Glitter Season - Victory Storm 6 стр.


Podrías pasar por mi casa después del trabajo, así te muestro el apartamento. Podría preparar la cena

No tengo tiempo, la detuvo de inmediato él.

Pero tendremos que decidir dónde vivir, dijo ella insegura.

Si tanto te gusta vivir en la Quinta Avenida, no veo por qué tendrías que mudarte a otro lugar.

Está bien ¿Y tú?

Yo no estoy nunca en casa. Estoy siempre de viaje y a veces me quedo aquí por la noche.

Pero

No veo por qué tendría que molestarte.

Aiden, yo te lo ruego tenemos que hablar...

Disculpa, Emma, pero dentro de diez minutos tengo una reunión con el Consejo y todavía hay muchas cosas que discutir con tu abuelo, ya que quiere el control del 51% de las acciones de la Marconi Inmobiliarias, la detuvo el hombre nervioso y apurado yendo a abrirle la puerta para acompañarla.

¿Y el apartamento?, dijo Emma confundida.

¿Por qué tenemos que cambiar nuestros hábitos y arruinarnos la vida con la presencia del otro, cuando nos alcanza con ese certificado de matrimonio que tenemos?

Emma hubiera querido gritar que estaban casados, que ella todavía estaba enamorada de él, que quería aprender a conocerlo y a amarlo como debería hacer una esposa con el marido, pero él la llevó delicadamente fuera de la oficina.

Buen día, Emma.

¿Puede un matrimonio hacer tanto daño?, se preguntó cuándo volvió a casa, poniéndose a llorar.

¿Cuántas lágrimas tendré que derramar antes de poder poner fin a esta tortura?.

Y así comenzó su vida de casada: conviviendo son su propia soledad y algunas llamadas de la secretaria de Aiden que le avisaba de algún evento o fiesta a la que habrían tenido que asistir juntos, fingiendo ser la pareja más feliz del mundo.

Por amor a su abuelo, Emma se volvió una gran actriz al lado de ese extraño que todos llamaban su marido.

6

¿Otro café?, preguntó Emma amablemente con su tono pacato y casi afectuoso que había aprendido a usar cuando se dirigía a su marido en público.

No, gracias, dijo Aiden avergonzado, casi sorprendido por sentir que su propia esposa le dirigía la palabra mientras lo miraba con la habitual expresión compuesta y cortés, pero que esa mañana no conseguía no sentirse molesto por su cercanía.

Lamento haber venido hasta tu casa a las siete de la mañana y sin siquiera avisarte. No volverá a suceder, le repitió antes de hundir el rostro en el periódico para quitar la mirada del escote demasiado generoso por la bata de noche de seda de su esposa.

Ya te dije que no tienes que preocuparte. Ésta también es tu casa, respondió Emma, intentado disimular la diversión que sintió cuanto vio a Aiden en su casa a la mañana temprano, con la camisa manchada de helado de fresas gracias a una niña un poco descuidada, y sin maletas por un problema en el aeropuerto cuando regresó de Chicago.

No sabía dónde ir, porque en la oficina ya está tu abuelo esperándome y mi secretaria está enferma. Además, con el tráfico que hay a esta hora, me habría llevado más de una hora volver a mi casa.

Verás que dentro de un rato Carmen volverá con una camiseta adecuada para la reunión de ésta mañana, para que puedas volver a la oficina sin dar la impresión de haber sido víctima de un helado de fresa, le aseguró Emma, refiriéndose a su ama de llaves.

Gracias y de todas formas me iré apenas vuelva Carmen, así podrás volver a dormir.

Hoy yo también tengo que salir temprano. Tengo una cita, le informó Emma, apartando la mirada y permaneciendo vaga, a pesar de que quería contarle todo sobre Abigail y su mudanza a una casa propia. Esa decisión fue el resultado de los problemas que tuvo con su madre, con quien no había hablado durante dos meses, y de su deseo de intentar arreglárselas por su cuenta, ya que ahora podía permitirse pagar un alquiler gracias su ascenso como editora por la serie de cuentos de Rachel en la Carter House.

Sin embargo, ese nombramiento era parte de la vida que se había labrado en esa soledad y era lo único feliz que tenía. No tenía intención de permitir que Aiden se entrometiera en eso también, a riesgo de arruinarlo todo.

Recuerda que esta noche tenemos una cena de beneficencia a la que asistir, se irritó de repente Aiden, aunque mantuvo un tono de voz neutro para enmascarar su molestia frente a la vaguedad de esa información.

Estaré allí. ¿Otro café?, preguntó nuevamente Emma.

No, gracias, respondió parco Aiden, que continuaba a mirar fijamente los artículos de economía del periódico, pero por más que se esforzara no conseguía leer siquiera una línea por la agitación que le provocaba la cercanía de Emma. Tenía el cabello suelto y algo despeinado que le caía vaporoso por los hombros y la espalda como olas de fuego, su rostro desprovisto del maquillaje que normalmente cubría las pecas que siempre había adorado y soñado besar una a una, sus ojos algo adormecidos, pero siempre temerosos e incapaces de mantener la mirada fija sobre él, como si ella le temiera o él le disgustara. Siempre tenía esa expresión de complacencia y cortesía reverencial hacia él. Incluso esa voz tranquila y gentil sólo intensificaba su sensación de frustración.

