Una mujer muy bella, con una pinza en la boca y las manos en el pelo, abre la puerta. Sonríe.
Disculpe -Se saca la pinza de la boca, y con gran habilidad, se sujeta el pelo con ella-. ¡Ya está! ¡Disculpe de nuevo! Es que empieza a hacer calor, y es mejor tener el pelo recogido.
Buenos días.
Oh, disculpe, pase, por favor. Lo lamento, pero mi marido se ha tenido que ir. -Simona lo hace pasar y cierra la puerta a sus espaldas-. Se deben de haber cruzado en el portal. Salía a toda prisa.
Ah, sí. -Alessandro piensa en el hombre con el que se acaba de cruzar en el portal. Un hombre atractivo, alto, elegante y, sobre todo, musculoso.
Nos hemos visto, pero no he tenido ni tiempo de saludarlo.
No hay problema. Ya me han avisado de todo. ¿Quiere un café? Está recién hecho. Por favor, tome asiento.
Alessandro mira un momento a su alrededor. Un piso bonito, pintado con colores cálidos. Algún cuadro de trazos esenciales, muebles claros, situados de manera que el espacio no resulte cargado. Se sienta en un sofá.
Sí, gracias, con mucho gusto.
Ya me han avisado ¿Avisado de qué? ¡Esta Niki! Eso es que se lo ha dicho ya. Todo será más fácil. De alguna manera, ya me deben de haber aceptado. Sólo quieren saber quién soy, sí, vaya, saber «quién es ese adulto que sale con nuestra hija». Simona regresa con una bandeja en la que trae dos tacitas de café y el azucarero. Hay también dos pequeñas chocolatinas y una jarrita de leche. Lo deja todo en la mesita baja que queda frente a Alessandro.
Parezco distraída, pero siempre me ha gustado estar al tanto de lo que ocurre en nuestra casa.
Ya. -Alessandro coge su taza y bebe.
¿Lo toma sin azúcar?
Sí, para mí es el auténtico sabor.
Mi marido también lo dice. Pero usted viene sin maletín.
Sí, prácticamente me he escapado de la oficina. No dispongo de mucho tiempo. Pero tenía ganas de conocerles. Todavía no nos hemos presentado como es debido. -Se pone en pie-. Encantado. Alessandro Belli.
Simona esboza una sonrisa preciosa.
Encantada. -Y le da la mano.
Es muy guapa. Como Niki. Dos mujeres hermosísimas de edades diferentes. Pero Alessandro no alberga duda alguna a propósito de a quién prefiere.
Simona se sienta frente a él.
También yo estoy encantada de conocerle. Antes que nada me gustaría decirle algo. Podrían resultarle de utilidad. Tengo treinta y nueve años. Tuve a mi hija muy joven y me hace muy feliz que este aquí. Yo quiero muchísimo a mi hija.
A Alessandro le encantaría poder decir «Yo también», pero comprende que ése no es el momento apropiado.
Lo comprendo. -También él sonríe.
Y como nunca se puede saber qué ocurrirá en esta vida, quisiera un poco de seguridad para mi hija.
Claro, la entiendo.
Niki está ya en el último año y no sabe muy bien qué hará después. Y eso que tiene las ideas clarísimas.
Bueno, es típico de esa edad. A lo mejor son rebeldes, hacen las mil y una y después, de repente, se deciden sin dudar un instante.
Simona sonríe.
¿Usted tiene hijos?
No.
Qué lástima.
Alessandro se queda boquiabierto. ¿Por qué «qué lástima»? Esta mujer es fantástica. Se acaba de enterar de que su hija sale con un hombre que es prácticamente de su misma edad y lamenta que no tenga hijos. ¡Increíble!
¿Qué edad tiene usted?
Lo sabía. Me espera una buena. Sea como sea, es mejor decir la verdad, por si Niki se lo ha dicho ya. Esto es una especie de prueba.
¿Yo? Voy a cumplir treinta y siete-Simona sonríe.
Me parecía más joven.
