«Luz y barro», tal vez el poema más memorable de Caminos, introduce la repugnancia ante el hombre que busca la satisfacción de su lujuria: «No te acerques, pues, hombre. Tú estas hecho / de carne y de deseo... El aliento que sale de tu boca / abrasa [...] / Me asquean tus caricias. Cuando besas, / me dejas en los labios una mancha». Una angustiada repulsa ante el deseo masculino que hallamos, más o menos explícita o disimulada, en otras composiciones del libro, a veces disfrazada de una sublimación mística, a veces envuelta en una suerte de solidaridad panteísta, en comunión con el paisaje, que se convierte así en una proyección de su «alma cansada que vive sollozando»:
Hoy me da pena todo: los árboles desnudos,
la calle solitaria, la tarde tan callada,
los sollozos del viento que pasa enloquecido,
la canción melancólica de la fuente lejana.
La feliz inocencia de aquel niño que ríe,
la pureza inefable de sus pupilas claras,
la belleza infinita de su corazón limpio
que ha de saber tan pronto todas las cosas malas.
Y de esa percepción del dolor omnipresente que anida en el mundo surge una voz prematuramente desengañada y pesarosa («Tras el logro y la conquista, la renuncia. / Tras la fe, las hondas dudas torturantes. / Tras el goce y el amor, el desencanto / infinito y el hastío de la carne») que, hacia el final del libro, se declara con sobrecogedor pesimismo «un astro lejano que ha tiempo que no brilla», «una tierra estéril sin frutos», «un verso no escrito», «un beso sin fuego, un cuerpo sin vida». En Caminos son fácilmente distinguibles las influencias de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (que había escrito «No codicies mi boca. Mi boca es de ceniza / y es un hueco sonido de campanas mi risa»), de quien toma prestado el fervoroso panteísmo, liberándolo de su tórrida sensualidad. Y también son notorios los ecos de la argentina Alfonsina Storni, de quien nuestra autora heredó un deseo de sentirse alada y en perpetua donación a los demás, aunque esa donación la condujese al acabamiento (también la Storni había sentido el deseo de «ir cruzando la vida con alas en el alma, / con alas en el cuerpo, con alas en la idea / y un ligero cariño a la muerte que llega»). Pero, más allá de estas influencias incontestables, lo que distingue Caminos y lo eleva sobre el légamo de tópicos de un modernismo tardío es, precisamente, su clima de ingenuo misticismo, su calidad de azucena todavía no tronchada o de armiño que aún no ha mancillado su pelaje, a pesar de que ya se haya asomado a los continentes pavorosos de la angustia. Si en sus maestras sudamericanas el dolor o la exultación se expresan a través de la carne, en la Ana María Martínez Sagi de Caminos no encontramos otra expresión que la de un alma dispuesta a brindarse, tal vez también a inmolarse.
