Iacobus - Asensi Matilde 8 стр.


Por las noches, sobre todo aquellas que pasábamos a la intemperie en mitad del campo, le miraba dormir a la luz de las brasas buscando en sus rasgos los rasgos lejanos de su madre. Y, para mi tormento, los encontraba. Tenía las mismas cejas finas y la misma frente despejada, y el óvalo de su cara dibujaba los mismos ángulos perfectos y las mismas sombras. Algún día ten-dría que contarle la verdad… Pero aún no. Aún no era el momento, yo no estaba preparado y me preguntaba, lleno de temor, si lo estaría alguna vez.

Entramos en París una calurosa y soleada mañana de verano, apenas unos días después del decimocuarto cumpleaños de Jonás, cruzando la muralla de Felipe Augusto por la puerta de la torre de Nesle y saliendo justo por el otro lado: como no podíamos alojarnos en la capitanía provincial de mi Orden, buscamos acomodo en una casa de huéspedes del suburbium del Marais, fuera de las murallas, en un hostel llamado Au Lion d‘Or. La elección no era casual: unas pocas casas más allá comenzaba lo que en su día fue el populoso barrio judío de París, ahora casi desierto tras la expulsión ordenada por Felipe, y, a su lado, imponentes y majestuosas, se elevaban hacia el cielo las torres puntiagudas de la residencia conventual de los caballeros templarios. Sólo hacía falta admirar por un momento aquel conjunto de construcciones amuralladas en medio de un terreno pantanoso -y, por sectores, roturado-, para comprender hasta dónde había llegado el poder y la riqueza del Temple. Más de cuatro mil personas, entre milites, refugiados de la justicia real, artesanos, campesinos y judíos, habían vivido en su interior. Lo verdaderamente increíble no era que Felipe IV hubiera tenido redaños suficientes para ordenar la detención masiva de sus ocupantes en mitad de la noche, no; lo que jamás cabría en cabeza humana es que lo hubiera conseguido: aquella fortaleza en las afueras de París parecía realmente inexpugnable. Ahora estaba en manos de mi Orden, y aunque me duela decirlo, ya no quedaba nada en ella de su antiguo esplendor.

Nuestro cuarto en el Hostel au Lion d‘Or era amplio y soleado, disponía de un ancho scrinium para trabajar, una mesilla con un lavamanos y tenía unas vistas inmejorables de los campos del forisburgus del Marais; además, y esto es lo importante, las comidas de la dueña no eran del todo malas. Mi lecho de madera estaba en el Centro del cuarto y el jergón de bálago de Jonás bajo las ventanas; en un primer momento pensé que sería mejor cambiarlo de lugar para evitarle una pulmonía, pero luego varié de opinión: tumbado en aquel lugar podría observar las constelaciones y los fenómenos celestes. Un par de mantas bastarían para aliviarle del frío nocturno.

Si se me permite el comentario, diré que lo único malo de París es que está lleno de gente. Por todas partes encuentras grupos de estudiantes, de actores que representan sus obras, de mercaderes que discuten precios, de nobles a la caza de aventuras, de campesinos, de obreros, de capellanes camino de sus residencias o de los numerosos conventos de la ciudad, de judíos, vagabundos, menesterosos, pintores, orfebres, meretrices, jugadores, guardias reales, caballeros, monjas… Dicen que viven allí doscientas mil personas, y la cosa llega hasta el punto de que las autoridades han tenido que poner pesadas cadenas fijadas en los extremos de las calles para poder bloquearlas de inmediato a fin de moderar la circulación de personas, coches y jinetes. Jamás había visto en ciudad alguna, y he conocido bastantes a lo largo de mi vida, un tráfico tan terrible como el de París; no pasa día que no muera alguien atropellado por el carruaje de algún amante de la velocidad. Naturalmente, con tanto alboroto, los robos son tan comunes como el Pater Noster, y hay que llevar mucho cuidado para que no te birlen la bolsa del oro sin que te des cuenta. Y para terminar con la lista de males de París, diré que, si hay algo todavía más abundante que las personas son las ratas, unas ratas enormes como lechones. Un día cualquiera en esa ciudad puede resultar agotador.

