoso páramo leonés, escuchando el galope enloquecido de los caballos, los gritos del postillón y el incesante restallar del látigo.
Nuestro viaje culminó en el infierno. Al atardecer del último día, después de atravesar los Montes de Mercurio [40], nos sacaron a empujones del carretón y nos fajaron los ojos con lienzos negros. Sin embargo, durante un instante tuvimos ocasión de contemplar un paisaje diabólico de sobrecogedores picachos rojos y agujas anaranjadas, salpicado por hoyas de verdes boscajes. ¿Dónde demonios estábamos? A un lado, una colosal embocadura de unas dieciséis o diecisiete alzadas [41] daba paso a una galería de paredes rocosas que torcía y serpenteaba hasta perderse de vista en las profundidades de la tierra. A golpes, nos introdujeron en aquel túnel y avanzamos un largo trecho tropezando, resbalando en no sé qué aguas y cayendo al suelo repetidamente, y luego, de pronto, todos mis recuerdos se vuelven confusos: el eco de las voces de mando en aquellos pasadizos ciclópeos se apagó poco a poco en mis oídos después de recibir un violento mazazo en la cabeza.
Cuando desperté había perdido completamente el sentido de la situación y del tiempo. No tenía ni idea de dónde me hallaba, ni por qué, ni en qué día, mes o año. Me dolía horrorosamente la parte posterior del cráneo en la que había recibido el golpe -un poco mas arriba de la nuca-y no era capaz de hilar pensamientos con cordura ni de coordinar los movimientos de mi cuerpo. Sufría de una gran angustia en la boca del estómago y no empecé a sentirme mejor hasta después de haber vomitado el alma. Poco a poco fui recuperando la conciencia y me incorporé lastimosamente apoyando un codo sobre las losas del suelo. Aquel sitio apestaba (yo había contribuido a ello) y hacía un frío terrible. Junto a mí, esparcidas en el suelo de cualquier manera, se hallaban nuestras pobres posesiones; al parecer, después de examinarlas bien, no las habían considerado lo suficientemente valiosas como para privarnos de ellas.
A la luz de un débil resplandor que se colaba a través de los barrotes de la puerta, alcancé a ver a Sara y a Jonás, que yacían inconscientes al fondo de la mazmorra sobre unos montones de paja. Como pude, me acerqué hasta el chico para comprobar que respiraba; después hice lo mismo con Sara, y luego, sin darme cuenta, me dejé caer a su lado y hundí la nariz en el cuello de la hechicera.
Mucho después, cuando desperté de nuevo y me removí, la judía, que apenas se había distanciado lo suficiente para mirarme, me preguntó en un susurro:
– ¿Cómo estáis?
No supe qué contestar. Por mi mente pasó la duda de si estaría preguntándome por mi estado o por la comodidad de encontrarme recostado sobre ella. Me incorporé, sintiéndome azorado e inseguro, y me costó lo mío separarme de su cuerpo.
– Me duele horriblemente la cabeza, pero, por lo demás, estoy bien. ¿Y vos?
– También a mí me golpearon -musitó llevándose una mano a la frente-. Pero me encuentro bien. No tengo nada roto, así que no preocuparos.
– ¡Jonás! -llamé al muchacho.
El abrió un ojo y me miro.
– Creo que no… que no… podré volver a moverme nunca más -balbuceó entre gemidos.
– Veámoslo. Levanta una mano. Bien, así me gusta. Ahora el brazo completo. Perfecto. Y ahora intenta mover una de esas piernas que no volverán a caminar nunca más. ¡Espléndido! Estás muy bien. No puedo examinarte el iris porque no hay luz, pero confiemos en tu fuerte constitución y en las ganas de vivir de tu joven cuerpo.
– Deberíamos empezar a pensar en cómo salir de aquí- soltó Sara con impaciencia.
– Ni siquiera sabemos dónde estamos.
– Es evidente que en un calabozo bajo tierra. ¡Este lugar no tiene precisamente el aspecto de un palacio!
Me aproximé a la puerta y, a través de los barrotes, inspeccioné el exterior.
– Es una galería tan larga que no puedo ver el final y la antorcha que nos alumbra está medio consumida.
– Alguien vendrá a reponerla.
– No estéis tan segura.
– Me niego a creer que nos tengan destinado un final tan cruel.
– ¿En serio…? -dejé escapar con sarcasmo-. Entonces recordad al papa Clemente, al rey Felipe el Bello, al guardasellos Nogaret, al frere de San Juan de Ortega, y al desgraciado conde Le Mans.
– Eso es distinto, freire. A nosotros no nos dejarán morir así, confiad en mí.
– Mucho creéis vos en la virtud templaria.
– Me crié en la fortaleza del Marais, os lo recuerdo, y los templarios salvaron mi vida y la de mi familia. Los conozco mejor que vos, y estoy segura de que, dentro de poco, alguien vendrá a reponer la antorcha y espero que también a traernos comida.
– ¿Y si no es así? -preguntó el chico atemorizado.
– Si no es así, Jonás -le respondí yo-, nos prepararemos para bien morir.
– ¡Sire, por favor! -desaprobó Sara de muy malas maneras-. ¡Dejad de atemorizar a vuestro hijo con tonterías! No te preocupes, Jonás. Saldremos de aquí.
Poco más cabía hacer sino esperar la llegada de algún ser vivo a través de aquella silenciosa galería. Por mi cabeza pasaban diferentes proyectos: si la ocasión resultaba propicia, podríamos atacar a los carceleros, pero sí eso no era posible -como yo mucho me temía-, nos quedaba la posibilidad de hacer un agujero en la pared, de blanda tierra arcillosa, aunque eso nos llevaría semanas de duro trabajo; y si ni siquiera la idea del agujero era factible, todavía podríamos atacar los desvencijados goznes de la puerta y su cerradura de hierro oxidado, o los astillados travesaños y cuarterones de la madera.
Bien mirado, muy poco parecía preocupar a los templarios la seguridad de nuestro encierro. Aquel portalón era cualquier cosa menos un obstáculo invencible para escapar del calabozo. Pero si ya estaba bastante sorprendido al comprobar la facilidad con que aquella hoja de madera podía venirse abajo, mi pasmo fue mayúsculo cuando escuché el ruido de una llave al girar y la voz familiar de Nadie que nos pedía autorización para entrar y ofrecernos alimentos. Jonás echó una mirada resentida a la puerta y se dio la vuelta de forma ostentosa.
Un par de freires sirvientes, ataviados con sus sayales negros de templarios de segunda, acompañaban al ahora transformado Nadie, que nos ojeó con curiosidad y ojeó también la celda. A un gesto de su mano, uno de los criados empezó a cambiar la paja vieja por nueva, a limpiar mi vómito y a barrer y remover la tierra del suelo. El otro depositó cuidadosamente ante Sara una gran bandeja repleta de comida (pan blanco, una olla de barro rebosante de caldo, pescado salado, puerros frescos y un ánfora de vino); luego entró y salió de la mazmorra para colocar un taburete de cuero detrás de Nadie -que lo ocupó en el acto, quitándose de la cabeza el bonete de algodón que le cubría la calvicie-, y por último se retiró discretamente escoltado por su compañeroo. La puerta permaneció abierta de par en par.