Aunque la recepción del libro fue algo lenta y tardía, su éxito será incontestable. Quien primero repara en su calidad es Elisabeth Mulder, la escritora todavía desconocida para nuestra autora, que publica en las páginas de La Noche28 una reseña muy elogiosa, celebrando la irrupción de «una mujer que canta, entre tanta mujer que grita». Mulder capta la amalgama de sentimientos encontrados que se apuntan en los poemas de nuestra autora, adivinando en ella uno de esos temperamentos polifacéticos capaces de librarse del amaneramiento y del hastío, «los dos grandes enemigos de la vida y de la obra de un artista». Tras la reseña de Mulder, una Ana María hasta entonces titubeante sobre las virtudes de su poesía se lanza a la conquista de Madrid, con la complicidad de su amiga y mentora Sara Insúa, que le prepara una entrevista con su hermano Alberto29 y convence a Rafael Cansinos Asséns para que escriba en La libertad una reseña del libro30, también muy elogiosa, en la que el gran polígrafo señala la influencia de las poetisas sudamericanas y pondera con gran penetración el erotismo de la autora, «hecho a un tiempo mismo de ardor y de reserva, de temor y de anhelo», así como «el patético drama del amor luchando consigo mismo en un ansia de sublimaciones» que se transparenta en sus mejores versos. Además, Cansinos se encargará de avisar a César González-Ruano de la presencia de la novel poetisa en Madrid; y Ruano la entrevistará para El Heraldo de Madrid 31, en una pieza magistral, a la vez atrevida y poética, que logra captar psicológicamente y envolver de misterio a la «enérgica muchachita de Barcelona, inteligente y republicana, que vino un día a sacarme del rincón del café con el espejuelo de un libro de versos». La entrevista de Ruano contiene pasajes tan memorables como este retrato (que es también una etopeya) de nuestra autora:
Era una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos. Y sin embargo daba una impresión de seguridad, de madurez apretada y soberbia. El pelo era una llama rubia en el frío rostro de estatua. Tenía esa belleza de algunas mujeres de su raza que no se capta en el primer momento. Una belleza que incluso repelía al simple golpe de vista y que precisaba una cultura de la contemplación. Había que irse acostumbrando a la nariz recta, al maxilar poderoso, a los ojos de una serenidad helada, nada cordial, a aquella boca pequeña, de labios finos, que entreabierta dejaba ver una dentadura blanquísima, unos dientes afilados como los de algunos animales feroces.
Iba vestida con un sencillo traje negro. Los brazos desnudos se adivinaban blancos debajo de aquel color tostado por el mar y la montaña. Estaba abrasada aquella carne prodigiosa, materialmente quemada aquella piel que, a trozos, se veía pelarse. Sombreaba su rostro un vello tenue, casi rojo, que le envolvía como en una suave pelusa de melocotón. No era muy alta, pero lo parecía por aquel torso juvenil y en aquel plante de plomada, en aquella perfecta gravitación de su cuerpo, en la pierna musculada y el zapato sin tacón, que la afirmaban de un modo preciso y pesado en la tierra.
Era una bien plantada, y para ella los ángeles separatistas de Cataluña debían cantar en el friso de la raza su mejor sardana.
En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad, dando la impresión y sugestión de ella, pero sin entregar su secreto.
Toda la entrevista tiene un aire galante en el que no faltan elogios al acento catalán de Ana María: «¿Quién ha sido el burro, Dios mío se pregunta Ruano, que ha dicho que el catalán es áspero y duro? Tal vez yo. En Ana María este acento es una gracia más. Oyéndola hablar me cargan los andaluces». Y contiene pasajes que nos ayudan a entender mejor el entusiasmo y desparpajo que por entonces inspiraban el pensamiento y la actividad de la poeta recién estrenada y curtida deportista:
¡Ah! Sí, señor; yo soy nadadora; he intervenido en concursos de lanzamiento de disco y jabalina; he endurecido mi juventud en el paso gimnástico, y todo el sport ha sido el objeto principal de mi vida.
Pero usted ama el sport de un modo animal y no sentimental, de un modo carnal y no mental, instintivo y no reflexivo De lo contrario, en sus poesías habría algo de esto, y no lo hay. ¿Es que separa usted las dos cosas?
Desde luego. Yo hago sport como una chica y poesías como una mujer.
¿No sería más exacto que hace usted sport como un chico y poesía como una mujer?
Ana María ríe:
Sí, sí; es posible eso.
¿Por qué no dio su anunciado recital en el Lyceum?
Estas señoras han estado muy amables conmigo, pero
¿Pero qué?
Pues no sé; que encontré aquello un poco frío, un poco, ¿cómo decirle? Catalogado. Eso es, catalogado en «vanguardista». Yo no soy ni vanguardista, ni ultraísta, ni clasicista, ni feminista Me fastidian mucho los «istas» y los «ismos». De tener algún «ista», puede que sea sindicalista únicamente.
¡Ah! Sí, señor; yo soy nadadora; he intervenido en concursos de lanzamiento de disco y jabalina; he endurecido mi juventud en el paso gimnástico, y todo el sport ha sido el objeto principal de mi vida.