En mitad de aquella locura yo debía encontrar a una mujer llamada Beatriz d‘Hirson, dama de compañía de Mafalda d‘Ar-tois, suegra de Felipe V el Largo, rey de Francia. Bien pensado, los salvoconductos extendidos a mi nombre por la Orden valenciana de Montesa me servirían de muy poco para ser admitido en presencia de una mujer como Beatriz d‘Hirson, que aunque ca-rente, al parecer, de título nobiliario, debía ser descendiente de la más rancia nobleza francesa para ocupar un cargo como el de dama de compañía de la poderosa Mafalda. Estuve meditando sobre ello un buen rato y finalmente llegué a la conclusión de que lo mejor sería escribirle una carta de presentación en la que dejaría entrever, con exquisita sutileza, que mi interés por verla estaba relacionado con algún asunto relativo a su antiguo amante, Guillermo de Nogaret. Esto, si yo no estaba equivocado en mis sospechas, provocaría un recibimiento inmediato.

Escribí la carta con todo cuidado y envié a Jonás al palacio de la Cité para entregarla en persona, si eso era posible; no quería que esas letras pudieran caer en manos de cualquiera. Yo, entretanto, pasé la mañana revisando mis notas y planeando los pasos subsiguientes. Se imponía obligatoriamente una rápida visita al bosque de Ponç-Sainte-Maxence, a pocas leguas de París hacia el norte, para estudiar en persona el lugar donde Felipe IV el Bello, padre del actual rey, había caído del caballo, decían, y había sido atacado por un enorme ciervo. Según los informes que me había facilitado Su Santidad, la mañana del 26 de noviembre de 1314 el rey había salido a cazar por los bosques de Ponç-Sainte-Maxence en compañía de su camarero, Hugo de Bouville; su secretario particular, Maillard, y algunos familiares. Cuando llegaron a la zona -que el rey conocía bien porque cazaba allí con frecuencia-, los campesinos les indicaron que, en dos ocasiones recientes, había sido visto por los contornos un raro ciervo de doce cuernas y hermoso pelaje grisáceo. El rey, deseoso de conquistar tan impresionante pieza, se lanzó en su captura con tanto empeño que terminó por dejar atrás a sus compañeros y por perderse en la floresta. Cuando tiempo después consiguieron encontrarlo, estaba tendido en el suelo repitiendo sin cesar: «La cruz, la cruz…» Fue trasladado inmediatamente a París, aunque él (que apenas podía hablar), pidió que le llevaran a su querido palacio de Fontainebleau, en el que había nacido. La única señal de violencia que los médicos pudieron encontrar en su cuerpo fue un golpe en la parte posterior de la cabeza que debió provocarse, con toda seguridad, al caer del caballo, cuando fue atacado por el ciervo. Falleció después de doce días de demencia durante los cuales su único y constante deseo era beber agua, y cuando murió, para terror de los presentes y de la corte en general, sus ojos se negaron a ser cerrados. Según la copia que obraba en mi poder del informe de Reinaldo, gran inquisidor de Francia -que acompañó al rey durante sus últimos días-, los párpados del fallecido monarca volvían a abrirse una y otra vez, por lo que se hizo necesario taparlos con una venda antes de enterrarlo.

Para mí estaba claro que en aquellos papeles se planteaban muchas preguntas sin respuesta, por ejemplo: ¿por qué el rey no había hecho sonar su trompa cuando fue atacado por el ciervo?, ¿dónde estaba la jauría de perros?, ¿quién había visto a ese venado de cornamenta imposible?, ¿había cazado alguien realmente a ese animal después del accidente?, ¿cómo pudo perderse el rey en unos parajes que, al parecer, conocía perfectamente?… En cuanto a los síntomas que presentaba: sed, incapacidad para expresarse, locura, párpados rebeldes… todo eso encajaba bien con el golpe en la cabeza. Yo había leído sobre casos de gente que, sí llegaban a despertar después de un golpe así y no morían, habían mudado de carácter para siempre, o habían perdido la razón, o repetían mecánicamente palabras o movimientos corporales sin sentido, o tenían visiones, o se les despertaba un hambre insaciable que terminaba matándolos, o, como en este caso, una sed insoportable. No era eso lo que me preocupaba, estaba claro que el golpe en la cabeza era la causa de todo, pero ¿y esas palabras, «La cruz, la cruz…»?, ¿a qué cruz se refería el rey?

