¿Qué sucede?
Chsss Mira, mira allí.
¿Dónde? -le pregunta ella en voz baja.
Entre esos árboles. ¿Ves a esa mujer?
Sí, ¿es una mendiga?
No, es una mujer enamorada. La primera vez que la vi yo debía de tener unos dieciséis años. Ella había decidido venir a vivir aquí a pesar de que era rica y tenía numerosas propiedades. Cuando su marido la engañó, se volvió loca, perdió el juicio. Ama el amor más que nada en el mundo, de manera que ahora es ella la que se ocupa de. Keats, el único que jamás la ha decepcionado
No me lo creo, te lo estás inventando, es una leyenda
¡Te lo juro! «Sin ti no puedo existir. Olvido todo lo que no sea volver a verte: mi vida parece detenerse ahí, no veo más allá. Me has absorbido.» Y todavía hay más: «Tú, novia intacta aún de la quietud, prohijada del silencio y de las lentas horas, selvático rapsoda, que prefieres un cuento florido». Es de Keats. ¿No crees que una mujer loca de amor pueda haber elegido dedicar su vida entera a un poeta como él? ¿Qué puede haber más hermoso? Ella ha renunciado a las cosas prácticas, a la moda y a sus propiedades inútiles para recuperar aquí el sentimiento, para dedicarse con devoción a la poesía y al amor Mira
La mujer acaba de echar en unos platos la comida para los gatos, después se acerca a la tumba de Keats y pone a sus pies una pequeña flor, todavía fresca, y una vela. Lo hace con delicadeza y luego permanece allí, ensimismada, recordando un verso cualquiera, fiel al recuerdo de ese hombre que supo amar el amor. Los gatos la rodean poco a poco, giran en torno a ella, se frotan contra sus piernas, ronronean y levantan la cola. Más que el amor, lo que les hace felices es la comida, y esa sencilla mujer, ya anciana, los acaricia. Luego coge una silla plegable y se sienta delante de la vela, envuelta en su chal y ajena a toda prisa.
Niki aprieta el brazo de Guido.
Vayámonos, por favor
¿Por qué?
Me parece un momento tan especial, algo suyo, personal, y a nosotros nadie nos ha invitado.
Guido asiente, y sin pronunciar palabra, igual que llegaron a ese prado verde, sus pasos se deslizan veloces por ese manto que reviste a los difuntos, famosos o no.
Suben de nuevo a la moto y vuelven a cruzar la ciudad, con calma, sin programas, en medio de una noche misteriosa que desaparece de repente como una elegante mujer objeto de la admiración y del deseo de todos en un baile abarrotado de gente. Poco a poco, entre ramas verdes, en la penumbra, ante el fluir del río, entre los ligeros reflejos de una luna escondida, dos cervezas chocan. Cling.
Guido le sonríe a Niki.
Por lo que quieras Por tu felicidad.
Ella le devuelve la sonrisa.
Brindemos también por ti -dice, y bebe un buen trago de su Coronita.
Felicidad. Mi felicidad. ¿En qué consiste mi felicidad? Y poco menos que perdida en esa reflexión, sin límites, sin una realidad sólida, en silencio, da un sorbo tras otro a su cerveza hasta que se detiene. Permanece en silencio escuchando el ruido del Tíber.
Un trozo de madera, quizá la pequeña rama de un árbol, sobresale entre la espuma del agua, arrastrado por la rápida corriente, aparece, desaparece, baila entre las olas, se sumerge, sale de nuevo a flote y, con una repentina pirueta, cual ágil bailarín, prosigue con su danza y desaparece en la silenciosa música del río. Eso es. Así me siento yo. Como ese pedazo de madera en manos de las olas. Niki contempla el agua oscura asustada por la fuerza de la naturaleza, aún más por el momento que está viviendo. ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué estoy ahora aquí? Y lo mira. Silencioso. Guido se está bebiendo su cerveza. Después, como si se sintiera observado, se vuelve lentamente y le sonríe.
¿Has pedido un deseo?
Niki asiente con la cabeza. A continuación baja la mirada. Él se acerca aún más a ella y se sienta a su lado. Se quita la cazadora y se la pone sobre los hombros.
