Ahora era el momento de recuperarla.
A Berin le hubiera gustado traer noticias mejores. Caminaba por el sendero de gravilla que le llevaba de vuelta a casa con el ceño fruncido; todavía no era invierno, pero pronto llegaría. Él había planeado marcharse y encontrar trabajo. Los señores siempre necesitaban herreros que les proporcionaran armas para sus guardias, sus guerras, sus Matanzas. Pero resultó que a él no le necesitaban. Tenían a sus propios hombres. Hombres más jóvenes, más fuertes. Incluso el rey que había parecido que quería su trabajo había resultado querer al Berin de hacía diez años.
El pensamiento le dolía, sin embargo sabía que debía haber imaginado que no necesitaban un hombre con más pelos grises que negros en la barba.
Hubiera sido más doloroso si aquello no hubiera supuesto que tenía que volver a casa. Su hogar era lo que importaba a Berin, incluso aunque fuera poco más que un cuadrado de paredes de madera sin pulir, cubierto por un tejado de pasto. Su casa eran las personas que allí le esperaban y pensar en ellos era suficiente para acelerar sus pasos.
Sin embargo, cuando llegó a la cima de una colina y la vio por primera vez, Berin supo que algo iba mal. El estómago le dio un vuelco. Berin sabía lo que significaba estar en casa. A pesar de toda la aridez de la tierra que lo rodeaba, su hogar era un lugar lleno de vida. Allí siempre había ruido, ya fuera de alegría o a causa de las discusiones. En esta época del año siempre habría habido también al menos unos cuantos cultivos creciendo en el terreno que lo rodeaba, con verduras y pequeños arbustos con frutos del bosque, cosas resistentes que siempre producían al menos algo para alimentarlos.
Esto no era lo que veía ante él.
Berin rompió a correr tan rápido como pudo tras la larga caminata, la sensación de que algo iba mal le carcomía por dentro, sentía como si uno de sus tornillos le sujetara el corazón.
Agarró la puerta y la abrió de par en par. Pensó que quizás todo estaría en orden. Quizás lo habían divisado y todos estaban asegurándose de que su llegada fuera una sorpresa.
Dentro estaba sombrío, las ventanas tenían una capa de mugre. Y allí, una presencia.
Marita estaba en la habitación principal, removiendo una olla que olía demasiado agria para Berin. Se giró hacia él cuando entró y, al hacerlo, supo que no se había equivocado. Algo iba mal. Algo iba muy mal.
“¿Marita?” empezó él.
“Marido”. Incluso la manera llana en que lo dijo le decía que nada estaba como debería estar. En cualquier otra ocasión en la que él había estado fuera, Marita se había lanzado a sus brazos al entrar por la puerta. Siempre parecía estar llena de vida. Ahora parecía…vacía.
“¿Qué está pasando aquí?” preguntó Berin.
“No sé a qué te refieres”. De nuevo, había menos emoción de la que debería haber habido, como si algo se hubiera roto en su esposa, sacándole toda la alegría de su interior.
“¿Por qué está todo tan…tan tranquilo por aquí?” exigió Berin. “¿Dónde están nuestros hijos?”
“No están aquí ahora mismo”, dijo Marita. Se dirigió de nuevo a la olla como si todo fuera perfectamente normal.
“Entonces ¿dónde están?” Berin no iba a dejarlo correr. Él podía pensar que los chicos podrían haber ido corriendo hacia el arroyo más cercano o que tenían recados por hacer, pero por lo menos uno de sus hijos lo habría visto llegar a casa y habría estado allí para recibirlo. “¿Dónde está Ceres?”
“Oh sí”, dijo Marita y Berin pudo escuchar la amargura entonces. “Evidentemente tenías que preguntar por ella. No cómo me van las cosas a mí. No por nuestros hijos. Por ella”.
Berin nunca antes había escuchado ese tono en su mujer. Oh, siempre había sabido que había algo duro en Marita, más preocupada por ella misma que por el resto del mundo, pero ahora sonaba como si su corazón fuera cenizas.
Marita pareció calmarse entonces y la rapidez con que lo hizo hizo sospechar a Berin.
“¿Quieres saber lo que hizo tu adorada hija?” dijo ella. “Se marchó”.
