LEVINAS Y LØGSTRUP EN EL MUNDO GLOBALIZADO DE CONSUMIDORES
Zygmunt Bauman*
University of Leeds, University of Warsaw
Emmanuel Levinas fue discípulo de Edmund Husserl. Sus primeros estudios y publicaciones independientes, empezando por su premiado ensayo de 1930 sobre la función de la intuición en la obra de Husserl, estaban dedicados a la exégesis y la interpretación de las enseñanzas del fundador de la fenomenología moderna y siguen siendo testimonios explícitos de esa deuda intelectual. Este punto de partida determinaría la trayectoria posterior de la obra de Levinas, aunque más en lo que respecta a sus herramientas, modo de razonamiento y métodos que a sus propósitos, hallazgos y proposiciones sustanciales, opuestos en aspectos cruciales a los de Husserl.
Lo que Levinas debía a Husserl, en primer lugar, era el osado acto de la reducción fenomenológica, «un acto en sus propias palabras de violencia que el hombre se hace a sí mismo (...) para volver a encontrarse como pensamiento puro»,1 y el estímulo, el coraje y el respaldo de la autoridad para una audacia aún mayor, necesarios para que la intuición de la losofía preceda (y preforme) a la losofía de la intuición.2 Gracias a la autoridad de la reducción fenomenológica el procedimiento concebido, practicado y legitimado por Husserl, Levinas llegaría a anteponer la ética a la ontología, en el acto que funda su propio sistema losóco.
Siguiendo el itinerario propuesto y contrastado por la reducción fenomenológica de Husserl, «poniendo entre paréntesis» y empleando la herramienta de la epojé (separación, eliminación, suspensión), Levinas procedió a desvelar el misterio de «la ley moral dentro de mí» de Kant: la exploración de la «ética pura», absoluta, prístina, extemporal y extraterritorial, no contaminada por los productos del reciclado social ni adulterada por inserciones ilegítimas, heterogéneas, accidentales e innecesarias; la ética del signicado puro intencional, como según Husserl han de ser todos los signicados puros que posibilita la concepción de los demás signicados adscritos e imputados, al mismo tiempo que los pone en entredicho y los explica.
Ese viaje de exploración no llevó a Levinas, en clara oposición a Husserl, a la «subjetividad trascendental», sino a la «otredad» trascendental, indomable e impenetrable del Otro. La última fase de la reducción fenomenológica del estilo de Levinas es la alteridad, esa irreductible otredad del Otro que despierta al Yo a sus responsabilidades únicas y colabora, aunque de manera indirecta, en el nacimiento de la subjetividad. Al cabo de la tarea de reducción de Levinas se produce el encuentro con el Otro, la impresión de ese encuentro y la silenciosa llamada del Rostro del Otro, no la subjetividad que siempre había estado ahí, introvertida, solitaria y desdeñosa, imperturbada, que elabora los signicados, como la araña, desde su propio abdomen. Según la magistral interpretación de los hallazgos de Levinas que hace Harvie Ferguson,
el otro no es un fragmento diferenciado, o una proyección, de lo que antes es interno a la conciencia, ni puede ser asimilado a la conciencia en modo alguno; está, y sigue estando, «fuera del sujeto» (...). Lo que emerge tras la reducción del mundo objetivo, activamente constituido, de la vida cotidiana no es el ego trascendental ni la pura transición de la temporalidad, sino el hecho bruto, misterioso, de la exterioridad.3
No se trata (como arma Husserl) de que el ego transcendental guarde cotidianamente a buen recaudo el mundo objetivo y pueda así volver a él, a sus raíces y al estado original de pureza primordial, mediante el esfuerzo determinado de la reducción fenomenológica, limpio de las poluciones mundanas y restaurado en su esencia. El ego, el Yo y su autoconciencia adquieren el ser en el enfrentamiento simultáneo de los límites y el desafío inasequible de la potencia creativa de sus intenciones e intuiciones: la «alteridad absoluta» del Otro como una entidad resguardada y protegida, permanentemente externa, que rechaza obstinadamente ser absorbida y asimilada y que, por tanto, incita y refuta el imparable esfuerzo del ego para trascender el abismo que los separa. En clara oposición a su profesor de losofía, Levinas usa su metodología para reafirmar la autonomía del mundo contra el sujeto; enfáticamente no diseñador ni creador del mundo a la manera de Dios, el sujeto adquiere el ser al asumir la responsabilidad de la alteridad indomable e intransigente del mundo. Si para Heidegger Sein era «ursprünglich» Mitsein, para Levinas es (también «ursprünglich») Fürsein. El Yo nace en el acto de reconocimiento de su ser para el Otro.
Siguiendo a Husserl, Levinas emprende un viaje de exploración en busca de la Sachen selbst, en su caso de la esencia de la ética, y la encuentra una vez ha «puesto entre paréntesis» y dejado a un lado todo lo accidental, contingente y superuo, en el ser-en-el-mundo, que ex post facto interere en la comparación del Yo pensante/sentiente con el Rostro del Otro al reducir la modalidad del «ser para», por naturaleza ilimitado y para siempre indenido, a la serie nita de mandamientos y prohibiciones. Como Husserl, trae consigo de su viaje de descubrimiento ricos trofeos que no habría podido adquirir de un modo menos tortuoso: el inventario de las constantes de la existencia moral y de las relaciones éticamente saturadas, rasgos de la condición prístina de la que parte toda existencia moral y a la que vuelve en cada acto moral.