Ten. He visto que temblabas un poco. Hace frío. Es la humedad del río.
Niki alza la mirada y sus ojos se encuentran con los de él.
Gracias.
Permanecen en silencio, sin sentirse cohibidos. Apurando sus cervezas.
Eh, se me ha ocurrido una idea -Guido le sonríe en la penumbra.
Dime
Es algo bonito. Metamos una nota en la botella y lancémosla al río, destinada al que lo encuentre, ¿te parece? Como en esa película Mensaje en una botella, de Kevin Costner y Robín Wright Penn
Esta vez es ella la que lo sorprende. Ella, a la que le encantó esa larga carta y que se la aprendió de memoria para no olvidarla jamás. Ella, que ahora se relaja, cierra los ojos y declama:
«A todos los que aman, han amado y amarán. A los barcos que navegan y a los puertos de escala, a mi familia, a todos mis amigos y a los desconocidos: esto es un mensaje y un ruego. El mensaje es que mis viajes me han enseñado una gran verdad: yo he tenido ya lo que todos buscan y sólo unos pocos encuentran, la única persona de este mundo que estaba destinada a amar para siempre. Una persona rica de sencillos tesoros, que se hizo a sí misma y que aprendió por su cuenta. Un puerto en el que me siento en casa para siempre y que ningún viento o dificultad lograrán destruir jamás. El ruego es que todo el mundo pueda conocer esa clase de amor y que éste los sane. Si mi ruego es escuchado se desvanecerán para siempre todos los lamentos y las culpas, y se acabarán todos los rencores»
Sí -Guido está boquiabierto-. ¡Te acuerdas de todo! Sí, decía precisamente eso.
Niki no se lo puede creer. Es su película favorita. La ha visto infinidad de veces, el amor que sobrevive a la desaparición de ella El amor más allá de la muerte. Eros y Tánatos. Y el hecho de que Guido haya mencionado justo esa película le hace sentir una punzada. Lo escruta y ve que ha arrancado una hoja de su Moleskine y está escribiendo algo. Observa su perfil, sus labios, sus rasgos firmes. ¿Es un muchacho? ¿Es un hombre? Su cuerpo robusto, tranquilo, protegido del viento de la noche por un suéter ligero. Su cintura estrecha. Sus piernas largas. Y, además, esa sonrisa.
Ya está, ya lo he escrito. Te lo leo: «A ti, que me has encontrado Te grito amor, que tú puedas amar con una locura rebelde, con una pasión insana, que estas palabras sean para ti el comienzo de una temeraria felicidad»
Niki guarda silencio, impresionada por la belleza de esas frases, por su importancia, por la increíble sintonía con lo que ella misma está experimentando. Siente algo nuevo. Tiene la impresión de haber superado un obstáculo, de haber rasgado un velo, de haber descubierto algo al doblar una esquina. Como esa canción que irrumpe repentina, que rompe el silencio y te turba. Y él está ahí. Guido. El mismo del primer día, el del desafío continuo, el de las ocurrencias fáciles, el de la respuesta siempre a punto. En ciertas ocasiones inoportuno, en otras no. De repente se siente muy cerca de él, en perfecta armonía. Como si estuviesen tocando juntos una canción que los demás no Pudieran oír. Y nadie se lo habría imaginado. Ni siquiera Niki.
Son unas palabras preciosas.
Me alegro de que te gusten. Ten, coge este folio y el bolígrafo: escribe una tú también.
No No me apetece.
Venga. Es un juego, quizá le resulte útil a la persona que encuentre la botella, quizá la ayude a reflexionar sobre el momento que está viviendo
Niki piensa por un instante. Guido la observa. Se miran fuga mente. Después, él ladea la cabeza.
¿Y bien?
Niki acepta al fin, conquistada por ese extraño juego.
Dame el folio.
Guido se lo pasa risueño.
Bien. Me alegro -La contempla mientras ella busca inspiración en el cielo. Niki lo nota-. Venga, no me mires tanto, que así no se me ocurre nada.
