Maktub (spanish) - Coelho Paulo 5 стр.


D ice el maestro: Cuando decidimos actuar, es natural que surjan conflictos inesperados. Es natural que surjan heridas en el transcurso de estos conflictos. Las heridas se curan: quedan las cicatrices, y esto es una bendición. Estas cicatrices permanecen con nosotros el resto de la vida, y nos van a ayudar mucho. Si en algún momento, por comodidad o por cualquier otra razón, la voluntad de volver al pasado es grande, basta con mirar hacia ellas. Las cicatrices nos mostrarán la marca de los grilletes, nos recordarán los horrores de la prisión, y continuaremos caminando hacia adelante.

E n su epístola a los Corintios, san Pablo nos dice que la dulzura es una de las principales características del amor. No lo olvidemos nunca: el amor es ternura. Un alma rígida no permite que la mano de Dios la amolde según Sus deseos. El viajero caminaba por una pequeña carretera del norte de España cuando vio a un campesino acostado en un jardín. -Está usted aplastando las flores -dijo. -No -respondió él-. Intento sacarles un poco de su dulzura.

D ice el maestro: Reza todos los días. Incluso sin Palabras, sin peticiones, sin entender por qué, Haz de la oración un hábito. Si al principio fuese Difícil, proponte a ti mismo: «La próxima semana rezaré todos los días.» Y renueva esta promesa cada siete días. Acuérdate de que no sólo estás creando un lazo más íntimo con el mundo espiritual; también entrenas tu voluntad. Es a través de ciertas prácticas como Desarrollamos la disciplina necesaria para el verdadero combate de la vida. No sirve de nada olvidar la promesa y al día siguiente rezar dos veces. Tampoco sirve de nada rezar siete oraciones en un día y pasar el resto de la semana pensando que has cumplido tu tarea. Ciertas cosas han de ocurrir en la medida y el ritmo apropiados.

U n hombre malo, al morir, se encuentra un ángel a la puerta del infierno. El ángel le dice: -Basta con que hayas hecho algo bueno en esta vida, y eso te ayudará. El hombre responde: -Nunca he hecho nada bueno en esta vida. -Piensa bien -insiste el ángel. Entonces, el hombre recuerda que, una vez, mientras andaba por un bosque, vio una araña en su camino, y la rodeó, evitando pisarla. El ángel sonríe y un hilo de araña desciende de los cielos, permitiendo que el hombre suba hasta el Paraíso. Otros condenados aprovechan para subir también. Pero el hombre se gira y empieza a empujarlos, pues tiene miedo de que el hilo se rompa. En ese momento el hilo cede, y el hombre cae de nuevo al infierno. -Qué pena -el hombre oye decir al ángel-.Tu egoísmo transformó en mal lo único bueno que has hecho.

D ice el maestro: El cruce de caminos es un lugar sagrado. Allí el peregrino ha de tomar una decisión. Por eso, los dioses suelen dormir y comer en los cruces. Donde las carreteras se cruzan, se concentran dos grandes energías, el camino que será escogido y el camino que será abandonado. Ambos se transforman en un solo camino pero simplemente por un pequeño período de tiempo. El peregrino puede descansar, dormir un poco, incluso consultar a los dioses que viven en los cruces, pero nadie puede quedarse allí para siempre: una vez hecha la elección, es preciso seguir adelante, sin pensar en el camino que se dejó de recorrer. O el cruce se transforma en maldición.

E n el nombre de la Verdad, la raza humana cometió sus peores crímenes. Hombres y mujeres fueron quemados. La cultura de civilizaciones enteras fue destruida. Los que cometían pecados de la carne eran mantenidos a distancia. Los que buscaban un camino diferente eran marginados. Uno de ellos, en nombre de la «verdad», acabó crucificado. Pero, antes de morir, dejó la gran definición de la Verdad. No es lo que nos da certeza. No es lo que nos da profundidad. No es lo que nos hace mejores que los demás. No es lo que nos mantiene en la prisión de los prejuicios. La Verdad es lo que nos hace libres. -Conoceréis la Verdad, y la Verdad os liberará -dijo Él.