Alessandro no se lo cree. Ha colado. ¡Y hasta me he ganado un piropo!
Gracias.
Es verdad Pero resulta extraño que no tenga hijos, porque usted, Alessandro, parece conocer a la perfección a los jóvenes. De todos modos, en lo que a mí respecta, no tengo dudas. Estoy contenta de verdad de que la elección haya recaído sobre usted.
¿De veras está contenta?
Sí, mi marido me explicó toda la conversación telefónica que mantuvieron.
¿Nuestra conversación telefónica?
Sí, y en mi opinión su propuesta es justa. Lo hemos hablado y estamos de acuerdo. Queremos abrir ese fondo de pensiones para Niki.
Ah.
Sí. Lamento mucho que no haya traído con usted los formularios. Los hubiésemos podido rellenar y firmar ahora mismo. Nos gustaría hacerlo de cinco mil euros anuales.
Ya entiendo
Simona se da cuenta de la decepción de Alessandro.
¿Qué ocurre? ¿Cinco mil le parece poco?
Alessandro se recupera en seguida.
No, no, me parece muy bien.
No, lo digo porque, ¿sabe?, mi hija Niki es muy niña por el momento. Va un poco a su aire, con sus amigas, no tiene grandes gastos, pero en cuanto tenga una historia seria e importante, cuando acabe la universidad, vaya, a lo mejor se vestirá mejor, tendrá más gastos. Y me parece una buena inversión, de modo que
Claro Bien, comunicaré de inmediato en la oficina su decisión.
Alessandro se levanta y se dirige hacia la puerta.
Entonces quedamos en que llamará a mi marido, ¿no?
Claro.
Simona sonríe y le da la mano.
Gracias, ha sido muy amable.
No es nada, no tiene importancia.
Y Alessandro se va a toda prisa. Niega divertido con la cabeza. No es posible. No me lo puedo creer.
Simona está recogiendo la bandeja con las tazas del café, cuando su móvil empieza a sonar. Lo coge de la mesa. Es Roberto.
Hola, cariño.
Hola, Simona. Oye, te llamaba para decirte que ese hombre no vendrá hoy. Ha tenido un accidente.
Ah. -Simona se ha quedado petrificada. ¿Quién era entonces ese simpático chico de casi treinta y siete años que se acaba de ir? Lo piensa un minuto. Repasa rápidamente todas las posibilidades. Y un instante después abre los ojos como platos. Lo comprende. Y menea la cabeza incrédula.
¿Simona?
Sí, cariño, estoy aquí.
Es que no te oía. ¿Qué pasa?
Mi amor, también yo tengo que darte dos noticias. Una buena y una mala.
Dime primero la mala.
Bien tu hija está saliendo con uno veinte años mayor que ella.
Pero ¿qué dices? ¿Cómo demonios es eso posible? ¡Dios, no! -Roberto mira a su alrededor. Está rodeado de colegas y ha estado a punto de gritar sin darse cuenta. Se controla-. Esta noche me va a oír. ¿Y la buena?
Que el tipo no está mal.
Alessandro sube al coche.
Ufff. -Suelta un largo suspiro.
Niki, muy excitada, le salta encima.
¿Y bien? ¿Cómo te ha ido? ¿Qué ha dicho mi madre? ¡Venga, cuéntamelo! ¡Dado que has regresado, quiere decir que te ha ido bien!
Alessandro la mira a la cara. Luego sonríe.
Sólo estaba tu madre, y quería invertir en ti conmigo.
¡Bueno, eso está bien! ¡Ha visto tu potencialidad!
Más que nada, ha visto en mí a un agente de seguros.
¡No me lo creo! ¿A qué te refieres?
Por lo que se ve, estaban esperando a alguien para invertir un dinero, y, cuando he llamado, ha creído que yo era ese alguien.
¡Qué fuerte! ¿Has conseguido que te diesen también algo de dinero? ¡Poco a poco te estás recuperando del accidente que tuviste con el coche! Un poco por aquí un poco por allí y tu Mercedes se pagará solo.