Vale. En ese caso lanzaré mi botella mientras escribes.
Encuentra un trozo de rama del diámetro adecuado, dobla el folio, lo enrolla y lo mete dentro de la Coronita vacía. Acto seguido introduce el palo. Da unos golpecitos con la palma de la mano para encajarlo bien y luego lo parte por la mitad. Coge la botella con el nuevo tapón de madera improvisado y la suelta dulcemente en el río. El agua se la arrebata, casi se la arranca de las manos y se la lleva a toda prisa, veloz, rumbo a un destino desconocido. Entretanto, Niki ha acabado de escribir.
Ya está -dice, enrolla el folio y lo mete dentro de la botella.
¿No me lo lees?
No, me da vergüenza.
Vamos -Guido le sonríe y simula estar decepcionado-. Esto seguro de que es precioso.
No lo sé. He escrito lo primero que me ha venido a la cabeza. Lo leerá el que encuentre esta botella.
Guido comprende que no debe insistir, que ella necesita su independencia, la posibilidad de elegir, y que el mero hecho de que haya decidido jugar con él ya es un gran logro. De manera que la ayuda a introducir otro trozo de rama a modo de tapón y a continuación se acerca con ella a la orilla del río para botar la segunda botella. Contemplan por un momento cómo sube y baja en el agua, el cuello desaparece de vez en cuando y vuelve a emerger en otro sitio, hasta que, por fin, se pierde en la oscuridad.
Qué afortunado será quien lea tus palabras. A saber si será capaz de imaginar la belleza de su autora
Niki se vuelve y ve que está muy cerca. Mucho. Demasiado. Los envuelve la penumbra de ese recoveco que se encuentra bajo la copa verde de un gran árbol. Las ramas más largas descienden sobre ellos formando un gran paraguas natural. Los protegen incluso del más simple rayo de luna. Están ahí, lejos de todo el mundo. Un viento ligero, más cálido, agita algunas hojas y el pelo de Niki. Ese mechón rebelde se desliza por su cara y se diría que traza sobre ella un bordado vacilante, un signo de interrogación, un rizo curioso que acaba su recorrido en el borde de la mejilla. Un silencio hecho de mil palabras. Sus miradas y esos ojos que sonríen serenos, conscientes de la belleza del momento. De ese instante que parece durar una eternidad.
Guido mueve la mano, la alza con delicadeza hacia su cara, aparta ese rizo rebelde y le acaricia el pelo. Sin dejar de mirarse, lentamente, sus bocas se aproximan con un movimiento milimétrico a la vez que se abren como flores en ese lecho del río. Esos labios rojos, esos delicados pétalos de dos jóvenes sonrisas, casi se rozan ya. ¿Niki? ¿Niki? Pero ¿qué estás haciendo? ¿Lo vas a besar? Y entonces, como si despertara de un dulce sueño, de una hipnosis imprevista, Niki vuelve en sí y casi se avergüenza de haber cedido lentamente, de la debilidad que ha demostrado en ese momento, de la loca, tonta y sencilla atracción humana. Mortificada, se retira y baja los ojos.
Perdona, pero no puedo.
No, no quiero, piensa Guido. No, no me gustas. No, no te deseo. Sólo ha dicho que no puede. Como si en realidad quisiera, como si el deseo existiera, como si pudiera suceder algún día pero no ahora. Y entonces, sin prisa, sin irritación, esboza una sonrisa sencilla y ligera.
No te preocupes. Te acompaño a casa.
En un abrir y cerrar de ojos, Niki se encuentra de nuevo en su moto detrás de él, atontada, confundida, desorientada, y el viento fresco del Lungotevere no basta para aclarar su mente y, sobre todo, su corazón. La moto avanza lentamente y, llegado un cierto momento, Niki siente que la mano izquierda de Guido, que ha soltado el manillar y ahora se apoya sobre la suya, la aprieta como si quisiera reconfortarla, evitar que se sienta perdida.
¿Todo bien? -Sus ojos se encuentran con los de ella, que lo espían risueños por el espejo retrovisor. Le gustaría transmitirle tranquilidad y confianza. Prosigue e insiste-: ¿Todo OK?
