“¿Puedes enviarme sus nombres y cualquier información de contacto que tenga?”.
“Eso está hecho”, dijo Jones, al que obviamente no le hacía ninguna gracia tener siquiera que considerar a alguno de sus hombres como sospechosos.
Mackenzie terminó con la llamada y volvió la vista a los tres hombres que había en la sala. “Ese era Jones con tres posibles candidatos. Un trabajador de mantenimiento y alguien que viene como voluntario y pasa algún tiempo con los residentes. Alguacil, me va a enviar los nombres en cualquier momento. ¿Podrías echarles una ojeada y…”
Su teléfono vibró al recibir el mensaje en cuestión. Le mostró los nombres al alguacil Clarke y él se encogió de hombros, derrotado.
“El primer nombre, Mike Crews, es el de mantenimiento”, dijo. “Sé sin ninguna duda que ayer por la noche no estaba matando a nadie porque me tomé una cerveza con él en el Rock’s Bar. Eso fue después de que se pasara por casa de Mildred Cann para arreglarle el aire acondicionado gratuitamente. Te puedo decir desde ya mismo que Mike Crews no es vuestro hombre”.
“¿Y qué hay del segundo nombre?”, preguntó Ellington.
“Robbie Huston”, dijo. “Solamente le he visto de pasada. Estoy bastante seguro de que le envían de alguna clase de agencia de servicios sociales que hay en Lynchburg. Aunque, por lo que tengo entendido, le consideran un santo en la residencia. Les lee a los residentes, es realmente agradable. Como he dicho, está en Lynchburg. Eso está como a hora y media de aquí—en la misma ruta que lleva a Treston, de hecho”.
Mackenzie volvió a mirar el mensaje de Jones y grabó el número que le había dado para Robbie Huston. Era una pista muy débil, pero al menos era un comienzo.
Miró a su reloj y vio que estaban acercándose las seis de la tarde. “¿Cuándo tienen que volver a comisaría tu ayudante y los demás agentes?”, preguntó.
“Enseguida, pero nadie me ha llamado para decirme nada todavía. Te mantendré informada si quieres salir afuera y empezar a orientarte”.
“Eso suena bien”, dijo Mackenzie.
Recogió los archivos del caso cuando se puso de pie. “Gracias por tu ayuda esta tarde”, dijo Mackenzie.
“Por supuesto. Ojalá pudiera ser de más ayuda. Si quieres, podría volver a llamar a la policía estatal para que ayuden. Estuvieron aquí por la mañana, pero se largaron bastante deprisa. Creo que hasta es posible que unos cuantos se hayan quedado en el pueblo por un día más o menos”.
“Si llegamos a necesitarlo, te lo diré”, dijo Mackenzie. “Buenas noches, caballeros”.
Dicho eso, Ellington y ella salieron de la sala. Ahora la recepción estaba vacía. Por lo visto, Frances ya había fichado su salida por hoy.
En el aparcamiento, Ellington titubeó por un momento mientras sacaba las llaves del coche. “¿Hotel o un viajecito a Lynchburg?”, preguntó.
Mackenzie pensó en ello y, aunque la tentación de continuar la investigación hasta altas horas era intensa, pensó que, si trataba de contactar con Robbie Huston por teléfono, obtendría los mismos resultados que si viajara hasta Lynchburg. Además, estaba empezando a creer que el alguacil Clarke sabía lo que hacía—y si él no tenía sospechas de verdad sobre Huston, se apoyaría en eso por el momento. Era una de las ventajas de trabajar en un caso en un pueblo pequeño—donde todo el mundo se conoce de manera casi íntima, las opiniones y los instintos de la policía con frecuencia podían ser seriamente tomadas en cuenta.
Aun así, merece la pena llamarle una vez nos instalemos, pensó.
“Hotel”, le dijo Mackenzie. “Si no puedo obtener lo que quiero de él con una conversación de teléfono esta noche, mañana nos pasaremos por Lynchburg”.