Ja, ja
No, venga, bromas aparte. Le podrías haber dicho que estabas allí por mí, pero como agente sentimental.
No he podido. La he visto tan confiada hablando de ese fondo de pensiones que quieren abrir Se hubiese desilusionado demasiado.
O sea, ¿me estás diciendo que mi madre no se ha dado cuenta de nada? Demonios, y te ha dejado entrar sin más. Podrías haber ido a robar.
¿Y yo que te puedo decir? Me ha abierto la puerta, me ha hecho entrar, no había tenido tiempo de presentarme y ya me estaba hablando de ti, de la inversión, de todas las cosas que a lo mejor querrás hacer un día. Me ha parecido más educado escucharla que interrumpirla.
Claro, cualquier excusa es buena. Vale, está bien. De todos modos, tarde o temprano, se lo diré yo. Ella siempre dice que nos lo tenemos que contar todo, sin problema.
¿Eso dice? Me gusta tu madre.
Ni te atrevas siquiera.
Eh, venga. Parece que te quiere de verdad. Cuando hablaba de ti, de tus cosas, de tu manera de vivir, de tus amigas, se le iluminaban los ojos.
Ya, claro. Me gustará ver si se le siguen iluminando cuando le hable de ti. ¡A saber la cara que pondrá! ¡Llévame a casa de Erica, please! Hoy empezamos a repasar el temario de italiano para la Selectividad.
Vale. -Alessandro arranca y se van.
Corso Italia, cine Europa. Salaria. Entonces Niki se echa a reír.
¡Y sobre todo, me gustará ver cómo se le iluminan los ojos a mi padre cuando se entere!
Alessandro se acuerda de aquel hombre elegante, alto, apresurado y, sobre todo, musculoso. Y por un momento le gustaría tener una relación diferente con aquella familia. Haber tenido a lo mejor otro tipo de accidente. Es decir, del mismo tipo, pero no con Niki. En resumen, si tuviese que atravesar de nuevo aquella puerta, le gustaría ser en serio ese agente de seguros.
¡Ya, para aquí! ¿Nos llamamos después?
¡Por supuesto!
¿Pensarás en mí mientras trabajas?
Por supuesto.
Jo, siempre respondes que por supuesto. ¡Vas con el piloto automático puesto! Creo que ni siquiera me escuchas. ¡Y no me respondas que por supuesto!
Por supuesto que no te voy a responder por supuesto. ¡Va, Niki, es broma! Es que tengo muchas cosas en la cabeza.
Ella se le acerca y lo besa suavemente en los labios. Luego le pone las manos en las sienes como para impedirle mirar a su alrededor.
¿Habrá un día en que me antepongas a los japoneses y a todo lo demás?
Alessandro le sonríe.
¡Por supuestísimo!
Ok. Entonces, confiada en esa vaga esperanza, te dejo partir.
Alessandro sonríe, arranca y la saluda sacando la mano por la ventanilla antes de tomar una curva y alejarse. Ve cómo se va haciendo más pequeña en el retrovisor. Mira su reloj. Son casi las tres y media. El tiempo justo para llegar puntual a la cita. Y saber al fin. Siempre que de verdad haya algo que saber.