Hubiera querido hacerle perder el control, escucharla gritar, gemir con sus besos, susurrar lánguidamente su nombre pero por el contrario se encontraba frente a esa maravillosa estatua de Afrodita, con ese comportamiento que siempre le recordaba que Emma era suya, pero que no podía tocarla ni tenerla.

El nuestro es un matrimonio por conveniencia y Emma se ha casado conmigo sólo porque ama a su abuelo, no a mí, se repetía siempre cuando sentía crecer el deseo y las ganas de cumplir con su rol de esposo.

Habían pasado dos años desde que se casaron y todavía creía que estaba unido con la única mujer que había amado en su vida, pero todavía no había conseguido hacer caer ese muro que había entre ellos desde el primer encuentro después de doce años de distanciamiento. Un muro que se llamaba Cesare Marconi y que tenía el control total de los sentimientos de la nieta, tanto como para obligarla también a ella a desaprobarlo y a despreciarlo, en su opinión.

Había querido encontrar a esa muchachita de doce años que había dejado, pero no hizo falta mucho para alejarla. Primero con su negativa a reunirse con él en su decimotercer cumpleaños, a pesar de la promesa que le había hecho el año anterior, y luego con ese encuentro tres años antes en la oficina de Cesare.

Lo había sorprendido lo hermosa que se había vuelto pero, por otro lado, había perdido toda la audacia que tenía de niña, prefiriendo retroceder y esconderse detrás de su abuelo que controlaba todo, llegando incluso a casarse con un hombre cuya vista ni siquiera podía soportar.

Los únicos momentos de aparente intimidad eran los relacionados con las cenas de su abuelo o los eventos públicos, en los que tomaba su brazo y caminaban juntos, con el rostro relajado y sonriente, precisamente como la gente espera de la que siempre había sido definida como la pareja perfecta. ¡Pero no había nada perfecto en su unión!

Todo era falso y tenía como objetivo satisfacer los deseos de Cesare, que quería que todos creyeran en su amor.

Aiden a menudo había tenido que contener su impaciencia, especialmente frente a esa encantadora esposa llena de gracia en todo lo que hacía y decía, pero siempre se había reprimido.

Todo era falso y tenía como objetivo satisfacer los deseos de Cesare, que quería que todos creyeran en su amor.

Aiden a menudo había tenido que contener su impaciencia, especialmente frente a esa encantadora esposa llena de gracia en todo lo que hacía y decía, pero siempre se había reprimido.

Eran sólo negocios, se repetía, pensando en la fusión entre la Marconi Construcciones & Inmobiliarias.

Pero la realidad era otra: no conseguía separarse de Emma.

Aquí está su camisa, señor Marconi, dijo Carmen, la empleada doméstica.

Aiden miró la hora. Era tardísimo y por primera vez en su vida corría el riesgo de llegar tarde a una reunión.

De inmediato, agradeció a la mujer y se cambió rápidamente la ropa, quedándose con el torso desnudo.

Estaba tan ocupado vistiéndose que no se dio cuenta de la mirada sorprendida de su esposa que lo veía por primera vez sin camisa.

Yo también voy a cambiarme o llegaré tarde, murmuró a disgusto Emma, corriendo a la habitación para escapar de los pensamientos excitantes que le nublaban la mente.

Tenía el corazón que le latía fuertísimo y el deseo de tocarlo y acariciarlo, como siempre había soñado, se había hecho tan fuerte como para asustarla y hacerle perder la cabeza.

Cuando volvió a la sala, Aiden ya se había ido.

Al menos podría haber saludado.

Si me lo permite, creo que se ofendió por su fuga a su habitación, le dijo Carmen.

¿Fuga? No estaba escapando.

No sabría decirle, pero esa era la impresión, le respondió la doméstica con una encogida de hombros. Ella era la única que sabía la verdad sobre su matrimonio y después de años de servicio se permitía decir lo que pensaba sin tantos preámbulos.

7

Abigail tuvo que respirar profundo antes de poder tomar el iPhone sin hacerlo caer por el temblor. No le había alcanzado con la doble ración de gotas de Rescue Remedy para detener la agitación y la ansiedad que la estaban aplastando.

Hola, exclamó de manera muy nerviosa, mientras seguía corriendo por NW Lovejoy Street.

Hola, soy Eloise Lillians, la hija de Rosemary Dowson Lillians, se presentó una voz femenina tensa y fría.

¡Buen día! Mire, ¡estoy llegando!, se apuró a decir la muchacha apenas se dio cuenta que estaba hablando por teléfono con su futura si todo iba como lo esperaba- dueña de casa. Tuve un pequeño imprevisto, pero salí de Lovejoy Street. Estoy a pocos metros...