Pero usted ama el sport de un modo animal y no sentimental, de un modo carnal y no mental, instintivo y no reflexivo De lo contrario, en sus poesías habría algo de esto, y no lo hay. ¿Es que separa usted las dos cosas?
Desde luego. Yo hago sport como una chica y poesías como una mujer.
¿No sería más exacto que hace usted sport como un chico y poesía como una mujer?
Ana María ríe:
Sí, sí; es posible eso.
¿Por qué no dio su anunciado recital en el Lyceum?
Estas señoras han estado muy amables conmigo, pero
¿Pero qué?
Pues no sé; que encontré aquello un poco frío, un poco, ¿cómo decirle? Catalogado. Eso es, catalogado en «vanguardista». Yo no soy ni vanguardista, ni ultraísta, ni clasicista, ni feminista Me fastidian mucho los «istas» y los «ismos». De tener algún «ista», puede que sea sindicalista únicamente.
¿Esto lo dice en serio?
Sí; claro que sí. Por lo menos soy republicana, convencidamente republicana, y he intervenido en actos públicos, hablado en mítines
En su segunda expedición madrileña, Ana María Martínez Sagi daría al fin su recital en el Lyceum, acompañado de una conferencia sobre el Club Femení que causaría gran revuelo en la prensa, como luego veremos. Muchos años después, en las conversaciones que mantuve con ella en vísperas de su muerte, nuestra autora recordaba todavía con nitidez aquella entrevista con Ruano, que seguía considerando la mejor de cuantas le habían hecho, y las vicisitudes galantes que la rodearon:
Vino a casa de una prima mía, donde yo me hospedaba, para entrevistarme. Mi prima ya me había advertido: Sé muy prudente, ese hombre es un donjuán, no respeta a ninguna mujer. César me pareció precioso, tenía estampa de mosquetero: alto, delgado, el bigote levemente rubio y una voz muy caliente, como de barítono, que me enamoró. Empezó a hablarme, pero yo era incapaz de seguir su conversación; sólo lo miraba de hito en hito y pensaba: ¡Dios mío, no me extraña que hayas tenido tantos líos con tantas mujeres distintas!. Al acabar la interviú, me propuso que fuésemos a El Escorial. Viajamos en tren, me invitó a comer en un merendero platos típicos madrileños y me enseñó el monasterio. Cuando atravesábamos un gran salón, me pidió que acercase la oreja a una pared, mientras me hablaba desde la opuesta; por un extraño efecto acústico, parecía que me estuviese susurrando al oído. Qué bonita eres, Ana María me dijo. ¿Sabes que me gustas mucho? Yo no creía que hubiera catalanas tan guapas como tú. Parecía un mosquetero, y tenía voz de barítono
La repercusión de aquella visita de Ana María Martínez Sagi a la capital fue tan estruendosa, y los ditirambos que recibió tan encendidos, que otras poetisas de la época fueron incapaces de simular sus celos. Así le ocurrió, por ejemplo, a Pilar de Valderrama (la «Guiomar» machadiana), que a la sazón acababa de publicar su segundo poemario, Esencias, con un recibimiento crítico más bien tibio. En una de sus cartas a Antonio Machado, con quien mantenía un idilio clandestino (pues era mujer casada), debió de quejarse amargamente de las alabanzas que a nuestra autora le habían dedicado destacados escritores y periodistas. A lo que Machado respondió atribulado: «Perdona, mi reina, mi diosa. Y conste que la sucesora de Rosalía eres tú, y no esa nadadora catalana. ¡Si yo pudiese escribir sin trabas!». Y todavía en otra carta posterior, Machado seguirá intentando aplacar el enfado de Pilar de Valderrama: «Leí [] el artículo de Insúa sobre esa nadadora catalana. De esa clase de trabajos, tan arbitrarios, donde nada se prueba y todo son afirmaciones gratuitas, no queda nunca gran cosa []. En suma, que esa poetisa catalana podrá ser un portento, pero lo será a pesar de sus exegetas y panegiristas»32.