“¿De camino a Treston? Me parece mucho tiempo al volante”.
Mackenzie asintió. Iban a ser muchas idas y venidas. Puede que tuvieran más suerte si mañana se dividían. No obstante, podían hablar de su estrategia después de meterse a una habitación con los archivos del caso y el aire acondicionado funcionando a toda marcha junto a ellos.
Para ella, que nunca había tenido debilidad por el lujo, la idea del aire acondicionado en medio de este calor oprimente era demasiado buena como para resistirse. Se metieron al coche, que estaba ardiendo, Ellington bajó las ventanillas, y se dirigieron hacia el oeste, hacia lo que hacía las veces del centro de Stateton.
***
El único motel que había en Stateton era un cuadradito sorprendentemente bien cuidado llamado el Stateton County Inn. Solo consistía de doce habitaciones, de las que nueve estaban disponibles cuando Mackenzie entró a la recepción y pidió una habitación para pasar la noche. Ahora que McGrath sabía lo de su relación, Ellington y ella ya no tenían que preocuparse de reservar dos habitaciones solo por mantener las apariencias. Reservaron una sola habitación con una sola cama y, tras un día estresante de mucha carretera y mucho calor, hicieron buen uso de ella en cuanto cerraron la puerta al entrar.
Después, mientras Mackenzie se daba una ducha, no pudo evitar agradecer la cálida sensación de saberse deseada. Aunque la verdad, era más que eso; el hecho de que hubieran empezado a desnudarse en el instante que se quedaron a solas y tuvieron acceso a una cama le hacía sentir unos diez años más joven. Era una sensación agradable, aunque una que intentaba mantener bajo control todo lo que podía. Sin duda, estaba disfrutando de todo con Ellington, y lo que fuera que estaba sucediendo entre ellos era una de las cosas más emocionantes y prometedoras que le habían sucedido en los últimos años, pero también sabía que, si no era cuidadosa, podría permitir que interfiriera con su trabajo.
Le daba la sensación de que él también sabía esto. Ellington estaba poniendo en riesgo lo mismo que ella: reputación, ridículo y desilusión. Aunque últimamente, no estaba segura de que él estuviera muy preocupado por desilusionarse. A medida que le iba conociendo mejor, se convencía más de que Ellington no era la clase de hombre que se acostaba con todas las que podía o que trataba mal a las mujeres, pero también sabía que acababa de terminar un matrimonio fallido y que estaba siendo muy cauteloso con su relación—si así decidían llamarla.
Mackenzie tenía la sensación de que Ellington no sufriría demasiado si terminara la relación que había entre ellos. Y en cuanto a ella… en fin, no estaba segura de cómo se lo podría tomar.
Cuando salió de la ducha y se secó, Ellington estaba allí, en el cuarto de baño. Parecía que hubiera planeado unirse a ella en la ducha y que se le hubiera escapado la oportunidad. Le estaba echando una mirada que mostraba algo de su malicia habitual pero también algo concreto y estoico—algo que Mackenzie había empezado a pensar que era su “cara de trabajo”.
“¿Sí?”, preguntó, juguetona.
“Mañana…no es que quiera hacerlo, pero quizá sea mejor que nos separemos. Que uno de nosotros vaya a Treston mientras el otro se queda aquí y trabaja con el departamento de policía local y el forense”.
Ella sonrió, cayendo en la cuenta de lo sincronizados que podían estar de vez en cuando. “Estaba pensando lo mismo”.
“¿Tienes alguna preferencia?”, le preguntó Ellington.
“La verdad es que no. Me quedaré con Lynchburg y Treston. No me importa conducir”.
Pensó que él se lo discutiría, y que querría tomarse un tiempo en la carretera. Sabía que no le gustaba especialmente conducir, y que tampoco le agradaba la idea de que ella estuviera en la carretera a solas.
“Suena bien”, dijo Ellington. “Si podemos terminar el día con nueva información de la residencia en Treston y con la información que obtengamos aquí del forense, quizá podamos concluir este asunto rápidamente como todo el mundo está esperando”.