Sí, todo bien.
Entonces sonríe y asiente serena con la cabeza. Recorren parte del trayecto cogidos de la mano, lejos ya de cualquier riña, broma estúpida o tomadura de pelo. Como si hubieran entrado en una nueva dimensión. Cómplices. Niki mira hacia abajo, hacia su pierna. Su mano estrecha la de Guido durante largo tiempo, inmóvil, casi en señal de rendición. Cómplices. Y no se siente culpable. En el fondo, ¿qué he hecho?, se pregunta. Y, sin embargo, sabe de sobra que está respirando un aire nuevo. Que está exhalando un suspiro prolongado, profundo y pleno. Cómplices; Jamás habría imaginado que podría estar así con otro. Otro. Otro. Casi tiene ganas de gritar esa palabra, hasta ese punto le parece extraña, absurda, ajena e imposible. Mira de nuevo su mano, está allí, sobre la suya, y le parece imposible. No obstante, es así. Entonces cierra los ojos, se apoya en su espalda y se deja llevar completamente rendida por las calles de esa extraña noche. Silencio. Ni siquiera se oye ya el ruido del tráfico. Silencio. Da la impresión de que la ciudad se ha quedado con la boca abierta. Y una lágrima rebelde le recorre la cara. Sí, es así. Soy cómplice. Sin apenas darse cuenta, se encuentra de nuevo frente a la facultad.
Ya está, hemos llegado
Niki se apresura a apearse de la moto y luego, sirviéndose del pelo para ocultar su cara, huidiza incluso consigo misma, se despide de él.
Adiós -y escapa sin darle siquiera un beso.
Corre hacia su coche y lo abre sin volverse. Pone en marcha motor y parte, conduce hasta su casa distraída. Cruza el portal y cierra a sus espaldas. Después llama el ascensor. Jadea y, desesperad intenta recuperar el equilibrio. Entra en el ascensor y, cuando se mi al espejo, le cuesta reconocerse. El pelo enmarañado tras el viaje moto, salvaje, rebelde a pesar del casco, y también su cara, tan diferente, los ojos divertidos, astutos, locos, animados por una sana y excesiva locura. Ese deseo de libertad, de rebelión increíble de todo y de todos, de no tener límites ni deberes, de pertenecer al mundo y a sí misma. Sí, sólo a sí misma. Entra en casa. Por suerte, todos duermen. De puntillas, se dirige a su habitación y cierra sigilosamente la puerta. Suspira. Saca el móvil del bolso. Lo coloca sobre la mesa y lo mira fijamente. Está apagado. ¿Me habrá buscado? A saber. Pero no quiero encenderlo ahora. No quiero enterarme. No quiero depender de nada ni de nadie. ¿Dónde estabas? ¿Qué has hecho? No lo sé. Sí, estaba con mis amigas. De repente se rebela también frente a eso. Frente a tener que engañarlo, que mentir. ¿Por qué? ¿Acaso no es mi vida? ¿Por qué debo mentir? ¿Por qué ya no tengo la libertad de ser yo misma? ¿A qué se debe que tenga que controlarme, limitarme, simular que no siento algo sólo porque «no es propio» de una mujer que está a punto de casarse? ¿En qué me estoy convirtiendo? Niki camina nerviosa por su dormitorio. Siente que un grito sofocado la llena, exige espacio y atención. Pero ¿qué estoy diciendo? Yo quiero a Alex, estoy con él, he luchado por él. Yo, que siempre he criticado ese modo de comportarse cuando lo veía en los demás, ¿qué estoy haciendo ahora? ¿Soy peor que ellos? Erica, Olly, mis compañeras del colegio, mis amigos del instituto. Cada vez que me contaban una historia como ésta disparaba sobre todo y sobre todos sin avenirme a razones. ¿Y ahora? Ahora soy una de ellos. Diría que aun peor, porque hasta he tenido el valor de hablar, de criticar, de juzgar, de reírme pensando que a mí nunca me sucedería algo parecido. Qué asco, decía, yo jamás podría hacer eso. Y en cambio ahora me encuentro en una situación así. Me siento indecisa, insegura, infeliz, veloz y radiante hacia un único él, encendiendo una vela a Dios y otra al diablo. Y al oír cómo retumba en su mente esa última frase, como un cañonazo, como un estruendo repentino, como un posible ataque a todo lo que ha construido hasta el día anterior, Niki deja de dudar. No tiene elección. Ya no. De manera que se acerca a la mesa donde estudió para la selectividad, donde ha llorado, sufrido y comprobado mil veces el móvil esperando en vano un mensaje suyo. Cuántos puñetazos le dio cuando rompió con Alex deseando que él volviera, que reconociera que se había equivocado, que le rogara que volviera con él, que le pidiera perdón. Aparta la silla. Cuántos días, cuántas lágrimas. Cuánta desesperación. ¿Y ahora? Se sienta en silencio. Ahora todo ha cambiado de nuevo. De manera que se aparta el pelo de la cara y se ve obligada a hacer lo que jamás se habría imaginado.