El recelo de Berin aumentó. Él negó con la cabeza. “No me lo creo”.
Marita continuó. “Se marchó. No dijo a donde iba, solo nos robó lo que pudo al marchar”.
“No tenemos dinero para robarnos”, dijo Berin. “Y Ceres nunca haría esto”.
“Evidentemente te pondrás de su lado”, dijo Marita. “Pero se llevó… cosas que había por aquí, posesiones. Cualquier cosa que pensara que podría vender en el pueblo de al lado, conociéndola. Nos abandonó”.
Si aquello era lo que pensaba Marita, entonces Berin estaba seguro de que nunca había conocido realmente a su hija. O a él, si pensaba que se creería una mentira tan evidente. La agarró de los hombros con sus manos y, aunque no poseía toda la fuerza que una vez tuvo, Berin todavía era lo suficientemente fuerte para que su esposa pareciera frágil en comparación.
“¡Dime la verdad, Marita!” ¿Qué ha pasado aquí?” Berin la sacudió, como si de este modo su antigua versión volviera a la vida de un golpe y ella pudiera volver de repente a ser la Marita con la que se había casado años atrás. Lo único que consiguió con ello fue empujarla hacia atrás.
“¡Tus chicos están muertos!” exclamó Marita. Las palabras llenaron el pequeño espacio que había en su hogar, saliendo como un gruñido. Su voz cayó. “Esto es lo que ha sucedido. Nuestros hijos están muertos”.
Las palabras golpearon a Berin como la coz de un caballo que no quiere que le pongan la herradura. “No”, dijo él. “Es otra mentira. Tiene que serlo”.
No podía pensar en otra cosa que Marita pudiera haber dicho y que le hubiera dolido igual. Debía estar diciendo aquello para herirle.
“¿Cuándo decidiste que me odiabas tanto?” preguntó Berin, pues esta era la única razón en la que podía pensar para que su mujer le arrojara algo tan vil a él, usando la idea de la muerte de sus hijos como arma.
Ahora Berin vio lágrimas en los ojos de Marita. No había habido ninguna cuando ella había estado hablando de su hija, que supuestamente había huido.
“Cuando decidiste abandonarnos”, le respondió bruscamente su esposa. “¡Cuando tuve que ver morir a Nesos!”
“¿Solo a Nesos?” dijo Berin.
“¿No es suficiente?” le respondió gritando Marita. “¿O no te importan tus hijos?”
“Hace un momento dijiste que Sartes también estaba muerto”, dijo Berin. “¡Deja de mentirme, Marita!”
“Sartes también está muerto”, insistió su mujer. “Los soldados vinieron y se lo llevaron. Lo sacaron a rastras para formar parte del ejército del Imperio y es solo un chico. ¿Cuánto tiempo crees que sobrevivirá siendo parte de esto? No, mis dos hijos han desaparecido, mientras Ceres…”
“¿Qué?” exigió Berin.
Marita negó con la cabeza. “Si hubieras estado aquí, esto no hubiera sucedido probablemente”.
“Tú estabas aquí”, escupió Berin, temblando de pies a cabeza. “En eso quedamos. ¿Crees que me quería ir? Se suponía que tú ibas a cuidarlos mientras yo encontraba dinero para que pudiéramos comer”.
La desesperanza se apoderó de Berin entonces y sintió que empezaba a llorar, como no había llorado desde que era un niño. Su hijo mayor estaba muerto. De entre todas las otras mentiras que había dicho Marita, esta parecía ser cierta. La pérdida dejaba un agujero que parecía imposible de llenar, incluso con el dolor y la rabia que crecían en su interior. Se obligó a sí mismo a concentrarse en los demás porque parecía el único modo de frenar que aquello lo abrumara.
“¿Los soldados se llevaron a Sartes?” preguntó. “¿Los soldados Imperiales?”
“¿Piensas que te estoy mintiendo sobre esto?” preguntó Marita.
“Ya no sé qué creer”, respondió Berin. “¿Ni siquiera intentaste detenerlos?”
“Me apuntaban con un cuchillo al cuello”, dijo Marita. “Tuve que hacerlo”.
“¿Qué tuviste que hacer?” preguntó Berin.
