Iacobus - Asensi Matilde 32 стр.


– Siempre es un placer reencontrar a los viejos amigos -afirmó Nadie. Se le veía satisfecho. Vestía con orgullo el indumento de caballero templario y se envolvía en su capa blanca con gestos tan naturales y cómodos que ya no me era posible recordarle vestido de comerciante peregrino.

Jonás lanzó un gruñido desde su rincón y Sara decidió que era el momento de irse con el muchacho. Yo no despegué los labios.

– Debo pediros perdón por lo de Castrojeriz, doña Sara -declaró dirigiéndose a ella-. Por si os consuela, sabed que he sido duramente castigado por mi falta contra vos.

– Me da igual, sire. No tengo el menor interés por vuestras cosas -respondió la judía con la voz cargada de dignidad.

Viendo que sus humildades y mansedumbres le valían de bien poco, el hermano Rodrigo decidió ir directamente al grano:

– He sido enviado para informaros de vuestra situación. Os encontráis a mucha profundidad por debajo de la superficie de la tierra, al fondo de una galería ciega que forma parte de los cientos de galerías que horadan esta vertiente de los Montes Aquilanos. Este lugar, llamado Las Médulas, a doce millas de Ponferrada, es, por desgracia, el último reducto libre de mi Orden por estos y otros muchos reinos. Antes teníamos una verdadera red de castillos y fortalezas en esta zona del Bierzo: Pieros, Cornatel, Corullón, la misma Ponferrada, Balboa, Tremor, Antares, Sarracín… y casas en Bembibre, Rabanal, Cacabelos y Villafranca. Ahora, por desgracia, sólo nos quedan estos túneles.

El silencio en torno a Nadie se espeso.

– Presumo que vos, don Galcerán -continuó, demostrando una actitud realmente voluntariosa-, ya habréis observado lo endeble de vuestra prisión y, sin embargo, dejadme que os diga que escapar de Las Médulas es imposible y si habéis leído a Plinio [42] sabréis de qué os estoy hablando.

La mención a Plinio despertó mi memoria. En su grandiosa Historia Natural, el sabio romano hablaba de la descomunal explotación minera llevada a cabo por el emperador Augusto en la Hispania Citerior allá por los albores de nuestra era. Un lugar en concreto de esa Hispania romana merecía toda la atención del erudito: Las Médulas, de donde los romanos obtenían veinte mil libras de oro puro al año. El sistema empleado para arrancar el metal a la tierra era el llamado ruina montium, que consistía en soltar de golpe grandes cantidades de agua desde formidables embalses situados en los puntos más altos de los Montes Aquilanos. El agua liberada descendía furiosamente a través de siete acueductos y, al llegar a Las Médulas, encallejonada en una red de galerías excavadas previamente por esclavos, provocaba grandes desprendimientos y perforaba la tierra. Los restos auríferos eran arrastrados hasta las agogas, o enormes lagos que actuaban como lavaderos, donde se recogía y limpiaba el dorado metal. Toda esta actividad se estuvo realizando ininterrumpidamente durante doscientos años.

Esa era la explicación de los picachos rojos y las agujas naranjas: restos de montañas devastadas por furiosas corrientes. Y era también la explicación de la tremenda seguridad de nuestro encierro: ni con el hilo de Ariadna -el que utilizó leseo para salir del laberinto-, hubiéramos podido escapar de aquella endiablada maraña de túneles. Estábamos más atrapados que si nos hubieran cargado de cadenas.

– Veo, por vuestra cara, don Galcerán, que habéis comprendido lo inútil de cualquier intento de fuga. Siendo así, no tendremos problemas. Y ya sólo me resta una cosa -Nadie se puso en pie y se encaminó hacia la salida-. Se me ha ordenado comunicaros que próximamente seréis trasladados, para siempre, a un lugar mucho más seguro que éste, y éste, don Galcerán, es de los más seguros de la tierra, os lo puedo garantizar.