Ciento catorce
El apartamento de Mattia es bastante grande, pero no está particularmente cuidado. La decoración se compone de una mezcla de muebles de los años setenta y de algunas cosas compradas en Ikea. Da la impresión de que su abuela vivió allí hasta hace poco. Sobre un par de muebles hay incluso unos tapetes de ganchillo, y en el pasillo, una cómoda con un espejo que ocupa casi todo el espacio. El salón se ha transformado en una especie de gimnasio. Hay varios aparatos y una cinta de correr.
Aquí es donde me relajo La actividad física es el mejor remedio contra el estrés y el dolor de cabeza. Ven
Entran en una pequeña cocina. Mattia enciende el fluorescente del techo y abre la nevera. Después saca un cuchillo de un cajón, y un platito y un vaso de un armario. Coloca sobre la mesa el servilletero y una botella de malvasía que está por la mitad.
Ponte cómoda, por favor. No podemos dejar a una princesa sin postre.
Cristina sonríe y se sienta. Mattia también. Luego le corta un buen pedazo de tarta y se lo pone delante. Cristina se lo come de buena gana.
Hay que reconocer que tienes un apetito impresionante, eres insaciable
Mattia le roba un poco de crema con el dedo y, sin que ella se dé cuenta, le mancha un poco la nariz. Cristina se echa a reír. Bromean. Luego le mete a Mattia en la boca un pedazo de tarta. Juegan. Mattia se acerca a ella.
Deja que te pruebe -dice, y empieza a besarla lentamente haciendo como que le muerde.
Al principio Cristina está un poco tensa, pero luego se relaja. Un beso suave, largo e intenso. Y una caricia. Dos. Luego se ponen de pie, una camiseta que vuela, un vestido que se desliza y cae al suelo, él que la levanta y la lleva al otro lado de la casa. El pasillo, una puerta oscura que se abre, un dormitorio y una lámpara de mesa que se enciende. Y más besos, caricias y pasión. Cristina siente bajo sus dedos ese cuerpo perfecto, los músculos definidos y la piel lisa y caliente. Mira alrededor como puede. Y nota que esa habitación es la única que está decorada con estilo moderno, con muchos espejos en las paredes y unos cuantos muebles blancos. Nota también otra cosa, que Mattia de vez en cuando se vuelve y mira su imagen en el espejo. Complacido. Quizá de sí mismo, de ser el protagonista de esa escena. Cristina nunca lo ha hecho rodeada de tantos espejos y se siente un poco cohibida. Pero Mattia es dulce y al final se deja llevar por él. Tras besarse un poco más, él se pone encima de ella. En ese momento Cristina se percata de otra cosa. En el estante que hay junto a la ventana ve una pequeña bola de cristal, una de esas con nieve dentro. En su interior hay un muñequito con un cartel que reza «Te amo». Cristina se entristece de golpe. Se parece a la que compró para Flavio para darle una pequeña sorpresa Y él se echó a reír. Y me abrazó. Y luego volteó la esfera de cristal con el muñequito dentro una vez, otra, y contempló cómo caía la nieve. Ahora la tiene en la mesilla de su dormitorio. Siempre me ha gustado mucho. Quizá también a Mattia se la haya regalado alguien especial. Y le gusta. La simpatía que siente por él aumenta. Se deja acariciar. Pero mil recuerdos afloran a su mente mientras él la besa ajeno a todo.