Jonás regresó un par de horas más tarde con la camisa colgando fuera del jubón, las calzas llenas de barro y las mejillas coloradas.

– ¿Qué novedades me traes? -le pregunté sonriendo.

– ¡París es la ciudad más hermosa del mundo entero! -exclamó dejándose caer todo lo largo que era sobre su jergón.

– ¿Acaso has conocido a alguna guapa muchacha?

Incorporó un poco la cabeza y me miró con reproche.

– Todavía soy novicius.

– Al parecer, no por mucho tiempo -comenté dejando a un lado el cálamo y el scaepellum-. ¿Has podido entregar la carta a Beatriz d‘Hirson?

– ¡Ha sido terrible, sire! Veréis, llegué hasta la zona del palacio que llaman La Conciergerie, donde vive la corte, y que es, en verdad, la construcción más bella de Francia. Los guardias de la verja me impidieron el paso, claro, y yo les pedí que avisaran a esa dama porque traía un mensaje importante para ella. Primero se rieron mucho de mí, pero, ante mi insistencia, enviaron a un mozo al interior del palacio. Tardó muchísimo en volver y, cuando lo hizo, dijo que la dama no me recibiría porque no sabía quién era yo ni tampoco quién erais vos, sire. De verdad que no comprendo -dijo malhumorado-cómo me habéis enviado tan inocentemente a una misión tan complicada. ¿No sabéis que a la nobleza no se accede así como así?

– La nobleza, mi querido Jonás, la auténtica nobleza, no tiene mucho que ver con los cortesanos. -Pues bien, sire, a los cortesanos no se les puede hacer llegar mensajes como si tal cosa

– ¿Y cómo resolviste el problema? -pregunté con interés.

– ¿Y cómo sabéis que lo resolví?

– Porque tu actitud hubiera sido muy distinta de no haber podido cumplir el encargo. Para empezar no habrías entrado con esa cara de alegría, ni estarías contándome tu odisea con ese tono de reproche si no la hubieras culminado con éxito. De ese modo, enfatizas tu victoria.

– ¿Qué es odisea?

– ¡Pardiez, Jonás! ¡Eres un ignorante! ¿Es que en el monasterio no has leído la hermosa obra De bello Trojano de Iosephus Iscanus, o la popular Ilias Latina de Silio Itálico, que recitan hasta los goliardos en las universidades?

– ¿Queréis conocer el final de mi historia o no? -atajó enfadado.

– Quiero, pero el tema de tu educación vamos a tener que hablarlo seriamente un día de éstos.

– Pues bien, estuve dando vueltas por la Cité durante un rato, viendo las obras de la nueva catedral de Notre-Dame y visitando las capillas de St.-Denis-du-Pas y St.-Jean-le-Rond, en cuyas puertas se dejan por la noche a los niños abandonados como yo, ¿lo sabíais?

– ¿Cómo iba a saberlo?

– Bien… El caso es que después de un rato, volví a La Conciergerie, dispuesto a no moverme hasta que encontrara una ocasión propicia para hacer llegar el mensaje. Como me aburría, me senté junto a una vieja que vendía tortas fritas junto a la verja y entablé una interesante conversación sobre las costumbres de los habitantes del palacio. Me dijo que el coche de Mafalda d‘Artois no tardaría en salir, como todos los días, por una de las puertas laterales de la rue de la Barillerie y, que si estaba atento, podría verla pasar por la Tour de l‘Horloge. Entonces me dije que una señora de tanta importancia no puede salir a la calle de día sí no va acompañada por sus damas, así que la tal Beatriz d‘Hirson estaría seguramente dentro del carruaje. En cuanto la vieja me señaló el lujoso vehículo de la madre de la reina, calculé la distancia, la velocidad y el salto necesario para encaramarme a la portezuela de la cámara.

– ¡Vivediós, Jonás!

– ¡Haríais bien en no blasfemar en mi presencia, sire, o me veré obligado a dejar de hablaros!

– ¡No seas tan melindroso, muchacho! -protesté airado, dando una firme patada en el suelo que retumbó como un tambor sobre la madera-. Más que novicius, en ocasiones pareces una delicada damisela. He conocido novicius con peor vocabulario que el mío.