U no de los monjes del monasterio de Sceta cometió una falta grave, y llamaron al ermitaño más sabio para que la juzgase. El ermitaño se negó, pero insistieron tanto que acabó yendo. Antes, sin embargo, cogió un caldero y lo agujereó por varios sitios. Después, llenó el caldero de arena y se encaminó hacia el convento. El prior, al verlo entrar, le preguntó qué era aquello. -Vine a juzgar a mi prójimo -respondió el ermitaño-. Mis pecados se escurren detrás de mí, como se escurre la arena de este caldero. Pero como no miro hacia atrás y no me doy cuenta de mis propios pecados, ¡me llamaron para juzgar a mi prójimo! Los monjes desistieron del castigo en ese mismo momento.

E staba escrito en la pared de una pequeña iglesia en los Pirineos: «Señor, que esta vela que acabo de encender sea luz y me ilumine en mis decisiones y dificultades.»Que sea fuego para que Tú quemes en mí el egoísmo, el orgullo y las impurezas.»Que sea llama para que Tú calientes mi corazón y me enseñe a amar.»No puedo quedarme mucho tiempo en Tu iglesia pero, dejando esta vela, un poco de mí mismo permanece aquí. Me ayuda a prolongar mi oración en las actividades de este día. Amén.»

U n amigo del viajero decidió pasar algunas semanas en un monasterio del Nepal. Una tarde entró en uno de los muchos templos del monasterio, y encontró a un monje, sonriendo, sentado en el altar. -¿Por qué sonríe usted? -le preguntó al monje. -Porque entiendo el significado de los plátanos -dijo el monje, abriendo una bolsa que llevaba, y sacando un plátano podrido de su interior-. Ésta es la vida que pasó y no fue aprovechada en el momento preciso, ahora es demasiado tarde. Acto seguido, sacó de la bolsa un plátano todavía verde. Se lo enseñó y volvió a guardarlo. -Ésta es la vida que todavía no ha ocurrido, hay que esperar el momento preciso -dijo. Finalmente, sacó un plátano maduro, lo peló y lo compartió con mi amigo, diciendo: -Éste es el momento presente. Aprende a vivirlo sin miedo.

B aby Consuelo había salido con el dinero justo para llevar a su hijo al cine. El muchacho estaba muy animado, y a cada momento preguntaba cuánto tiempo tardarían en llegar. Al parar junto a un semáforo, vio a un mendigo sentado en la acera, sin pedir nada. -Dale todo el dinero que llevas -escuchó que le decía una voz. Baby argumentó que le había prometido a su hijo que lo llevaría al cine. -Dáselo todo -insistió la voz. -Puedo darle la mitad, mi hijo entra solo, y yo lo espero a la salida -dijo ella. Pero la voz no quería discusión. -Dáselo todo. Baby ni tan siquiera tuvo tiempo de explicárselo al niño: paró el coche y le dio todo el dinero que llevaba al mendigo. -Dios existe, y usted me lo ha demostrado -dijo el mendigo-. Hoy es mi cumpleaños. Estaba triste, avergonzado de estar siempre pidiendo. Entonces decidí no pedir nada y pensé: si Dios existe, me hará un regalo.

U n hombre pasa por una aldea, en pleno temporal, y ve una casa que está ardiendo. Al acercarse, ve a otro hombre, con fuego hasta en las cejas, sentado en la sala en llamas. -¡Eh, tu casa está ardiendo! -dice el peregrino. -Ya lo sé -responde el hombre. -¿Entonces por qué no sales? -Porque está lloviendo -dice el hombre-. Mi madre me dijo que con la lluvia se puede coger una neumonía. Zao Chi comenta sobre la fábula: «Sabio es aquel hombre que consigue cambiar de situación cuando se ve forzado a ello.»