Más tarde. Los ruidos de la ciudad se han ido apagando. Es casi la una. Cristina vuelve a vestirse con calma. Mira de nuevo el muñequito. Mattia está tumbado en la cama y la luz de la luna que se filtra por la ventana lo ilumina y crea un juego extraño con los espejos. Tiene los ojos cerrados. Los abre.
¿Te vas, tesoro?
Sí, es tarde
Mattia se incorpora.
Te acompaño.
No, no importa, hace un rato he llamado un taxi
¿Cuándo? No me he dado cuenta
Antes. Quizá te quedaste dormido Además, no quiero hacerte salir ahora. Con el taxi llegaré en un momento
Me gustas, eres una mujer independiente
Cuando oye esa palabra Cristina experimenta una extraña sensación. Se levanta. Mattia también. Cristina coge el bolso y el abrigo que dejó en la cocina. Mattia la acompaña a la puerta. Cristina se vuelve al salir.
¿Quién te regaló ese muñequito que tienes en la habitación? Me refiero al de la bola de nieve.
Mattia se queda perplejo. Reflexiona por unos instantes.
Pues una, la verdad es que no recuerdo su nombre ¿Por qué?
Resulta curioso cómo un pequeño objeto, un souvenir tan insignificante, pueda tener un valor tan distinto para dos personas. Demasiado distinto. Ni siquiera se acuerda de ella. Una mujer que quizá se lo regaló con amor como hice yo con Flavio. Una mujer afectuosa, que quizá era mona y paciente, y que tal vez estaba convencida de que él también la consideraba especial. Y ahora él ni siquiera recuerda su nombre. Cristina lo mira por unos instantes. Mattia sonríe.
Entonces, espléndida mujer, ¿puedo llamarte mañana?
No
Mattia se queda sorprendido.
Puede que estés ocupada ¿Pasado mañana?
No
¿Dentro de unos días?
Tampoco
Cristina se despide de él, sonríe y acto seguido desaparece por el pasillo. Mattia la contempla mientras se aleja. No entiende ese cambio repentino de humor. Bah. Mujeres. No hay quien las entienda. Además, nunca digas nunca jamás.
Ciento quince
Erica se vuelve de golpe. Al principio no entiende nada. Nota que el colchón es un poco duro. Pero ¿qué ocurre? Abre los ojos. Trata de enfocar la vista pero no reconoce ni los objetos ni la habitación. Se incorpora y escruta alrededor. Y lo ve. A su lado. Respira pesadamente y durmiendo se ha destapado. La sábana está prácticamente en el suelo. Está tumbado boca arriba. Su cuerpo desnudo deja a la vista su flacidez. Qué extraño. Vestido no daba esa impresión. Erica mira la mesilla de noche. Un reloj digital señala las tres de la madrugada. Se percata de que ella también está desnuda bajo la sábana. Ve sus ropas desperdigadas por el suelo. Se vuelve de nuevo hacia él. Y recuerda. Salieron de la facultad. Él la invitó a dar una vuelta en coche por la zona. Una vez en él bromearon y rieron. Él le dio a entender que ella le gustaba. Y ella se sentía feliz. Luego llegaron a un portal. Él le propuso que subieran para beber un café y le prometió que luego la acompañaría a casa. Hablaron un poco y al cabo de un rato la besó. Cada vez con mayor intensidad. Erica le dejó hacer y ahora, al verlo, se siente irritada. Ahí está, tumbado, dormido, un poco pálido. Ya no le parece tan guapo como antes. Pero ¿qué habré visto en él? Y eso que pensaba que estaba buenísimo. Quería llamar su atención a toda costa y ahora que me he acostado con él me siento así. Erica se levanta. Deambula descalza por la habitación iluminada por el reflejo de una farola que se filtra por entre las persianas. Varios libros. Una cómoda. El espejo. Y un marco sobre un mueble. Erica lo coge. Es la fotografía de una mujer guapa y morena con el pelo largo y dos niños de unos ocho y diez años. A su lado, acurrucado en el suelo, sonriente, está él, Marco Giannotti. Otra fotografía más grande con un marco de plata muestra a Marco y a esa misma mujer el día de su boda. Conque está casado Erica se vuelve a mirarlo. Ahora duerme, si cabe, más profundamente aún. Está roncando. Erica sacude la cabeza. Qué tristeza. No es posible. A saber qué estará haciendo aquí solo. Quizá su esposa y sus hijos estén fuera. O tal vez éste sea uno de esos pisos a los que lleva a las tipas como yo. Al pensar esa frase se bloquea. ¿Una tipa como yo? Un tipo como él, más bien. Yo no he hecho nada malo. Me he limitado a seguir mi instinto. Él me gustaba. Eso es todo. El mentiroso es él, que engaña a su mujer y que toma el pelo a sus alumnas. Pero esas palabras le hacen sentir que se está mintiendo a sí misma.