Ochenta
Casas, casuchas, construcciones en ruinas, un trozo de acueducto caído y una gran extensión de verde. Una gruta en lo alto de aquellos árboles de la colina. Y más paredes, algún cartel arrancado, una pintada medio borrada. Y más verde, verde, verde. Y un coche hecho polvo, alguna basura y nada más. Nada más. Mauro acelera como puede con su ciclomotor y sigue corriendo sin gafas. Sin casco. Sin nada. Pequeñas lágrimas provocadas por el viento y ojos enrojecidos. Gas a fondo, tratando de dejar atrás ese día. ¿Cuántos chicos había en esa prueba? ¿Mil, dos mil? Bah. Aquello no se acababa nunca. No se acababa nunca. El día entero, de la mañana a la noche, hasta las nueve. Mauro mira el reloj. No, hasta las nueve y cuarto. Sólo un botellín de agua y un sándwich envasado de jamón dulce y alcachofas, de los de máquina expendedora. Por otro lado, no tenía mucha elección: o eso o uno de esos dulces que te dan aún más sed. Y después quietos. Todos quietos en aquellos bancos tan duros, esperando un número. Un número. Sólo somos un número. El gran Vasco decía «Somos sólo nosotros». ¿Nosotros, quiénes? En la sala había un tipo que daba vueltas con una cámara digital y grababa. Me han hecho pasar, una pregunta y adiós. Pero ¿qué te puede decir una sola pregunta? «Gracias, está bien, ya le diremos algo. Nosotros le llamaremos.» Ellos me llamarán. ¿Y ahora? Ahora nada, a casa, con el móvil cerca para mirarlo continuamente. Les he dado mis dos números. Así, si el de casa les da ocupado pueden llamarme al móvil. La semana pasada estuve esperando un día entero en casa y para qué. Para nada. ¿Será así toda mi vida? Me puedo hacer famoso. Es un derecho de todos. Hasta lo dijeron el otro día en la tele, en el programa aquel. Pusieron un trozo de una vieja película. «Cada uno de nosotros tiene derecho a su cuarto de hora de celebridad» Lo dijo aquel tipo rubio tan raro, bajito, americano, ese que pintaba todas las caras iguales, como con Marilyn. Cómo se llamaba, Andy algo El tipo ese, vaya. ¿Y yo? Me he presentado a las pruebas para «Gran Hermano» y para todos los reality que están a punto de empezar. Uno me pidió ciento cincuenta euros para hacerme un showreel, algo así como una animación, un vídeo en el que se podrían apreciar todas mis cualidades. Así él lo hace circular y yo me ahorro un montón de vueltas. Sí, sí. Vale. Y voy yo y me lo creo.
Mauro toma una curva cerrada y enfila la calle que lleva hacia su casa. Se inclina demasiado. El ciclomotor da un bandazo, pero rápidamente él echa todo el peso hacia el otro lado y levanta el pie izquierdo, listo para apoyarlo en el suelo si se fuese a caer. Pero la motocicleta vuelve a estabilizarse y él sale disparado. Hacia su casa. Tranquilo. Sube la cuesta. Algún que otro contenedor abierto. Un poco de basura por el suelo. Un calentador viejo destaca en aquella calle solitaria. Mauro mira hacia la derecha. Esa pequeña vía de escape lateral, ese campo abandonado. Sonríe. La de veces que jugamos con los amigos del barrio en ese descampado. Alguna vez he estado allí con el coche de papá, una parada técnica, antes de llevar a Paola a casa. Paola. Recuerda algunos momentos pasados en aquel coche. La música del radiocasete. El calor de la noche. Los asientos incómodos que siempre chirrían. Los pies en el salpicadero. Los vidrios empañados. El sabor del sexo. Único. Espléndido. Irrepetible. Más tarde, esas mismas ventanillas bajadas para coger un poco de aire. Un hilo de humo que sale. Sonrisas en la penumbra. Y el perfume de ella, de toda ella, encima. Paola. Hoy no me ha llamado. Y cuando he probado a llamarla yo, tenía el móvil desconectado. A lo mejor no tenía cobertura. Levanta las cejas al no encontrar respuesta. Toma la última curva. Ya ha llegado. Y al verla sonríe. Ahí está Paola. También ella lo ve. Levanta la barbilla desde lejos. Mauro la mira mientras se acerca. Busca la sonrisa. Pero no está. Ya no está.
Ochenta y uno
El Mercedes ML está parado, aparcado a un lado de la calle, debajo de un viejo farol amarillo, desgastado por el tiempo, como muchas de las cosas que lo rodean. Alessandro cruza a la otra acera. Un contenedor quemado se apoya, indeciso y tambaleante, en una de las dos ruedas que le quedan. Un gato beige claro, en un estado un poco miserable, hurga entre bolsas medio abiertas, como si hubiesen reventado de repente, llenas de basura dispersa, abandonadas de cualquier manera en el suelo. Algún vecino que se cree un buen pívot las debe de haber arrojado desde el balcón, intentando encestar en el contenedor. Sin puntería. Ha fallado. De todos modos, su partido ya estaba perdido.