Abandonó nuestra celda con mucha dignidad y la puerta se cerró ruidosamente tras él. Cuando volvimos a quedarnos solos, los tres prisioneros permanecimos largo rato en el mismo silencio que habíamos mantenido mientras Nadie estaba con nosotros. Yo no dudaba acerca del próximo paso a dar: mientras estuviésemos vivos había que seguir luchando, y puesto que nuestro destino, fuera cual fuera, parecía escrito en piedra, ¿por qué no intentar introducir todas las variaciones posibles, si después de todo íbamos a llegar al mismo lugar?

– ¡En pie! -exclamé irguiéndome de un salto.

– ¿En pie? -preguntó Sara extrañada.

– Nos vamos de aquí.

– ¿Nos vamos de aquí? -repitió Jonás aún más extrañado.

– ¿Es que vais a estar regurgitando todo lo que yo diga hasta el día del Juicio Final? ¿Acaso no hablo con suficiente claridad? He dicho que nos vamos, así que recoged las escarcelas porque tenemos un arduo trecho por delante.

Mientras ellos se preparaban, y como la daga de Le Mans era lo único que no me habían devuelto, saqué los documentos y salvoconductos falsos de la caja de estaño en la que los llevaba y, dejándola caer al suelo, la pisé con firmeza, y fui plegándola y pisándola hasta convertirla en un pequeño y resistente scalpru . Luego me dirigí a la puerta y, haciendo palanca con la herramienta que acababa de fabricar, hice saltar los viejos y oxidados clavos de la cerradura, que extraje de su hueco en la madera en una sola pieza. El portalón se entreabrió, arrastrado por su propio peso.

– ¡Vámonos! -exclamé alborozado.

Seguido por Sara y Jonás, emprendí la huida por el largo pasillo subterráneo, no sin antes haber cogido la antorcha que llameaba en la pared junto a la celda. Mi única preocupación era tropezar de bruces con alguna patrulla de templarios.

El pasillo seguía en línea recta unos cinco estadios y luego descendía por unas escaleras labradas en el suelo y continuaba otros cinco estadios más. De repente, empezó a girar a la siniestra, dibujando un arco perfecto, hasta llegar a una bifurcación de caminos. Allí me detuve, indeciso. ¿Qué dirección debía tomar? Se imponía adoptar un criterio general del tipo «siempre a la diestra» o «siempre a la siniestra» -en un laberinto es la única decisión posible-, y marcar las intersecciones por donde pasaramos para reconocerlas si, por desgracia, volvíamos a ellas.

– ¿Hacia dónde os parece a ambos que deberíamos ir? -pregunté quedamente, sacando el scalpru de mi cinturón para hacer una muesca en la pared.

– ¿Lo ves, Jonás? -oí susurrar a Sara-. Esto es lo que yo te decía. El camino está marcado como en los túneles del subsuelo de París.

Me giré sorprendido y tuve que bajar la mirada para encontrar, de hinojos frente a una esquina, a Jonás y a Sara, que me daban la espalda.

– ¿Se puede saber qué demonios estáis haciendo? -bramé (en voz baja, por supuesto, pues todos nuestros diálogos eran pronunciados en susurros para no alertar a los templarios).

– ¡Mirad, sire! -me dijo Jonás con los ojos brillantes-. Sara ha encontrado las señales para poder salir de aquí.

– ¿Os acordáis de las muescas que mirábamos en las galerías subterráneas de París?

– ¡Vos me guiabais, yo no vi nada de nada!

– Si lo visteis, pero no os fijasteis, freire Galcerán. Yo consultaba de vez en cuando las marcas en las esquinas para que no nos perdiéramos, pues, por precaución, debía tomar cada día un camino diferente.

– Ahora que lo decís… -murmuré a regañadientes, recordando aquellos viajes nocturnos realizados apenas tres meses atrás. ¡Tan sólo tres meses!, me dije sorprendido. Parecía que una vida completa hubiera transcurrido desde entonces.

– ¿Veis? -dijo Sara volviendo la cara de nuevo hacia la parte baja del recodo-. Acercad la antorcha.