*
«El Otro» y «El Rostro» son nombres genéricos, pero en cada encuentro moral, en el corazón del misterio de «la ley moral dentro de mí», cada nombre responde a un ser, sólo a uno, nunca más que a uno: un Otro, un Rostro. Ningún nombre podrá aparecer en plural al término de la reducción fenomenológica. La otredad del Otro es equiparable a su unicidad; cada Rostro es uno y sólo uno, y su unicidad desafía la endémica impersonalidad de la regla.
Es esta intransigente singularidad lo que vuelve redundante y en su mayor parte irrelevante todas las cosas que colman la vida cotidiana de cualquier ser humano de carne y hueso; el propósito de sobrevivir, la autoestima o el enaltecimiento, la yuxtaposición racional de medios y nes, el cálculo de pérdidas y ganancias, la procuración del placer, la paz o el poder... Entrar en el espacio moral de Levinas requiere tomarse un respiro en los asuntos diarios y dejar a un lado sus normas y convenciones mundanas. Al «encuentro moral de los dos», tanto Yo como el Otro llegamos desvestidos de los atuendos sociales, despojados de estatus, de distinciones sociales e identidades impuestas o socialmente tramadas, de posiciones o roles. No somos ricos ni pobres, ni superiores ni inferiores, ni poderosos o desposeídos. No se aplican estas calicaciones a los miembros de la pareja moral. Lo que lleguen a ser surgirá en y gracias a su condición de ser dos.
A sus anchas en ese espacio y sólo allí, el Yo moral ha de sentirse incómodo confundido, perdido cuando el encuentro moral de los dos es interrumpido por un Tercero. No sólo el Yo moral se siente incómodo; también Levinas, su explorador y portavoz. No se necesita una prueba mayor de su incomodidad que la urgencia obsesiva, casi impulsiva, con la que vuelve en sus últimos escritos y entrevistas al «problema del Tercero», es decir, a la posibilidad de salvar la relación ética nacida, crecida y cuidada en el invernadero de la compañía de dos, en las situaciones de la vida mundana, ordinaria, donde las intervenciones, intrusiones e «intromisiones» de incontables «terceros» son la pauta diaria.
Siguiendo a Husserl, Levinas emprende un viaje de exploración en busca de la Sachen selbst, en su caso de la esencia de la ética, y la encuentra una vez ha «puesto entre paréntesis» y dejado a un lado todo lo accidental, contingente y superuo, en el ser-en-el-mundo, que ex post facto interere en la comparación del Yo pensante/sentiente con el Rostro del Otro al reducir la modalidad del «ser para», por naturaleza ilimitado y para siempre indenido, a la serie nita de mandamientos y prohibiciones. Como Husserl, trae consigo de su viaje de descubrimiento ricos trofeos que no habría podido adquirir de un modo menos tortuoso: el inventario de las constantes de la existencia moral y de las relaciones éticamente saturadas, rasgos de la condición prístina de la que parte toda existencia moral y a la que vuelve en cada acto moral.
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«El Otro» y «El Rostro» son nombres genéricos, pero en cada encuentro moral, en el corazón del misterio de «la ley moral dentro de mí», cada nombre responde a un ser, sólo a uno, nunca más que a uno: un Otro, un Rostro. Ningún nombre podrá aparecer en plural al término de la reducción fenomenológica. La otredad del Otro es equiparable a su unicidad; cada Rostro es uno y sólo uno, y su unicidad desafía la endémica impersonalidad de la regla.
Es esta intransigente singularidad lo que vuelve redundante y en su mayor parte irrelevante todas las cosas que colman la vida cotidiana de cualquier ser humano de carne y hueso; el propósito de sobrevivir, la autoestima o el enaltecimiento, la yuxtaposición racional de medios y nes, el cálculo de pérdidas y ganancias, la procuración del placer, la paz o el poder... Entrar en el espacio moral de Levinas requiere tomarse un respiro en los asuntos diarios y dejar a un lado sus normas y convenciones mundanas. Al «encuentro moral de los dos», tanto Yo como el Otro llegamos desvestidos de los atuendos sociales, despojados de estatus, de distinciones sociales e identidades impuestas o socialmente tramadas, de posiciones o roles. No somos ricos ni pobres, ni superiores ni inferiores, ni poderosos o desposeídos. No se aplican estas calicaciones a los miembros de la pareja moral. Lo que lleguen a ser surgirá en y gracias a su condición de ser dos.