Marita negó con la cabeza. “Tuve que llamarlo para que saliera. Me hubieran matado”.
“¿O sea que se lo entregaste a cambio?”
“¿Qué piensas que podía hacer?” exigió Marita. “Tú no estabas aquí”.
Y Berin probablemente se sentiría culpable de ello mientras viviera. Marita tenía razón. Quizás si se hubiera quedado, esto no hubiera sucedido. Sin embargo, el sentirse culpable no sustituía al dolor o a la rabia. Tan solo se les añadía. Aquello borboteaba dentro de Berin, parecía algo vivo que luchaba por salir.
“¿Qué pasó con Ceres?” exigió él. Sacudió de nuevo a Marita. “¡Dime!” Quiero la verdad esta vez. ¿Qué hiciste?”
Sin embargo, Marita solo se echó hacia atrás de nuevo y, esta vez, se sentó sobre sus piernas en el suelo y se acurrucó sin ni siquiera alzar la vista para mirarlo. “Descúbrelo por ti mismo. Yo soy la que ha tenido que vivir con esto. Yo, no tú”.
Una parte de Berin deseaba seguir sacudiéndola hasta que le diera una respuesta. Esta parte quería sacarle la verdad a la fuerza, costara lo que costara. Pero él no era ese tipo de hombre y sabía que nunca podría serlo. Solo pensar en ello le repugnaba.
No se llevó nada de la casa cuando se marchó. No había nada allí que quisiera. Cuando miró hacia atrás a Marita, tan envuelta totalmente en su propia amargura por haber abandonado a su hijo, intentó esconder lo que les había pasado a sus hijos, costaba creer que hubiera sucedido.
Berin salió al exterior, sacando con un parpadeo las últimas lágrimas que le quedaban. Cuando el brillo del sol le golpeó se dio cuenta de que no tenía ni idea de lo que iba a hacer a continuación. ¿Qué podía hacer? No podía ayudar a su hijo mayor, ya no, mientras los otros podían estar en cualquier sitio.
“No importa”, se dijo Berin a sí mismo. Sentía que la determinación dentro de él se convertía en algo parecido al hierro con el que trabajaba. “Esto no me detendrá”.
Quizás alguien por allí cerca había visto hacia donde habían ido. Seguro que alguien sabría dónde estaba el ejército y Berin sabía como cualquiera que un hombre que fabricaba espadas podría encontrar siempre un modo de acercarse al ejército.
Y en cuanto a Ceres…algo habría. Tenía que estar en algún lugar. Porque la alternativa era impensable.
Berin echó un vistazo al campo que rodeaba su casa. Ceres estaba por allí en algún lugar. Igual que Sartes. Las siguientes palabras las dijo en voz alta, porque hacerlo parecía convertirlo en una promesa, para sí mismo, para el mundo, para sus hijos.
“Os encontraré a los dos”, juró. “Cueste lo que cueste”.
CAPÍTULO CUATRO
Sartes corría entre las tiendas del campamento del ejército, respirando con dificultad, agarrando el pergamino en su mano y secándose el sudor de los ojos, sabiendo que si no llegaba pronto a la tienda de su comandante, lo azotarían. Se agachaba y zigzagueaba lo mejor que podía, a sabiendas de que su tiempo se estaba agotando. Ya lo habían detenido demasiadas veces.
Sartes ya tenía marcas de quemadura en sus espinillas de las veces que se había equivocado, su escozor era uno más entre muchos ahora. Parpadeaba, desesperado, mientras echaba un vistazo al campamento del ejército, intentando adivinar la dirección correcta para correr entre el interminable entramado de tiendas. Había letreros y estandartes que señalaban el camino, pero él todavía estaba intentando aprenderse los dibujos.
Sartes notó que algo le cogía el pie y a continuación se tambaleó, el mundo pareció ponerse del revés cuando cayó. Por un instante pensó que había tropezado con una cuerda, pero cuando alzó la vista vio a unos soldados riéndose. El que estaba a la cabeza era un hombre más mayor, con barba canosa de varios días y cicatrices de muchas batallas.