No se preocupe, señora Campert.

Camberg, la corrigió rápidamente. Odiaba a las personas que estropeaban los nombres y apellidos de los demás. Señorita Abigail Camberg, dijo con calma y precisión.

Ah, disculpe. Mi madre es anciana y un poco sorda. Debe haber entendido mal el apellido, se justificó la mujer avergonzada.

No se preocupe, murmuró Abigail tímidamente, incluso si hubiera querido responderle que la querida señora Rosemary no era sólo un poco sorda, sino totalmente carente de audición y además se aturdía, ya que además de llamarla a menudo Campert, una vez le había incluso dicho que ya había hablado con su marido. Lástima que Otelo no hablaba y, excepto por sus dos queridas amigas, nadie sabía de su mudanza.

De todas formas, la he llamado para informarle que lamentablemente mi madre fue internada hoy por un problema cardíaco y por ello vendré yo a llevarle el contrato.

Oh, lo lamento. Espero que no sea nada grave.

No, por suerte, pero sabe cómo es con la edad cualquier achaque se vuelve una preocupación y por eso los médicos prefirieron dejarla en observación por veinticuatro horas. Sin embargo, mi madre me pidió que cierre hoy el trato que tiene con usted por el apartamento en el segundo piso de Lovejoy Street. Yo me demorareéalgunos minutos debido al tráfico, pero le he pedido a mi tía, su futura vecina, que mientras tanto le dé las llaves de la casa para que no tenga que esperarme fuera.

Se lo agradezco, suspiró Abigail tensa y emocionada, llegando al condominio de baldosas rojas, que pronto sería parte de su vida.

Había pasado delante de ese edificio cada vez que iba a la tipografía por Rachel, pero nunca hubiera pensado que un día, justamente allí, en el segundo piso, esos ventanales ahora desnudos habrían escondido su primer apartamento. Sesenta metros cuadrados de casa sólo para ella y su pequeña familia.

Con el corazón que galopaba veloz como un caballo en la pradera infinita, corrió dentro del edificio, saltando feliz esos escaloncitos de piedra beige, a los que pronto habría tenido que habituarse ya que no tenía ascensor, hasta llegar al corredor del segundo piso, en el que había cuatro puertas color verde botella.

El color de las paredes rosa salmón contrastaba un poco con el de las puertas, pero no le importaba. ¡Ya adoraba ese edificio!

Estaba muy feliz porque, por primera vez en su vida, habría descubierto qué era ser absolutamente independiente, la libertad que tanto adoraba Rachel en sus discursos para hacerle olvidar la sombra angustiante de la soledad que temía como la misma muerte.

No estás sola, Abigail. Recuerda, sino te sientes bien sólo tienes que llamarme y vengo de inmediato. Incluso Emma dijo que está dispuesta a recibirte, sino llevas contigo a Otelo ya que es alérgica al pelo de gato, la había dicho Rachel algunos días antes.

Si había aceptado dar ese paso tan importante, había sido sólo gracias a sus palabras de aliento, además de la terrible pelea con su madre dos meses antes.

Eufórica, recorrió volando todo el corredor hasta el número 204, la segunda puerta a la derecha.

Había casi llegado cuando vio a un muchacho apoyado en la puerta de ese que Abigail consideraba ahora su apartamento, mientras terminaba de fumar el tercer cigarrillo y tiraba la colilla en el piso, al lado de la alfombrilla, cerca de los restos de los otros cigarrillos.

¿Pero cómo se atreve?, se indignó de repente, pero antes de poder decirle nada quiso asegurarse que no fuera el nieto de la señora Rosemary u otro pariente con quien habría tenido que cerrar el trato.

Sólo falta que, por este maleducado, ¡me aumenten el alquiler, que apenas puedo pagar!, pensó, acercándose al joven con cautela y con una sonrisa forzada en el rostro.

Cuando llegó a dos metros de ese individuo despreciable que estaba llenando todo el corredor con un olor acre espantoso de sus cigarrillos, éste finalmente se dio cuenta de su presencia y en una fracción de segundo se enderezó, apartándose de la puerta, luego con un golpe del talón empujó todas las colillas detrás de él.

Abigail se quedó en estado de shock, mirando hacia las cenizas que habían invadido y ensuciado todo el piso, hasta que el muchacho fue hacia ella, extendiéndole la mano.

Mucho gusto, soy Ethan. Hablamos recién por teléfono, dijo con una sonrisa cautivante y encantadora con la que, estaba segura, estaba intentando hacerle olvidar toda la suciedad que había delante de sus ojos.

Lo volvió a mirar.

Era guapo, tenía que admitirlo. Tenía un rostro bellísimo que de inmediato llamó su atención. Incluso los ojos color almendra y verde, escondidos detrás del cabello rubio ceniza oscuro, eran interesantes, pero a pesar de la mirada seductora y el guiño en sus ojos, no se le había escapado ese pliegue en los ojos.

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