Iluminé lo mejor posible la zona que ella señalaba y me incliné a observar. Tres muescas profundas se apreciaban en el borde de la arista, todas idénticas, de igual ancho y profundidad, hechas, a no dudar, con el mismo especial instrumento.

– ¿Qué significa? -¡Oh, bueno…! Puede significar muchas cosas en función de lo que se busque.

– Buscamos la salida -aclaró Jonás, por si acaso lo habíamos olvidado.

– Entonces debemos tomar a la diestra. Ese es el buen camino. Caminamos unos tres estadios más por aquel corredor, y volvimos a encontrarnos en una intersección de galerías. En esta ocasión, cuatro posibilidades se nos ofrecían, una a la diestra y otra, que se dividía en un abanico de tres ramales, a la siniestra. Las dimensiones eran descomunales, entre seis y doce alzadas por boca de túnel. Parecíamos pequeñas hormigas caminando por las naves de una catedral. Sara me arrastró hacia las marcas de cada una de las esquinas, para que la iluminara mientras ella miraba. Con el dedo señaló el pasadizo que continuaba en línea recta al que habíamos seguido para llegar hasta allí.

– Ése -dijo muy segura. -Ése también está señalado por tres marcas -observó Jonás.

– Las tres marcas significan «buena dirección», aunque también pueden significar «entrada» o «salida».

– ¡Pero eso no es posible! Una misma señal no puede tener tres significados distintos.

– Pues ésta tiene bastantes más, pero sólo os menciono los que se ajustan mejor a lo que estamos buscando.

¿Y si en lugar de tres hubiera dos muescas?

– También podría significar muchas cosas. En nuestro caso, por ejemplo, «desvío», «atajo», «refugio» o «capilla», si es que deseáis rezar antes de salir.

– ¿Y una sola muesca?

– ¡Nunca sigas las galerías marcadas con una sola muesca, Jonás! -exclamó Sara muy seria y con voz grave-. No regresarías jamás.

– Pero ¿qué significa?

– Una muesca puede significar, por ejemplo, «trampa», «camino sin salida» o… «muerte». Si tuviésemos que separarnos por alguna razón, seguid siempre las galerías que muestren la triple marca y, si no la hubiera, las que muestren la marca doble. Jamás, ¡jamás!, ¿me oís bien?, las que sólo tienen una. Si todos los pasadizos estuvieran marcados por una sola muesca, retroceded hasta la intersección anterior y elegid de nuevo la menos mala de las restantes direcciones.

Al final de aquel inmenso corredor nos esperaba una vasta explanada vacía que sólo tenía una salida a la diestra. Cohibidos por la grandiosidad de aquellos lugares y por las tinieblas que nos rodeaban, avanzamos sigilosamente hacia allí. Por fortuna, la marca era de nuevo triple. La catacumba dibujaba una pequeña curva a la siniestra antes de lanzarse hacia adelante. A la diestra fuimos dejando una serie de siete bocas de túnel marcadas con la señal sencilla, la de una única muesca, así que nos abstuvimos de entrar. Cuando llegamos al final, encontramos otra explanada, aunque un poco más pequeña que la anterior. Nos quedamos helados cuando descubrimos que no tenía salida alguna.

– ¿Y ahora qué? ¿No decíais que íbamos por buen camino? -preguntó Jonás a la hechicera.

– Y por buen camino íbamos, te lo aseguro. Esto también es incomprensible para mí.

Me quitó la antorcha con un gesto rápido y comenzó a examinar las curvadas paredes, a tantearías con la palma de la mano, a remover la tierra con los pies.

– ¡Aquí hay algo! -exclamó alborozada al cabo de un tiempo-. ¡Mirad!

El muchacho y yo nos inclinamos hacia el claro que Sara había despejado en el suelo con las sandalias. Un grabado pequeño, de apenas el tamaño de la palma de mí mano, y muy bien ejecutado, representaba la figura de un gallo con el cuello estirado y el pico abierto en actitud de cantar. De inmediato me resultó familiar y recordé enseguida dónde había visto recientemente una imagen idéntica.