Ciento dieciséis
El chófer aparca el coche bajo la casa de Alex, que se apea a toda prisa y saca su maleta con ruedas del maletero. Leonardo baja la ventanilla.
Tómate el día libre si quieres.
Alex sonríe.
Está bien, gracias. En cualquier caso me parece que ha salido redondo, ¿no crees?
Sí, perfecto -Leonardo sonríe, entusiasta-. Los americanos han anticipado ya buena parte del presupuesto para el próximo año a su sociedad y han quedado impresionados por la belleza de las filmaciones. Debo decir que tanto Raffaella como tú sois unos máquinas. Lamento que ella no haya venido.
Pues sí -reconoce Alex-. El trabajo que hizo gustó mucho. Si pasas por el despacho, díselo. Nosotros nos vemos pasado mañana.
El coche con el chófer y con Leonardo arranca de nuevo mientras Alex entra en el edificio y llama el ascensor. Echa un vistazo al móvil. Qué extraño. Niki no me ha llamado. Ni siquiera un mensaje. Ayer probé una vez y no tenía cobertura, luego volví a intentarlo durante la cena con los americanos y tampoco lo conseguí. Bueno, es normal. En cualquier caso, ahora se calmarán los ánimos. Ha sido el momento decisivo para la elección de la línea de la campaña, ahora todo será cuesta abajo. Abre la puerta de su apartamento. De ahora en adelante todo será más fácil, mucho más, así también podré ocuparme de la boda. Entra en casa y deja las llaves en la repisa de la entrada. La verdad es que hasta ahora no he hecho demasiado.
Niki, ¿estás ahí? -Quizá haya salido ya-. ¿Niki?
Puede que no haya venido, tal vez haya preferido quedarse en su casa porque me parece que hoy tenía que salir con su madre para reservar la iglesia Pero, de repente, ve el armario y varios cajones de su escritorio abiertos. La puerta del dormitorio idéntico al de Niki está abierta y el armario está vacío.
No, pero ¿qué ha pasado? ¿Han entrado ladrones? -y lo dice titubeante, casi esperanzado, preocupado de que, en cambio, pueda ser otra cosa, temiendo que tras ese inexplicable desorden pueda existir otro motivo.
No. Que alguien me diga que no es así. Alex deja la bolsa de viaje en el suelo y echa a correr por la casa, cada vez más agitado, hasta que llega al dormitorio y la encuentra. Una carta. Otra.
Oh, no
Abre el sobre casi frenéticamente y saca la carta, la desdobla con fuerza, con rabia, sacudiéndola en el aire, veloz, ansioso por saber lo que hay escrito en ella.