E n ciertas tradiciones mágicas, los discípulos dedican un día al año o un fin de semana, si fuese necesario, a entrar en contacto con los objetos de su casa. Tocan cada cosa y preguntan en voz alta: -¿Realmente necesito esto? Cogen los libros de la estantería: -¿Volveré a leer este libro algún día? Miran los recuerdos que guardaron: -¿Aún considero importante el momento que este objeto me hace recordar? Abren todos los armarios: -¿Cuánto tiempo hace que tengo esto y no lo he usado? ¿Lo voy a necesitar? Dice el maestro: Las cosas tienen energía propia. Cuando no se utilizan, acaban por transformarse en agua estancada dentro de casa, un buen lugar para mosquitos y podredumbre. Es preciso estar atento, dejar que la energía fluya libremente. Si conservas lo que es viejo, lo nuevo no tiene espacio para manifestarse.

U na antigua leyenda peruana habla de una ciudad donde todos eran felices. Sus habitantes hacían lo que querían y se entendían bien, menos el alcalde, que vivía triste porque no había nada que gobernar. La prisión estaba vacía, el tribunal nunca se utilizaba, y la notaría no daba beneficio, porque la palabra valía más que el papel. Un día, el alcalde mandó venir trabajadores de lejos, que cerraron con vallas el centro de la plaza principal; se oyeron martillos golpeando y sierras cortando madera. Al cabo de una semana, el alcalde invitó a todos los ciudadanos a la inauguración. Solemnemente, las vallas fueron retiradas, y apareció… una horca. La gente comenzó a preguntarse qué hacía allí aquella horca. Con miedo, empezaron a acudir a la justicia para cualquier cosa que antes se resolvía de común acuerdo. Recurrían al notario para registrar documentos que antes eran sustituidos por la palabra. Y volvieron a escuchar al alcalde, por miedo a la ley. La leyenda dice que la horca nunca fue usada. Pero bastó su presencia para cambiarlo todo.

E l psiquiatra alemán Viktor Frank describe su experiencia en un campo de concentración nazi: «… en medio del castigo humillante, un preso dijo: "¡Ah, qué vergüenza si nuestras mujeres nos viesen así!" El comentario me hizo recordar el rostro de mi esposa y, en el mismo instante, me sacó de aquel infierno. La voluntad de vivir volvió, diciéndome que la salvación del hombre es para y por el amor.»Allí estaba yo, en medio del suplicio y, aun así, capaz de entender a Dios, porque podía contemplar mentalmente el rostro de mi amada.»El guardia nos mandó pasar a todos, pero no obedecí, porque no estaba en el Infierno en aquel momento. Aunque no pudiese saber si mi mujer estaba viva o muerta, eso no cambiaba nada. Contemplar mentalmente su imagen me devolvía la dignidad y la fuerza. Incluso cuando se lo quitan todo, un hombre aún tiene la bienaventuranza de recordar el rostro de quien ama, y eso lo salva.»

D ice el maestro: De aquí en adelante, y a lo largo de unos cientos de años, el universo boicoteará a los que tienen prejuicios. La energía de la Tierra necesita ser renovada. Las ideas nuevas necesitan espacio. El cuerpo y el alma necesitan nuevos desafíos. El futuro llama a nuestra puerta y todas las ideas, excepto las que envuelven prejuicios, tendrán la oportunidad de surgir. Lo que sea importante quedará; lo que sea inútil desaparecerá. Pero que cada uno juzgue simplemente las propias conquistas: no somos jueces de los sueños de nuestro prójimo. Para tener fe en nuestro camino, no es preciso demostrar que el camino del otro es equivocado. El que actúa así, no confía en sus propios pasos.