– ¿Qué puede significar? -me preguntó Jonás, arqueando las cejas. -La simbología del gallo es múltiple -expliqué mientras dejaba caer al suelo mi escarcela y sacaba apresuradamente de su interior la talega de los remedios, la que había dispuesto por si nos hacían falta medicinas durante el viaje y que, de momento, sólo me había servido para preparar el purgante con el que, en Nájera, me había deshecho del viejo Nadie-. Por su relación con el amanecer -continué hablando-, simboliza la victoria de la luz sobre las tinieblas. Entre los antiguos griegos y romanos, y todavía en algunos pueblos de Oriente, el gallo representa la combatividad, la lucha y el valor. Para los cristianos, sin embargo, es un símbolo de la Resurrección y el retorno de Cristo.

Mientras hablaba, extraía a puñados de la talega los saquitos que contenían las hierbas curativas y, cuando estuvieron todos fuera, sobre el suelo, empecé a desatar los cordoncillos que los aseguraban y a arrojar al aire, sin miramientos, el contenido. Sara y Jonás me miraban boquiabiertos.

– ¿Se puede saber qué estáis haciendo, micer? -consiguió preguntar finalmente la hechicera.

– ¿Recuerdas, Jonás, que en la cripta de San Juan de Ortega encontramos un rollo de cuero lacrado con el sello templario?

– Sí. Lo cogisteis mientras escapábamos.

– Pues bien, el día que permanecí solo en el Hospital del Rey, en Burgos, esperando noticias tuyas, recordé que no lo había examinado, así que rompí el lacre y lo abrí. Era una pieza de cuero como de media vara de largo por otra media de ancho, y estaba llena de dibujos herméticos acompañados por breves textos latinos escritos en letras visigóticas. El encabezado era un versículo del Evangelio de Mateo: Nihil enim est opertum quod non revelabitur, aut occultum quod non scietur , «Nada hay oculto que no llegue a descubrirse, ni secreto que no venga a conocerse»… En aquel momento, naturalmente, me resultó incomprensible, pero no albergaba dudas de que se trataba de algo importante que debía conservar y, como no me fiaba de Joffroi de Le Mans, me puse a pensar en alguna forma segura de ocultarlo, alguna que no despertara sospechas, así que dividí el cuero en pedazos, más o menos de igual tamaño y forma que los utilizados para guardar las hierbas, y sustituí los viejos saquitos por los nuevos.

– ¿Y…? -me urgió Sara al ver que me detenía para tomar resuello.

– ¿Y…? ¿Es que no está claro? Pues mirad bien, hechicera, y decidme si no es ese gallo del suelo idéntico al gallo dibujado en este pedazo de badana.

Le alargué uno de los recortes y ella lo cogió de mis manos y lo iluminó con la antorcha para contemplarlo detenidamente.

– ¡Es el mismo signo! -exclamó mostrándoselo a Jonás que, como la superaba en estatura más de una cabeza, se asomaba cómodamente por encima de su hombro.

– Aquí hay algo -dijo el muchacho tomando el fragmento de las manos de Sara-. ¿No lo veis? Lleva una estampación. Está muy desdibujada pero no hay duda de que va unida al símbolo del gallo.

Ahora era mi turno de arrebatar el cuero. El chico tenía razón, allí había algo más: podía distinguirse la imagen de un árbol esbelto, que surgía de una figura yacente, coronado por un esférico Crismón. Estaba claro que era una representación abreviada del Árbol de Jesé, con el profeta Isaías durmiendo en la base y Jesucristo en lo alto.

– Et egredietur virga de radice Iesse… [45]‘ -recitó Jonás, que había llegado, al parecer, a la misma conclusión que yo.

– Veo que no has olvidado tus años de puer oblatus -le dije complacido.

Enrojeció hasta las orejas y los labios le dibujaron una sonrisa de satisfacción que trató inútilmente de disimular.

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