– Serán los de vuestra Orden, que ni son novicias ni son nada.

Sentí ganas de abofetearle, pero recordé a tiempo que, no en vano, y en buena medida por mi culpa, había pasado catorce años entre monjes mauricenses. Su evolución era rápida y favorable, de modo que debía darle algo más de tiempo.

– ¡Maldita sea -grité a pleno pulmón, dando un puñetazo sobre mi scrinium-, termina de hablar de una vez!

Otro, en su lugar, se hubiera acobardado, pero él no: se sentó cómodamente con la espalda apoyada contra la pared y me miró con descaro.

– Bueno, pues cuando el coche de Mafalda d‘Artois estaba a punto de llegar a mi altura, cogí impulso con una pequeña carrera y salté pasando justo por delante del morro de uno de los caballos de la guardia. Mi estatura favoreció la artimaña. Metí la cabeza por el ventanuco y pregunté con voz suave y galante, para no asustar a las damas: «¿Alguna de ustedes es Beatriz d‘Hirson?» Dentro había tres mujeres, pero no hubiera sabido decir quién era cada una de ellas; lo gracioso es que los ojos de dos de las damas se volvieron hacia la tercera, que permanecía silenciosa y asustada en un rincón del carruaje. Deduje, pues, que la tal Beatriz era ella y le alargué la mano con vuestra carta, pero para entonces los guardias ya estaban tirando de mi hacia atrás, gritando como locos y golpeándome en la espalda y en las posaderas con todas sus fuerzas. Miré a la dama, le dediqué la mejor de mis sonrisas para parecer un joven galante, y dejé caer la nota sobre su vestido mientras le decía afectuosamente: «Leedla, señora, es para vos.» Salí despedido hacia el suelo pero, por fortuna, caí de pie en un charco de barro. -Suspiró y miró con lástima sus sucias calzas nuevas-. Los guardias me golpearon hasta que eché a correr como alma que lleva el diablo en dirección al Ponç aux Meuniers, perdiéndome entre la multitud. Bien -concluyó satisfecho-, ¿qué os parece mi actuación?

Mi pecho estallaba de orgullo paterno.

– No está mal, no está mal… -murmuré con el ceño fruncido-. Hubieras podido terminar en los calabozos del rey.

– Pero estoy aquí y todo ha salido espléndidamente: la dama tiene vuestra nota y ya sólo debemos esperar la respuesta. ¡Me gusta Paris! ¿A vos no os pasa lo mismo…?

– Prefiero, si de elegir se trata, otro tipo de ciudad más tranquila.

– Sí, lo comprendo… -murmuró inocentemente-. La edad avanzada influye mucho en los gustos.

Ponç-Sainte-Maxence era un bosque tan profundo y oscuro que, a pesar de encontrarnos en una luminosa mañana de primavera, mientras nos adentrábamos en él teníamos la torva sensación de estar penetrando en un lugar lleno de peligros y misterios desconocidos. En un par de ocasiones elevé la mirada hacia la cúpula del ramaje y apenas pude divisar un resquicio por donde se cola-se la luz del sol. Sólo los pájaros parecían contentos en lo alto de aquellos árboles. Era, sin duda, el lugar ideal para la caza del venado, cuyos balidos se escuchaban por doquier, pero más parecía una floresta maldita, propiedad de los seguidores del Maligno, que un grato lugar de holganza.

No distaba mucho de París -en dos horas podían cabalgarse cómodamente las quince leguas de distancia poniendo a buen paso las caballerías-, pero la diferencia entre un lugar y otro era tal, que la separación entre ambos semejaba tan grande como la que separa cualquier punto del orbe de los infiernos. No era de extrañar, por tanto, que después del triste suceso del rey Felipe el Bello la corte hubiera dejado de practicar la caza en aquellos territorios de la Corona.

Jonás y yo nos íbamos internando poco a poco siguiendo cautelosamente una senda abierta en la espesura, mirando a nuestro alrededor de reojo como si temiéramos el ataque repentino de un ejército de malos espíritus. Por eso, cuando escuchamos los ahogados golpes de un hacha golpeando contra la madera, el corazón nos dio un vuelco y detuvimos los caballos con un brusco tirón de bridas.

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