L a vida es como una gran carrera ciclista, cuya meta es cumplir la Leyenda Personal. A la salida estamos juntos, compartiendo camaradería y entusiasmo. Pero a medida que la carrera se desarrolla, la alegría inicial da lugar a los verdaderos desafíos: el cansancio, la monotonía, las dudas en cuanto a la propia capacidad. Nos damos cuenta de que algunos amigos desistieron del desafío; todavía están corriendo, pero simplemente porque no pueden parar en medio de una carretera. Son numerosos, pedalean al lado del coche de apoyo, conversan entre ellos, y cumplen una obligación. Acabamos por distanciarnos de ellos, y entonces nos vemos obligados a enfrentarnos a la soledad, a sorpresas en las curvas desconocidas, a problemas con la bicicleta. Finalmente nos preguntamos si vale la pena tanto esfuerzo. Sí, vale la pena. Simplemente es no rendirse.

M aestro y discípulo caminan por los desiertos de Arabia. El maestro provecha cada momento del viaje para instruir al discípulo sobre la fe. -Confía tus cosas a Dios -dice él-; Dios jamás abandona a sus hijos. De noche, al acampar, el maestro pide al discípulo que ate los caballos a una roca cercana. Él va hasta la roca, pero recuerda las enseñanzas del maestro: «Me está poniendo a prueba -piensa-. Debo confiar los caballos a Dios.» Y deja los caballos sueltos. Por la mañana, el discípulo descubre que los animales han huido. Enfadado, busca al maestro. -No sabes nada sobre Dios -protesta-. Le encomendé a Él el cuidado de los caballos. Y los animales no están allí. -Dios quería cuidar de los caballos -responde el maestro-. Pero, en aquel momento, necesitaba tus manos para atarlos.

– T al vez Jesús haya enviado a alguno de sus apóstoles al infierno para salvar almas -dice John-. Incluso en el infierno, no todo está perdido. La idea sorprende al viajero. John es bombero en Los Ángeles y es su día libre. -¿Por qué dices esto? -pregunta. -Porque he experimentado el infierno aquí en la tierra. Entro en edificios en llamas, veo a personas desesperadas intentando salir, y muchas veces he llegado a arriesgar mi vida para salvarlas. No soy más que una partícula en este universo inmenso, forzado a comportarme como un héroe en medio de los muchos infiernos de fuego que conozco. Si yo, que no soy nada, puedo comportarme así, ¡imagina lo que Jesús debe de hacer! Con certeza, algunos de Sus apóstoles están infiltrados en el infierno, salvando almas.

D ice el maestro: Gran parte de las civilizaciones primitivas acostumbraban a enterrar a sus muertos en posición fetal. «Nace a una nueva vida, así que vamos a colocarlo en la misma posición que estaba cuando vino a este mundo», comentaban. Para estas civilizaciones, en constante contacto con el milagro de la transformación, la muerte era simplemente un paso más en el largo camino del universo. Poco a poco, el mundo fue perdiendo esa suave visión de la muerte. Pero no importa lo que pensamos, lo que hacemos o en qué creemos: todos moriremos algún día. Es mejor hacer como los viejos indios yaquis: usar la muerte como una consejera. Preguntarse siempre: «Ya que voy a morir, ¿qué debo hacer ahora?»

L a vida no es pedir ni dar consejos. Si necesitamos ayuda, es mejor ver cómo los demás resuelven, o no, sus problemas. Nuestro ángel está siempre presente, y muchas veces usa los labios de alguien para decirnos algo. Pero esta respuesta nos viene de manera casual, generalmente cuando, a pesar de estar atentos, no dejamos que nuestras preocupaciones turben el milagro de la vida. Dejemos que nuestro ángel hable de la manera en que está acostumbrado, cuando crea que es necesario. Dice el maestro: Los consejos son la teoría de la vida; la práctica, en general, es muy diferente.

