La voz sola - Ana María Martínez Sagi 3 стр.


«Luz y barro», tal vez el poema más memorable de Caminos, introduce la repugnancia ante el hombre que busca la satisfacción de su lujuria: «No te acerques, pues, hombre. Tú estas hecho / de carne y de deseo... El aliento que sale de tu boca / abrasa [...] / Me asquean tus caricias. Cuando besas, / me dejas en los labios una mancha». Una angustiada repulsa ante el deseo masculino que hallamos, más o menos explícita o disimulada, en otras composiciones del libro, a veces disfrazada de una sublimación mística, a veces envuelta en una suerte de solidaridad panteísta, en comunión con el paisaje, que se convierte así en una proyección de su «alma cansada que vive sollozando»:

Hoy me da pena todo: los árboles desnudos,

la calle solitaria, la tarde tan callada,

los sollozos del viento que pasa enloquecido,

la canción melancólica de la fuente lejana.

La feliz inocencia de aquel niño que ríe,

la pureza inefable de sus pupilas claras,

la belleza infinita de su corazón limpio

que ha de saber tan pronto todas las cosas malas.

Y de esa percepción del dolor omnipresente que anida en el mundo surge una voz prematuramente desengañada y pesarosa («Tras el logro y la conquista, la renuncia. / Tras la fe, las hondas dudas torturantes. / Tras el goce y el amor, el desen­canto / infinito y el hastío de la carne») que, hacia el final del libro, se declara con sobrecogedor pesimismo «un astro lejano que ha tiempo que no brilla», «una tierra estéril sin frutos», «un verso no escrito», «un beso sin fuego, un cuerpo sin vida». En Caminos son fácilmente distinguibles las influencias de la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou (que había escrito «No codicies mi boca. Mi boca es de ceniza / y es un hueco sonido de campanas mi risa»), de quien toma prestado el fervoroso panteísmo, liberándolo de su tórrida sensualidad. Y también son notorios los ecos de la argentina Alfonsina Storni, de quien nuestra autora heredó un deseo de sentirse alada y en perpetua donación a los demás, aunque esa donación la condujese al acabamiento (también la Storni había sentido el deseo de «ir cruzando la vida con alas en el alma, / con alas en el cuerpo, con alas en la idea / y un ligero cariño a la muerte que llega»). Pero, más allá de estas influencias incontestables, lo que distingue Caminos y lo eleva sobre el légamo de tópicos de un modernismo tardío es, precisamente, su clima de ingenuo misticismo, su calidad de azucena todavía no tronchada o de armiño que aún no ha mancillado su pelaje, a pesar de que ya se haya asomado a los continentes pavorosos de la angustia. Si en sus maestras sudamericanas el dolor o la exultación se expresan a través de la carne, en la Ana María Martínez Sagi de Caminos no encontramos otra expresión que la de un alma dispuesta a brindarse, tal vez también a inmolarse.

Era una muchacha joven, de veinte años tal vez escasos. Y sin embargo daba una impresión de seguridad, de madurez apretada y soberbia. El pelo era una llama rubia en el frío rostro de estatua. Tenía esa belleza de algunas mujeres de su raza que no se capta en el primer momento. Una belleza que incluso repelía al simple golpe de vista y que precisaba una cultura de la contemplación. Había que irse acostumbrando a la nariz recta, al maxilar poderoso, a los ojos de una serenidad helada, nada cordial, a aquella boca pequeña, de labios finos, que entreabierta dejaba ver una dentadura blanquísima, unos dientes afilados como los de algunos animales feroces.

Iba vestida con un sencillo traje negro. Los brazos desnudos se adivinaban blancos debajo de aquel color tostado por el mar y la montaña. Estaba abrasada aquella carne prodigiosa, materialmente quemada aquella piel que, a trozos, se veía pelarse. Sombreaba su rostro un vello tenue, casi rojo, que le envolvía como en una suave pelusa de melocotón. No era muy alta, pero lo parecía por aquel torso juvenil y en aquel plante de plomada, en aquella perfecta gravitación de su cuerpo, en la pierna musculada y el zapato sin tacón, que la afirmaban de un modo preciso y pesado en la tierra.

Era una bien plantada, y para ella los ángeles separatistas de Cataluña debían cantar en el friso de la raza su mejor sardana.

En la conversación no se descubría. Guardaba el tabernáculo de su intimidad, dando la impresión y sugestión de ella, pero sin entregar su secreto.