Alessandro coge el ascensor. Tercer piso. El cristal esmerilado en el que pone «Tony Costa» no se ha cambiado. Sigue roto. Alessandro llama a la puerta.
Adelante.
Abre lentamente la puerta, que chirría. Al igual que la primera vez, lo acoge un ambiente cálido pero un poco anticuado. Alfombras lisas, una planta amarillenta. Esta vez la secretaria está sentada a su mesa. Levanta los ojos un instante. Luego continúa limándose las uñas. Tony Costa le sale al encuentro.
Buenas tardes, Belli. Le estaba esperando. Tome asiento. ¿Quiere un café?
No, gracias. Acabo de tomar uno.
También yo, pero me apetece otro. Adela, ¿lo traes tú?
La secretaria da un ligero resoplido. Luego deja caer la lima sobre la mesa. Se levanta, desaparece detrás de la puerta y se va a prepararlo. Alessandro mira a su alrededor. No ha cambiado nada. Es posible que sólo ese cuadro. Un óleo grande, de colores vivos. Azul celeste, y amarillo y naranja. Representa a una mujer en la playa. Sus ropas ondean al viento, mientras ella sostiene en sus manos un enorme sombrero blanco. Tanto colorido parece incluso fuera de lugar en un lugar tan grisáceo.
¿Qué tal le va, Belli?
Bien, todo bien.
Tony Costa se apoya en el respaldo.
Me alegro. ¿Está listo?
Por supuesto. -Alessandro sonríe. Luego se preocupa. Sin quererlo, está utilizando el «por supuesto» también con él. ¿Guardará alguna relación lógica? Prefiere no pensar en ello. Se saca el dinero del bolsillo-. Aquí tiene los mil quinientos euros que faltaban.
No le preguntaba si estaba listo para pagar. Me refería a si está listo si todavía piensa que quiere saber.
Sí, la intención de mi amigo sigue siendo ésa.
Tony Costa sonríe. Apoya ambas manos en la mesa y se ayuda de este modo a levantarse del sillón.
Muy bien. -Se vuelve y abre un archivador. Saca una carpeta de color azul celeste. Encima pone «Caso Belli». La deja delante de Alessandro. Vuelve a sentarse-. Aquí está.
La secretaria llega con el café.
Gracias, Adela.
De nada. -Y vuelve a su lima de uñas.
Tony Costa abre la carpeta.
Veamos, mire, aquí, en este folio, están todas las salidas, los días de seguimiento, los trayectos ¿ve?, por ejemplo, 27 de abril. Via dei Parioli. Supermercado. Hora: dieciséis treinta. Cuando tiene un punto azul al lado quiere decir que también hay una foto. Todas están marcadas con un número. Ésta, por ejemplo, es la número -Tony Costa estira el cuello para leer mejor-, dieciséis. Y en este otro sobre está la foto correspondiente, que documenta esa calle, ese día y a esa hora.
Alessandro observa complacido la precisión de ese trabajo. Perfecto. Es imposible equivocarse. Uno no puede dejar de saber lo que quiere saber.
Tenga, aquí está su dinero. -Tony Costa lo coge. Lo mira un momento y lo mete en un cajón-. ¿No va a contarlo?
No es necesario. En nuestro trabajo, la confianza de quien decide confiarnos sus secretos merece la nuestra. Bien, entonces, éstas son todas las fotos. Véalas
Las abre y las desparrama por la mesa. Alessandro no da crédito a sus ojos. Parecen los naipes de una partida de cartas. Quién sabe, tal vez hubiese sido preferible no sentarse a esa mesa. Ésa es una de esas partidas que no se debieran jugar. Además, en esas cartas aparece una única figura. Camilla. Camilla caminando. Camilla de compras. Camilla en la peluquería. Camilla en coche. Camilla entrando en el portal de su casa.