U n padre de la Renovación Carismática de Río de Janeiro iba en un autobús, cuando escuchó una voz que decía que debía levantarse y predicar la palabra de Cristo allí mismo. El padre comenzó a hablar con la voz: -Van a pensar que soy ridículo, éste no es lugar para sermones. Pero algo dentro de él insistía, era preciso hablar. -Soy tímido, por favor, no me pidas esto -imploró. El impulso interior persistía. Entonces se acordó de su promesa, aceptar todos los designios de Cristo. Se levantó, muñéndose de vergüenza, y empezó a hablar del Evangelio. Todos escucharon en silencio. Él miraba a cada pasajero, y pocos desviaban los ojos. Dijo todo lo que sentía, terminó el sermón y se sentó de nuevo. Hasta hoy no sabe qué misión cumplió en aquel momento. Pero tiene la absoluta certeza de que cumplió una misión.

U n hechicero africano conduce a su aprendiz por el bosque. Aunque más viejo, camina con agilidad, mientras que su aprendiz resbala y cae a cada momento. El aprendiz blasfema, se levanta, escupe en el suelo traicionero y sigue acompañando a su maestro. Después de una larga caminata, llegan a un lugar sagrado. Sin parar, el hechicero da media vuelta y comienza el viaje de regreso. -No me ha enseñado nada hoy -dice el aprendiz, cayendo una vez más. -Sí que te he enseñado, pero parece que no aprendes -responde el hechicero-. Intento enseñarte cómo lidiar con los errores de la vida. -¿Y cómo se lidia con ellos? -Como deberías lidiar con tus caídas -responde el hechicero-. En vez de maldecir el lugar en el que caíste, deberías buscar aquello que te hizo resbalar.

U na tarde, en el monasterio de Sceta, el padre Pastor recibió la visita de un ermitaño. -Mi orientador espiritual no sabe cómo dirigirme -dijo el recién llegado-.¿Debo dejarlo? El padre Pastor no dijo nada, y el ermitaño volvió al desierto. Una semana después fue a visitar al padre Pastor otra vez. -Mi orientador espiritual no sabe cómo dirigirme -dijo-. He decidido dejarlo. -Estas son unas sabias palabras -respondió el padre Pastor-. Cuando un hombre nota que su alma no está contenta, no pide consejos; toma las decisiones necesarias para preservar su camino en esta vida.

U na joven se acerca al viajero. -Quiero contarle algo -dice-. Siempre creí que tenía el don de la curación, pero no tenía el coraje de intentarlo con nadie. Hasta un día que mi marido tenía mucho dolor en la pierna izquierda, no había nadie cerca para ayudarlo y yo decidí, muerta de vergüenza, poner mis manos sobre su pierna, y rogar que cesase el dolor. Actué sin creer que podría ayudarlo, hasta que lo escuché rezando: «Señor, haz que mi mujer sea capaz de ser mensajera de Tu Luz, de Tu Fuerza», decía él. Mi mano empezó a calentarse, y los dolores en seguida cesaron.»Después le pregunté por qué había rezado de aquella manera. Me respondió que fue para darme confianza. Hoy soy capaz de curar, gracias a aquellas palabras.

E l filósofo Aristipo cortejaba el poder de la corte de Dionisio, tirano de Siracusa. Una tarde encontró a Diógenes preparándose un pequeño plato de lentejas. -Si halagases a Dionisio, no te verías forzado a comer lentejas -dijo Aristipo. -Si tú supieses comer lentejas, no te verías forzado a halagar a Dionisio -respondió Diógenes. Dice el maestro: Es verdad que existe un precio para todo, pero ese precio es relativo. Cuando perseguimos nuestros sueños, podemos dar la impresión a los demás de que somos miserables e infelices. Pero lo que los demás piensan no importa: lo que importa es la alegría de nuestro corazón.

U n hombre que vivía en Turquía oyó hablar de un gran maestro que moraba en Persia. Sin dudarlo, vendió todas sus cosas, se despidió de la familia, y se fue en busca de la sabiduría. Después de viajar durante años, consiguió llegar a la cabaña en la que vivía el gran maestro. Lleno de terror y de respeto, se acercó y llamó. El gran maestro abrió la puerta. -Vengo de Turquía -dijo-. Hice todo este viaje sólo para hacerte una pregunta. El viejo lo miró, sorprendido: -Está bien. Puedes hacer sólo una pregunta. -Necesito ser claro en mi pregunta; ¿puedo preguntar en turco? -Sí -dijo el sabio-, y ya he respondido a tu única pregunta. Cualquier otra cosa que quieras saber, pregúntasela a tu corazón; él te dará la respuesta. Y cerró la puerta.