“Suena genial”, dijo ella. Le plantó un beso en los labios al pasarle de largo.
Un pensamiento le cruzó la mente mientras se dirigía de vuelta a la habitación, una idea que casi le hizo sentir dolor de corazón pero que no podía ser negada.
¿Y si él no siente por mí lo mismo que yo siento por él?
Había estado ligeramente distante la última semana más o menos, y aunque había hecho lo posible por ocultárselo, ella lo había percibido por aquí y por allá.
Quizá él se dé cuenta de lo mucho que esto podría afectar nuestro trabajo.
Era una buena razón—una razón en la que ella misma pensaba a menudo. No obstante, no podía preocuparse de eso en este momento. Con un informe forense a punto de ser entregado en cualquier momento, este caso tenía el potencial de ponerse en marcha bastante deprisa. Y sabía que, si su mente estaba ocupada con pensamientos sobre Ellington y sobre lo que significaban el uno para el otro, podría pasarle de largo por completo.
CAPÍTULO SEIS
Cuando tomaron sus caminos diferentes a la mañana siguiente, Mackenzie se sorprendió al notar que Ellington parecía especialmente triste al respecto. Le abrazó un poco más de lo habitual en la habitación de motel y pareció bastante deprimido cuando ella le dejó en el departamento de policía de Stateton. Tras hacer un gesto de despedida a través del parabrisas cuando él entró al recinto, Mackenzie regresó a la carretera principal, donde le esperaba un trayecto de dos horas y media en coche.
Como estaba en el bosque, la señal del teléfono móvil iba y venía. No consiguió telefonear al segundo sospechoso potencial de Jones, Robbie Huston, hasta que estuvo como a unas diez millas de distancia de los límites de la ciudad de Stateton. Cuando por fin consiguió realizar la llamada, él respondió al segundo tono.
“¿Hola?”.
“¿Estoy hablando con Robbie Huston?”, le preguntó Mackenzie.
“Así es. ¿Quién lo pregunta?”.
“Soy la agente Mackenzie White del FBI. Me preguntaba si tendrías tiempo de charlar un rato hoy por la mañana”.
“Mmm… ¿puedo preguntar sobre qué?”.
Su confusión y su sorpresa eran auténticas. Podía decirlo incluso solo con hablar por teléfono.
“Sobre un residente en la Residencia Wakeman para Invidentes que creo que conoces. No puedo decir nada más por teléfono. Si pudieras concederme solo cinco o diez minutos de tu tiempo, lo agradecería. Pasaré por Lynchburg como en una hora”.
“Claro”, dijo él. “Trabajo desde casa, así que puede pasarse cuando quiera por mi apartamento”.
Terminó la llamada después de conseguir su dirección. Conectó el teléfono con su GPS y se sintió aliviada al comprobar que, para llegar hasta su apartamento, solo tendría que añadir veinte minutos al viaje en coche.
De camino a Lynchburg, observó que estaba demasiado distraída por los hechos del caso que tenía entre manos, abrumada por los cientos de preguntas por responder que rodeaban el antiguo caso de su padre y la muerte reciente que lo había vuelto a sacar todo a la luz. Por alguna razón, la misma gente que había matado a su padre también había matado a alguien más de un modo muy similar.
Y una vez más, habían dejado una enigmática tarjeta de visita al marcharse. La pregunta era: ¿por qué?
Se había pasado semanas enteras intentando resolverlo. Quizá simplemente el asesino era presuntuoso. O quizá las tarjetas tenían la misión de guiar a los investigadores a otra cosa… como en un juego retorcido del gato y el ratón. Sabía que Kirk Peterson seguía en el caso—un detective humilde y comprometido de Nebraska a quien no conocía lo suficiente como para confiar en él completamente. Aun así, el hecho de que alguien estuviera manteniendo el rastro lo más fresco posible le resultaba reconfortante. Le hacía sentir que puede que el rompecabezas estuviera casi cerrado para ella pero que alguien había sacado una pieza de la mesa y la estaba conservando, decidido a ponerla de nuevo en el último momento.