Como puede ver, Belli, el trabajo duró un mes. Y éstos son los primeros resultados.
Alessandro las mira todas. Camilla aparece siempre sola o, como mucho, con alguna amiga. Incluso con Enrico en dos o tres fotos. Pero no hay nada sospechoso, comprometedor o fuera de lo normal.
Suelta un suspiro profundo, de alivio.
Bueno, si esto es todo, no hay ningún problema.
Tony Costa sonríe, recoge todas las fotos y vuelve a guardarlas en su sobre.
Esto era para que viera que he trabajado de un modo serio. No le he robado el dinero que me dio. -Se pone en pie. Vuelve a abrir el archivador-. Después tenemos ésta de aquí. -Tony Costa deja otra carpeta en la mesa. Es roja. Alessandro la mira. Encima sólo pone «Belli».
Tony Costa se sienta. Coloca la mano sobre la carpeta y levanta la vista.
Aquí dentro hay otros folios, otros días, otros trayectos. Y es posible que haya otras fotos, esta vez con un punto rojo. -Se reclina en el respaldo del sillón-. O puede que no haya absolutamente nada. -Luego empuja lentamente la carpeta roja hacia Alessandro-. Llévesela, por favor, ya decidirá usted o mejor dicho, su amigo lo que quiere saber.
Alessandro coge las dos carpetas, se las mete bajo el brazo y se levanta.
Gracias, señor Costa, ha sido muy amable.
Por favor, permita que le acompañe. -Tony Costa lo precede. Le abre la puerta de la oficina y va hacia el ascensor. Pulsa el botón para llamarlo.
Belli, disculpe si he tardado un poco más tiempo del previsto.
No hay ningún problema. Habrá sido necesario, ¿no? -Y señala las carpetas.
No, es que hemos tenido una pequeña crisis -Y señala a Adela, que sigue limándose las uñas sentada a su escritorio. Tony Costa entorna la puerta de la oficina sin cerrarla, luego se acerca a Alessandro-. Dice que trabajo demasiado, que nunca nos permitimos nada. De modo que nos fuimos una semana a Brasil. Ya ve que estamos un poco morenos.
En realidad, no mucho, piensa Alessandro. Claro que irse a Brasil con la secretaria No está nada mal, eso de ser investigador privado.
¿Se ha fijado en el cuadro nuevo que tenemos en la oficina? ¡Lo compramos en Bahía del Sol!
Es bonito Es una mujer de allí, ¿verdad? Va vestida como ellas.
Sí -Tony Costa sonríe-. Adela también se quiso vestir así. Nos divertimos mucho. En el fondo es como si hubiésemos tenido la luna de miel que no pudimos permitirnos hace veinte años.
Llega el ascensor y las puertas se abren. Tony Costa le da la mano a Alessandro.
Llevamos mucho tiempo casados y ésta es nuestra primera crisis, pero la hemos superado.
Qué bien. Me alegro.
Tony Costa le sonríe.
¿Sabe, Belli? Llevo muchos años en la profesión y he visto cosas de todo tipo Y al final he aprendido una sola cosa: cuando encuentras una mujer que vale la pena, no hay que perder más tiempo.
Lo mira a los ojos y le estrecha la mano con fuerza. Luego levanta la barbilla señalando las carpetas.
Dígaselo a su amigo.
Ochenta y dos
Paola está masticando un chicle. Senos grandes, pero suyos, naturales. Alta. Quizá un poco de maquillaje. Quizá. Pero a Mauro no parece importarle. Es muy guapa. Detiene el ciclomotor y se baja.
¡Paola, qué sorpresa!
Tengo que hablar contigo.
Ya no queda ni rastro de su sonrisa. Se ha escapado como uno de esos cuervos molestos y pesados, casi aturdidos por haber comido a saber qué. Esos cuervos que emprenden el vuelo de repente, que salen de la rama de un árbol sin ni siquiera un porqué.