Entonces el miedo se apoderó de Sartes, pero también una especie de resignación; así era la vida en el ejército para un recluta como él. No exigió saber por qué el hombre lo había hecho, porque decir algo era un camino seguro hacia una paliza. Por lo que podía ver, prácticamente todo lo era.
En lugar de eso, se puso de pie y se sacudió todo el barro que pudo de la túnica.
“¿Qué estás haciendo, chaval?” exigió el soldado que le había hecho la zancadilla.
“Un encargo para mi comandante, señor”, dijo Sartes, levantando un trozo de pergamino para que el hombre lo viera. Él esperaba que aquello fuera suficiente para mantenerlo seguro. A menudo no lo era, a pesar de las normas que decían que las órdenes tenían prioridad por encima de cualquier otra cosa.
Desde el momento en que llegó allí, Sartes había aprendido que el ejército Imperial tenía un montón de normas. Algunas eran oficiales: sal del campamento sin permiso, niégate a cumplir órdenes, traiciona al ejército y te matarán. Ve por el camino equivocado, haz algo sin permiso y recibirás una paliza. Pero también había otras normas. Normas menos oficiales que era igual de peligroso romper.
“¿De qué encargo se trata?” exigió el soldado. Los demás se iban reuniendo alrededor ahora. En el ejército siempre faltaban fuentes de entrenamiento, así que si había la perspectiva de divertirse un poco a costa de un recluta, la gente prestaba atención.
Sartes hizo lo posible para parecer arrepentido. “No lo sé, señor. Solo tengo órdenes de entregar este mensaje. Puede leerlo si quiere”.
Aquel era un riesgo calculado. La mayoría de los soldados corrientes no sabía leer. Tenía la esperanza de que el tono no le valiera un coscorrón en la oreja por insubordinación, pero intentaba no mostrar miedo. No mostrar miedo era una de las normas que no estaban escritas. El ejército tenía al menos tantas de aquellas normas como de las oficiales. Normas acerca de a quien debías conocer para conseguir comida mejor. Acerca de quien conocía a quien y con quien debías tener cuidado, sin importar el rango. Conocerlas parecía la única manera de sobrevivir.
“¡Bien, entonces será mejor que continúes con él!” gritó el soldado, dando una patada a Sartes para que continuara moviéndose. Los que estaban allí se rieron como si fuera el mayor chiste que jamás hubieran visto.
Una de las más grandes normas no escritas parecía ser que los nuevos reclutas eran un blanco. Desde que llegó, a Sartes le habían dado puñetazos, bofetadas, palizas y empujones. Le habían hecho correr hasta desmayarse, para correr más a continuación. Le habían cargado con tantas herramientas que sentía que apenas podía mantenerse de pie, le habían hecho cargar con ellas, cavar hoyos en el suelo sin razón aparente y trabajar. Había escuchado historias de hombres en las filas a los que les gustaba hacer cosas peores a los nuevos reclutas. Incluso si morían, ¿qué le importaba al ejército? Estaban allí para ser arrojados al enemigo. Todos esperaban que murieran.
Sartes había esperado morir desde el primer día. Al final del mismo, había tenido la sensación incluso de desearlo. Se había acurrucado dentro de la tienda extremadamente delgada que le habían asignado y temblaba, con la esperanza de que el suelo se lo tragara. Increíblemente, el día siguiente había sido peor. Otro recluta nuevo, cuyo nombre Sartes desconocía, había sido asesinado aquel día. Lo habían atrapado intentando escapar y les hicieron mirar a todos su ejecución, como si se tratara de algún tipo de lección. La única lección que Sartes había podido ver era lo cruel que el ejército era con cualquiera que mostrara que tenía miedo. Entonces fue cuando empezó a intentar esconder su miedo, sin mostrarlo aunque estuviera allí de fondo casi a cada instante que estaba despierto.
Hizo un rodeo entre las tiendas, cambiando brevemente las direcciones para dejarse caer por una de las tiendas que hacían de cantina donde, un día antes, uno de los cocineros había necesitado ayuda para escribir un mensaje para mandar a casa. El ejército apenas alimentaba a sus reclutas y Sartes sentía cómo su estómago rugía ante la expectativa de comida, pero no comió lo que llevaba con él mientras corría hacia la tienda de su comandante.