A sus anchas en ese espacio y sólo allí, el Yo moral ha de sentirse incómodo confundido, perdido cuando el encuentro moral de los dos es interrumpido por un Tercero. No sólo el Yo moral se siente incómodo; también Levinas, su explorador y portavoz. No se necesita una prueba mayor de su incomodidad que la urgencia obsesiva, casi impulsiva, con la que vuelve en sus últimos escritos y entrevistas al «problema del Tercero», es decir, a la posibilidad de salvar la relación ética nacida, crecida y cuidada en el invernadero de la compañía de dos, en las situaciones de la vida mundana, ordinaria, donde las intervenciones, intrusiones e «intromisiones» de incontables «terceros» son la pauta diaria.
Como Georg Simmel señaló en su comparación fundamental entre las relaciones diádicas y triádicas, «la característica decisiva de la díada es que cada uno de los dos miembros debe encargarse de algo y que, en caso de fracasar, sólo queda el otro, no una fuerza supraindividual, como prevalece en un grupo incluso de tres». Esto, insiste Simmel, «le da a la relación diádica una coloración muy marcada y especíca (...), pues el elemento diádico suele enfrentarse con más frecuencia al todo o nada que un miembro de un grupo mayor».4 Es fácil ver por qué la relación diádica tiende naturalmente al «encuentro moral de los dos» (incluso es idéntica), y por qué tiende a ser un hábitat natural (casi una nodriza) de la «incondicionalidad de la responsabilidad» o del «silencio de la demanda ética» que probablemente no surgiría ni arraigaría de otro modo; no brotaría espontáneamente ni sería sostenida por grupos más amplios en los que prevalecen las relaciones mixtas sobre las relaciones inmediatas, cara a cara, y proporcionan, por tanto, una matriz para muchas alianzas y divisiones alternativas. También es fácil ver por qué una entidad pensante/sentiente crecida en el connamiento seguro de la díada es sorprendida y se siente fuera de su elemento cuando se encuentra en una situación en la que hay un tercero. Es fácil ver por qué las herramientas y los hábitos desarrollados en una relación diádica han de ser examinados y complementados para que una tríada sea viable.
Hay un parecido notable entre el intenso, pero al nal inconcluso y frustrante intento de Levinas para devolver al Yo moral al mismo mundo de cuyas trazas ha tratado de puricarlo durante toda su vida, y el exorbitante, incluso hercúleo, aunque igualmente frustrado y frustrante intento del anciano Husserl para regresar a la intersubjetividad desde la «subjetividad trascendental», que había tratado de limpiar durante toda su vida de adulteraciones «interpuestas». La pregunta es si la capacidad y aptitud moral, hecha a la medida de la responsabilidad por el Otro como el Rostro, será lo bastante capaz y potente, y estará sucientemente dispuesta y será lo sucientemente vigorosa para acomodarse y llevar una carga completamente distinta de responsabilidad por el «Otro como tal», otro indenido y anónimo, otro sin rostro (disuelto en la multitud de «otros otros»). ¿Podrá una ética nacida y cultivada en el seno del encuentro moral de los dos trasplantarse en la «comunidad imaginada» de la sociedad humana y, más allá, en la comunidad global imaginada de la humanidad?
Para decirlo de una vez: ¿prepara la educación moral recibida en el seno del encuentro moral de los dos a sus miembros para vivir en el mundo?
Antes de que el mundo, obstinada y vejatoriamente inhospitalario para la ética, se convirtiera en su principal y obsesiva preocupación, Levinas lo visitó en relativamente pocas ocasiones, breve y cautelosamente, y casi nunca por propia iniciativa, sino urgido por acuciantes. En «La moralidad empieza en casa, o el empedrado camino hacia la justicia» doy cuenta de esas visitas desde «Le moi et la totalité» de 1954 hasta «De lunicité», publicado en 1986.5
Conforme pasó el tiempo, el espacio y la atención dedicados a las oportunidades del impulso moral que pone a prueba, en el amplio escenario social, «la amabilidad que lo engendró y lo mantiene con vida»,6 crecieron gradual, pero imparablemente. El mensaje más elaborado hacia el nal de la vida de Levinas fue que el impulso moral, aunque sea soberano y autosuciente en el seno del encuentro moral de los dos, es una pobre guía una vez se aventura fuera de sus límites. La frustrante innidad e incondicionalidad de la responsabilidad moral, o (como el gran lósofo danés de la ética Knud Løgstrup diría) el nocivo silencio de la demanda ética que insiste en que hay que hacer algo, pero rechaza obstinadamente especicar el qué, no se sostiene cuando el «Otro» aparece en plural, como él o ella lo hacen en la sociedad humana. En el mundo densamente poblado de la cotidianidad humana, el impulso moral necesita códigos, leyes, jurisdicción e instituciones que los dispongan y supervisen: al ser proyectado en la gran pantalla de la sociedad, el sentido moral se reencarna en, o vuelve a procesarse como, justicia social.
En presencia del Tercero dice Levinas en una conversación con François Poirié abandonamos lo que yo llamo el orden de la ética, o el orden de la santidad o el orden de la misericordia, o el orden del amor, o el orden de la caridad, donde el otro ser humano me concierne con indiferencia del lugar que ocupa en la multitud de seres humanos, e incluso con indiferencia de nuestra condición compartida de individuos de la especie humana; me concierne como alguien cercano a mí, como el primero en llegar: es único.7