Mauro la mira. Paola baja la mirada. No es preciso decir más. Esa mirada baja lo dice todo. Más que mil palabras. Y el silencio, además. Es como un grito. Mauro le pone una mano bajo la barbilla, se la levanta un poco.
¿Qué ocurre, Paola? Dime.
Ella se queda callada. Gira la cabeza. Se escapa de esa mano. No puede. No tiene valor para mirar de nuevo aquellos ojos. Entonces decide sacarse ese peso de encima. Levanta la mirada de nuevo. Encuentra la de Mauro y esta vez se la aguanta. Hasta el fondo.
Quería decirte
Mauro entrecierra los ojos. Está como ido. Intenta ver más lejos, más allá, en el fondo de los de Paola, más profundo aún, en esos ojos que han sido su salvación. Ojos de amor, de risa, de pasión. Cuando los tenía cerrados, la primera vez que la poseyó, cuando los volvía a abrir después de cada uno de los primeros y frescos besos. Esos ojos son ahora tan diferentes. Apagados. ¿Qué hay detrás de ellos? ¿Qué esconden?
¿Qué querías decirme?
Ahora te lo digo -Paola suelta un suspiro largo, demasiado largo. Mauro se pone tenso de repente, como un gato nervioso que presiente una amenaza. Peligro. Paola se da cuenta de ello. Esboza una leve sonrisa. A lo mejor para hacer más llevadero lo que le va a decir. Como si no fuese algo muy importante sino sólo algo pasajero, que se arreglará.
Creo que es mejor que dejemos de vernos por un tiempo.
Mauro se lleva la mano a la cara, como una sombrilla.
¿Qué quiere decir eso?
Paola se aparta, está asustada. Y Mauro se da cuenta.
¿Qué pasa? ¿De qué tienes miedo? ¿Es que tienes miedo de mí? -Y empieza a hablar más despacio-. Si tienes miedo de que te ponga la mano encima, eso quiere decir que hay un motivo para que eso pueda ocurrir
Paola baja la mirada. Ya no puede más. ¿Cuántas veces ha imaginado y ensayado esta escena? Prácticamente cada tarde desde hace ya por lo menos un mes. Desde aquel día. Desde aquella prueba. Desde que lo conoció. Ha ensayado esta escena más que cualquier guión que haya estudiado antes. Pero esta vez no le está saliendo bien. No ha sabido llegar al fondo. No como le hubiese gustado. Como lo tenía decidido. Paola se desmorona. Más vale que Mauro lo sepa y que sea lo que Dios quiera.
No, Mau es que he conocido a alguien y -levanta la cara, lo mira, intenta sonreír- bueno, todavía no ha pasado nada, ¿eh?
Mauro no se lo puede creer, no se puede creer lo que está oyendo.
¿Todavía? ¿Qué quieres decir con que todavía no ha pasado nada?
Sí, te lo juro, es verdad. No he hecho nada.
Ya lo pillo, pero ¿qué quiere decir ese «todavía»? ¿Qué va a pasar? ¿Qué acabará pasando? -Mauro cambia de expresión. Su semblante se pone tenso. Se vuelve casi de piedra-. Ya veo. Se trata del director aquel que te dio la nota la vez que yo también estaba, ¿no es cierto?
Paola sonríe.
Qué va, ése es gay. -Luego se pone seria, hace una pausa-. No, es su director de fotografía, Antonio. -Y Paola sonríe, feliz, franca, satisfecha de su sinceridad.
Por supuesto Antonio. -Mauro dibuja una extraña sonrisa por toda respuesta. Luego le da un bofetón con la mano abierta, grande, decidida, de izquierda a derecha. Toma. Una hostia en plena cara que hace que pierda el equilibrio. La empuja, la sacude, la aturde, le cambia el peinado de un lado a otro.