D ice el maestro: La palabra es poder. Las palabras transforman al mundo y al hombre. Todos hemos oído decir alguna vez: «No se debe hablar de las cosas buenas que nos ocurren, pues la envidia ajena destruirá nuestra alegría.» Nada de eso: los vencedores hablan con orgullo de los milagros de sus vidas. Si pones energía positiva en el aire, atrae más energía positiva, y alegra a aquellos que realmente te quieren bien. En cuanto a los envidiosos, a los derrotados, sólo podrán causarte algún daño si les das ese poder. No temas. Habla de las cosas buenas de tu vida para quien quiera oírlas. El Alma del Mundo tiene una gran necesidad de tu alegría.

H abía un rey en España que estaba muy orgulloso de su lenguaje, y que era conocido por su crueldad con los más débiles. Una vez, caminaba con su comitiva por un campo de Aragón donde, años antes, había perdido a su padre en una batalla. Allí encontró a un hombre santo removiendo una enorme pila de huesos. -¿Qué haces ahí? -preguntó el rey. -Honrada sea vuestra majestad -dijo el hombre santo-. Cuando supe que el rey de España iba a pasar por aquí, decidí recoger los huesos de vuestro padre fallecido para entregároslos. Sin embargo, por más que busco, no consigo encontrarlos: son iguales que los huesos de los campesinos, de los pobres, de los mendigos y de los esclavos.

D el poeta norteamericano Langston Hughes: «Yo conozco los ríos.»Yo conozco ríos tan antiguos como el mundo, y más viejos que el flujo de la sangre en las venas humanas.»Mi alma es tan profunda como los ríos.»Yo me bañé en el Eufrates, en la aurora de la civilización.»Yo construí mi cabaña a orillas del Congo, y sus aguas me cantaron una canción de cuna.»Yo vi el Nilo, y construí las pirámides.»Yo escuché el canto del Mississippi cuando Lincoln viajó hasta Nueva Orleans, y vi sus aguas volverse doradas al atardecer.»Mi alma se volvió tan profunda como los ríos.»

– ¿Q uién es el mejor en el uso de la espada? -preguntó el guerrero. -Ve hasta el campo cerca del monasterio -dijo el maestro-. Allí hay una roca. Insúltala. -¿Por qué debo hacerlo? -preguntó el discípulo-. ¡La roca jamás me responderá! -Entonces, atácala con tu espada -dijo el maestro. -Tampoco voy a hacer eso -respondió el discípulo-. Mi espada se rompería. Y si la ataco con mis propias manos, me haré daño en los dedos sin conseguir nada. Mi pregunta era otra: ¿quién es el mejor en el uso de la espada? -El mejor es el que se parece a la roca -dijo el maestro-. Sin desenvainar la hoja, es capaz de demostrar que nadie conseguirá vencerla.

E l viajero llega a la aldea de San Martín de Unx, en Navarra, y consigue localizar a la mujer que guarda la llave de la hermosa iglesia románica, en el pueblo casi en ruinas. Muy gentilmente, ella sube las callejuelas estrechas y abre la puerta. La oscuridad y el silencio del templo medieval conmueven al viajero. Conversa un poco con la mujer, y en un determinado momento comenta que, a pesar de ser mediodía, poco se puede ver de las bellísimas obras de arte que hay allí dentro. -Sólo podemos ver los detalles al amanecer -dice la mujer-. Cuenta la leyenda que esto era lo que los constructores de esta iglesia nos querían enseñar: que Dios busca siempre el momento oportuno para mostrarnos su gloria.

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