Toda la entrevista tiene un aire galante en el que no faltan elogios al acento catalán de Ana María: «¿Quién ha sido el burro, Dios mío se pregunta Ruano, que ha dicho que el catalán es áspero y duro? Tal vez yo. En Ana María este acento es una gracia más. Oyéndola hablar me cargan los andaluces». Y contiene pasajes que nos ayudan a entender mejor el entusiasmo y desparpajo que por entonces inspiraban el pensamiento y la actividad de la poeta recién estrenada y curtida deportista:

¡Ah! Sí, señor; yo soy nadadora; he intervenido en concursos de lanzamiento de disco y jabalina; he endurecido mi juventud en el paso gimnástico, y todo el sport ha sido el objeto principal de mi vida.

Pero usted ama el sport de un modo animal y no sentimental, de un modo carnal y no mental, instintivo y no reflexivo De lo contrario, en sus poesías habría algo de esto, y no lo hay. ¿Es que separa usted las dos cosas?

Desde luego. Yo hago sport como una chica y poesías como una mujer.

¿No sería más exacto que hace usted sport como un chico y poesía como una mujer?

Ana María ríe:

Sí, sí; es posible eso.

¿Por qué no dio su anunciado recital en el Lyceum?

Estas señoras han estado muy amables conmigo, pero

¿Pero qué?

Pues no sé; que encontré aquello un poco frío, un poco, ¿cómo decirle? Catalogado. Eso es, catalogado en «vanguardista». Yo no soy ni vanguardista, ni ultraísta, ni clasicista, ni feminista Me fastidian mucho los «istas» y los «ismos». De tener algún «ista», puede que sea sindicalista únicamente.

¡Ah! Sí, señor; yo soy nadadora; he intervenido en concursos de lanzamiento de disco y jabalina; he endurecido mi juventud en el paso gimnástico, y todo el sport ha sido el objeto principal de mi vida.

Pero usted ama el sport de un modo animal y no sentimental, de un modo carnal y no mental, instintivo y no reflexivo De lo contrario, en sus poesías habría algo de esto, y no lo hay. ¿Es que separa usted las dos cosas?

Desde luego. Yo hago sport como una chica y poesías como una mujer.

¿No sería más exacto que hace usted sport como un chico y poesía como una mujer?

Ana María ríe:

Sí, sí; es posible eso.

¿Por qué no dio su anunciado recital en el Lyceum?

Estas señoras han estado muy amables conmigo, pero

¿Pero qué?

Pues no sé; que encontré aquello un poco frío, un poco, ¿cómo decirle? Catalogado. Eso es, catalogado en «vanguardista». Yo no soy ni vanguardista, ni ultraísta, ni clasicista, ni feminista Me fastidian mucho los «istas» y los «ismos». De tener algún «ista», puede que sea sindicalista únicamente.

¿Esto lo dice en serio?

Sí; claro que sí. Por lo menos soy republicana, convencidamente republicana, y he intervenido en actos públicos, hablado en mítines

En su segunda expedición madrileña, Ana María Martínez Sagi daría al fin su recital en el Lyceum, acompañado de una conferencia sobre el Club Femení que causaría gran revuelo en la prensa, como luego veremos. Muchos años después, en las conversaciones que mantuve con ella en vísperas de su muerte, nuestra autora recordaba todavía con nitidez aquella entrevista con Ruano, que seguía considerando la mejor de cuantas le habían hecho, y las vicisitudes galantes que la rodearon:

Vino a casa de una prima mía, donde yo me hospedaba, para entrevistarme. Mi prima ya me había advertido: Sé muy prudente, ese hombre es un donjuán, no respeta a ninguna mujer. César me pareció precioso, tenía estampa de mosquetero: alto, delgado, el bigote levemente rubio y una voz muy caliente, como de barítono, que me enamoró. Empezó a hablarme, pero yo era incapaz de seguir su conversación; sólo lo miraba de hito en hito y pensaba: ¡Dios mío, no me extraña que hayas tenido tantos líos con tantas mujeres distintas!. Al acabar la interviú, me propuso que fuésemos a El Escorial. Viajamos en tren, me invitó a comer en un merendero platos típicos madrileños y me enseñó el monasterio. Cuando atravesábamos un gran salón, me pidió que acercase la oreja a una pared, mientras me hablaba desde la opuesta; por un extraño efecto acústico, parecía que me estuviese susurrando al oído. Qué bonita eres, Ana María me dijo. ¿Sabes que me gustas mucho? Yo no creía que hubiera catalanas tan guapas como tú. Parecía un mosquetero, y tenía voz de barítono

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