Paola se levanta, emerge de nuevo, aturdida, entre sus cabellos. Se los arregla como puede con las dos manos. Se los recoge para encontrar de nuevo la luz. Para entender. Y allí está él ante sus ojos estupefactos, sorprendidos, asustados. Y de repente vuelve a cubrirse con las manos, porque se da cuenta de que sobre ella está a punto de abatirse el huracán Mauro.
Maldita seas, desgraciada, miserable, bestia en celo. Por eso hoy tenías desconectado el móvil. -Y la golpea. Y sus manos son como las aspas enloquecidas de un molino de viento. Bajan, y suben y golpean. Y celos y dolor. Como un tractor sin conductor, que avanza a lo loco en zigzag. Pero que no está segando trigo. Siega las rubias mieses de la pobre Paola. Y patadas, y puñetazos, y bofetones, y dale, y más. Paola resbala y Mauro coge carrerilla para darle una patada en mitad del estómago, cuando de repente alguien lo agarra. Desaparece de pronto de delante de Paola, disparado contra una pared que hay cerca de la valla.
Basta. Quieto, Mau
Paola vuelve a abrir los ojos, hinchados ya. Se recupera. Se levanta de nuevo despacio, dolorida, descompuesta, aturdida por todos esos golpes.
¡La voy a matar, a esa imbécil, déjame! -Mauro intenta soltarse, patalea, salta, se echa hacia atrás.
Pero su padre lo mantiene sujeto. Lo agarra como una cadena. Lo atenaza con sus fuertes brazos de picador de cantera, con la misma facilidad con que lo hacía cuando era pequeño.
Quieto, te digo que te estés quieto.
Y Paola sale corriendo, a trompicones casi, resbalando, mira un momento, y después desaparece por la esquina. Se cierra una puerta. Un coche arranca. Y un Volvo oscuro pasa derrapando frente a ellos. Se lleva a Paola. Se lleva una historia y unas ilusiones que hubiesen podido durar para siempre. Padre e hijo se quedan así, solos, en una pequeña plazoleta desolada de cualquier periferia.
Renato lo suelta, alarga los brazos y lo libera de ese cepo humano.
Vamos, va, Mau, subamos, que la cena está lista. -Se saca las llaves del bolsillo y abre la valla. Se detiene un momento en el portal. Se vuelve hacia el hijo-. ¿Vas a subir o no? Tu madre nos está esperando para poner a cocer la pasta.
Mauro lo mira con lágrimas en los ojos. Pone en marcha el ciclomotor, se sube de un brinco. Y se va a todo gas, patinando casi sobre los guijarros, con la rueda trasera demasiado fina para el estado de esas calles.
Pero ¿adónde vas, Mau? ¡Mau! ¡No te metas en líos! ¡A ésa no le importas una mierda! -le grita el padre, intentando a su manera ser un buen padre. Renato grita y corre detrás de ese ciclomotor que se pierde en los últimos rayos de la puesta de sol. En pos de una inútil persecución de la felicidad.
Ochenta y tres
Hay momentos en la vida para los que la banda sonora está aún por inventar. Pese a ello, mientras conduce, Alessandro busca entre los CD que tiene en el cargador el que le parece más adecuado. Elige uno. Big Fish. La banda sonora de la película. Edward Bloom y su hijo William. Porque a veces, lo que pudiera parecer una rareza, algo impuro, no es sino una belleza diferente, que no sabemos aceptar. Al menos no por el momento. Entonces lo ve. Está bajando de su Golf negro y mira a su alrededor. Lo está buscando. Se han dado cita en viale del Vignola. Donde quedaban para saltarse las clases cuando estudiaban, para copiar las tareas antes de entrar, para abrazarse felices justo después de que salieran las notas de Selectividad. Aprobados. Me ha parecido el único lugar seguro que nos pudiese sugerir algún recuerdo, un poco de arraigo Sienta bien pensar en el pasado cuando el futuro da miedo, pensar que no todo puede ser destruido sólo por un simple y temporal imprevisto. Alessandro lo mira caminar. Enrico se dirige hacia el Mercedes con los hombros encogidos.