«Querido Alex, quizá no sea el mejor modo de decírtelo, pero en este momento me siento demasiado cobarde.» Alex no puede creer lo que ven sus ojos, cree que se va a desmayar, le entran ganas de vomitar el delicioso desayuno que se ha comido esa mañana y devora frenético todas y cada una de las palabras de la misiva. La lee a toda velocidad saltándose los conceptos, las frases, las líneas, buscando, hurgando, con el temor de encontrar esa afirmación: «Me he enamorado de otro.» Y al final se detiene un poco, algo más tranquilo, sobrepuesto, ligeramente más sereno. «Lo siento, es un paso demasiado grande para mí. Me he dado cuenta de que tengo miedo, de que no estoy preparada.» Ahí está. Respira más lentamente. Sólo es eso, nada más, bueno, de todas formas es importante, pero no definitivo. Sigue leyendo hasta la última línea. «De manera que es mejor que no nos veamos durante cierto tiempo, necesito reflexionar.»
Pero yo dejé el trabajo por ti, me fui a una isla, a un faro, a esperarte, y después regresamos juntos porque decidimos que queríamos volver. Cambié de casa para borrar cualquier recuerdo de Elena, recreé tu dormitorio para que pudieras venir aquí a estudiar y te sintieras como en tu casa, libre o, en cualquier caso, independiente. Fui hasta Nueva York, me puse en contacto con Mouse y me inventé un sinfín de cosas para pedirte que te casaras conmigo del modo que tú soñabas, con la fábula que amas, porque la vida puede ser una fábula si uno quiere, si uno decide vivir soñando ¿Y ahora renuncias a ese sueño? ¿No estás preparada? ¿Tienes miedo? ¿Renuncias a todo esto? ¿Por qué, Niki? ¿Por mi culpa? ¿Porque he estado demasiado ocupado? ¿Porque has tenido que soportar a mis hermanas? ¿Por los preparativos de una boda? ¿El peso de una decisión? Dímelo, Niki, te lo ruego. Permanece en silencio en esa casa vacía, entre esas paredes que todavía huelen a risas y a amor, a divertidas persecuciones, a fugas simuladas y a suaves caídas entre las sábanas, a besos en todas las habitaciones y a suspiros que aún retumban en el aire como leves sonrisas que lentamente se van descoloriendo. De repente a Alex esa casa le resulta triste, como si hubiera perdido todo el esmalte, como si los colores de los sofás, de las alfombras, de las sillas, de los cuadros y de todas las cosas que eligieron juntos se hubieran desteñido de improviso, hubieran quedado desenfocadas, ofuscadas, disueltas en el agua. O, al menos, así es como las ve a través de sus lágrimas.
Ciento diecisiete
Olly ordena la casa al vuelo escondiendo unas cuantas cosas en el armario, quitando distraída el polvo aquí y allá. Pone el agua a hervir. Coge una bolsita del pequeño mueble que hay junto a la pila. Con una cucharita echa un poco de carcadé en el filtro que después introducirá en el hervidor. De una repisa coge cuatro tazas grandes y las coloca sobre la mesa, donde ya ha puesto unas cuantas galletas, el limón y el azúcar moreno.
Luego sigue limpiando. Al cabo de un rato suena el interfono. Tres veces, rápidamente. Bien. Debe de ser una de ellas. Olly va a abrir y espera a que llegue al rellano.
Ah, eres tú. -Es Erica-. Hola, entra.
Olly se encamina de nuevo a la cocina y baja el fuego.
Ven aquí, así controlo el agua.
Erica la sigue. Justo en ese momento llaman de nuevo al timbre. Olly corre hacia la puerta.
Oh, aquí estás
Diletta la abraza.
Pero qué seria estás ¿Se puede saber qué os pasa?
Tienes razón, perdona Es una época un tanto especial. Además, cuando Niki nos convoca de esta forma siempre me da mala espina ¡Estoy nerviosa por su culpa!
Entran en la sala.
¡Hola, Erica! -Diletta se acerca a su amiga y le da un beso-. ¿Y bien?
Aquí estamos.
Diletta se sienta en un taburete alto que hay junto a la barra.
La verdad es que esta buhardilla es preciosa, la has decorado con mucho gusto.
Olly sonríe.
Gracias. Sí, me gusta mucho, y además se duerme muy bien, es silenciosa. Creo que cada casa tiene su propia atmósfera, una energía especial, ¿no os parece?
Sí, ¿y ésta cómo es?