No se había sentido así de derrotada por nada en toda su vida. Ya no era cuestión de si podía llevar al asesino de su padre ante la justicia, sino de enterrar de una vez un misterio de varias décadas de antigüedad. Con su mente ocupada en todo ello, empezó a sonar su teléfono. Vio el número del alguacil en la pantalla, y respondió esperando que le diera alguna pista para el caso que tenía entre manos.
“Buenas, agente White”, dijo el alguacil Clarke al otro lado de la línea. “Mira, ya sabes que la cobertura en Stateton es una mierda. Tengo aquí al agente Ellington, que quiere hablar contigo un momento. Su móvil no conseguía realizar la llamada”.
Escuchó cómo movía el teléfono al otro lado para pasárselo a Ellington. “Entonces”, dijo. “¿Ya te sientes perdida sin mí?”.
“A duras penas”, dijo ella. “Voy a reunirme con Robbie Huston en poco más de una hora”.
“¡Ah, progreso! Por cierto, hablando de ello, estoy revisando el informe del forense en este momento. Recién salido del horno. Te diré si me encuentro con algo. Randall Jones también va a venir enseguida. Veré si me deja hablar con unos cuantos residentes”.
“Suena bien. Yo estaré pasando de largo prados de vacas y campos vacíos durante las tres próximas horas”.
“Ah, algunas tienen suerte”, dijo él. “Llámame si necesitas cualquier cosa”.
Y con esto, terminó la llamada.
Así era cómo se tiraban puntillas el uno al otro todo el tiempo. Le hizo sentir un poco tonta por preocuparse la noche anterior sobre lo que él estaba sintiendo respecto a lo que fuera que estaba desarrollándose entre los dos.
Ahora que la llamada telefónica había terminado con los pensamientos que estaba teniendo sobre el viejo caso de su padre, pudo enfocarse mejor en el caso que tenía entre manos. El termómetro digital en el salpicadero de su coche le indicaba que ya había ochenta y ocho grados afuera… y ni siquiera eran las nueve de la mañana.
La arboleda a ambos lados de la carretera era increíblemente frondosa, y colgaba por encima de la carretera como si fuera un toldo. Y aunque había algo enigmáticamente bello en ella a la pálida luz de la mañana sureña, estaba deseando ver las extensiones más anchas de las autopistas principales y los cuatro carriles que le llevarían hacia Lynchburg y Treston.
***
Robbie Huston vivía en un moderno complejo de apartamentos que había cerca del centro neurálgico de Lynchburg. Estaba rodeado de librerías pertenecientes a la universidad y de cafeterías que seguramente prosperaban debido a la universidad cristiana privada que se dejaba sentir en la mayor parte de la ciudad. Cuando llamó a su puerta a las 9:52, él vino a abrirla casi de inmediato.
Parecía tener unos veintipocos años—con el cabello áspero, sin peinar, y el tipo de complexión blandengue que hacía pensar a Mackenzie que todo el trabajo que había hecho en su vida había tenido lugar detrás de un escritorio. Era atractivo al estilo de los miembros de una fraternidad y estaba al borde de la excitación o del nerviosismo por el hecho de tener una agente del FBI de verdad llamando a su puerta.
Le invitó a pasar adentro y Mackenzie vio que el resto del apartamento era tan agradable y moderno como el exterior del edificio. La sala de estar, la cocina y el estudio formaban una habitación amplia, separada por pequeños divisores ornamentales e inundada por la luz natural que entraba por los dos enormes ventanales que ocupaban paredes opuestas.
“Mmm… ¿puedo ofrecerte café o algo?”, le preguntó. “Todavía queda algo del que hice por la mañana”.
“Un café estaría muy bien, la verdad”, dijo ella.
Le siguió a la cocina donde él le sirvió una taza de café y se la entregó. “¿Crema? ¿Azúcar?”.