También en Barcelona impresionará mucho el recibimiento entusiástico que Ana María ha recibido en Madrid; y la prensa catalana no vacilará en engrosar el número de sus exegetas y panegiristas. Entre ellos, merece destacarse a Luis Astrana Marín, insigne cervantista y esforzado traductor de Shakespeare, que publica33 una pintoresca recensión de Caminos en la que se entremezclan las observaciones burdamente misóginas («Cuando he hallado una mujer hermosa, la conversación la ha revelado necia; y cuando di con una entendida, fue patente su fealdad») y los elogios a la poetisa de musa «pura y natural, como la fuente que brota al pie de la montaña», en cuyas composiciones el crítico no encuentra una «psicología complicada ni atormentada, ni exotismos falaces, ni refinamientos morbosos, ni imitaciones peligrosas», sino un «temperamento varonil fuertemente sensual». Sin temor a incurrir en la hipérbole, Astrana Marín afirma que no encuentra «semejanza entre Ana María y ninguna otra poetisa española del presente»; y señala sus puntos de contacto, en «el temperamento y en la expresión», con Gertrudis Gómez de Avellaneda, para concluir que, sin duda, su prosa también «debe de ser muy aliñada y correcta».
Lo cierto es que hasta entonces Ana María apenas nos había brindado unas pocas (y primerizas) muestras de su prosa en el «Suplemento Femenino» de Las Noticias, pero será a partir de ese momento cuando su firma se haga asidua de las publicaciones periódicas, tanto en castellano como en catalán. En el semanario Deportes, que se encarta en Las Noticias, alterna entrevistas a escritoras del momento con reflexiones sobre el sport femenino34. Pero donde su colaboración adquiere mayor consistencia es en el semanario La Rambla, que con el lema «Esport i Ciutadania» acaba de fundar Josep Sunyol i Garriga, un empresario y militante catalanista que desde 1931 ocupará escaño en el Congreso de los Diputados en representación de Esquerra Republicana y que algunos años más tarde en julio de 1935 alcanzará la presidencia del Fútbol Club Barcelona35. Desde los estertores de la monarquía, Sunyol convertirá La Rambla en una de las publicaciones más populares de la época, siempre alineada con los postulados políticos de Francesc Macià, incorporando a sus páginas diversas firmas femeninas, entre las que enseguida destaca nuestra autora, que mantendrá su colaboración hasta las vísperas de la Guerra Civil, aunque no siempre con el mismo protagonismo36.
Las crónicas, reportajes e interviús de Ana María en La Rambla merecen especial atención, pues fueron las únicas piezas periodísticas que escribió en catalán (lengua que, sin embargo, nunca llegó a dominar con la misma soltura que la castellana) y también las más comprometidas con la causa feminista y republicana. Aunque de tono y asunto variados, las colaboraciones de nuestra autora mantendrán una serie de características comunes: siempre entrevista, por ejemplo, a mujeres destacadas por su actividad en favor de la emancipación femenina (escritoras, abogadas, pedagogas, actrices, etcétera); y sus reportajes abordan cuestiones sociales palpitantes ante las que suele adoptar un tono reivindicativo. Especial mención requieren sus crónicas, en las que arremete contra los sectores y estamentos más refractarios a los ideales republicanos, así como contra cierto cerrilismo ambiental que se resiste a reconocer las conquistas sociales y políticas de la mujer (aunque tampoco faltan las pullas, a veces muy agrias, contra la falta de compañerismo del sexo femenino). Sorprende que la veta sarcástica de Ana María Martínez Sagi (patente, por ejemplo, en sus crónicas de eventos sociales) no encon- trase demasiada continuidad37; y que, en cambio, se la obligase a escribir insulsos artículos sobre «cultura física femenina» en los que se limitaba a recomendar a las lectoras una serie de ejercicios para mantener o mejorar la línea.