Cerró los ojos y se imaginó a sí misma, dentro de menos de una hora, relajándose en su casa bote, el Sea Cups, sirviéndose tres dedos —bueno, cuatro— de Glenlivet y poniéndose cómoda para un atardecer con sobras de comida china y capítulos repetidos de Scandal. Si esa terapia personalizada no daba resultado, podía terminar en el diván de la Dra. Blanc, una opción poco atractiva.
Había comenzado a guardar sus archivos del día cuando Ray llegó y se dejó caer en la silla de la enorme mesa que compartían. Ray era oficialmente el detective Raymond «Big» Sands, su compañero por ya casi un año y su amigo por cerca de siete.
Realmente hacía honor a su apodo. Ray (Keri nunca lo llamaba «Big», él no necesitaba un masaje de ego) era un hombre negro de un metro noventa y cinco y 104 kilos, con una brillante calva, un diente inferior partido, una perilla muy cuidada y una afición a vestir camisas demasiado pequeñas para él, solo para marcar cuerpo.
Con cuarenta años, Ray aún se parecía al boxeador, medallista olímpico de bronce, que había sido a los veinte, y el contendiente profesional de peso pesado, con un registro de 28-2-1, que había sido hasta la edad de veintiocho. Fue entonces cuando un pequeño contrincante zurdo, casi trece centímetros más bajo que él, le dejó sin ojo derecho de un malicioso gancho y le puso a su carrera un chirriante final. Utilizó un parche durante dos años, que le resultó incómodo, y finalmente se puso un ojo de vidrio, con el que de alguna manera le iba mejor.
Como Keri, Ray se unió a la Fuerza más tarde que la mayoría, cuando al principio de la treintena buscaba un nuevo propósito en la vida. Ascendió rápidamente y era ahora el detective sénior en la Unidad de Personas Desaparecidas de la División Pacífico o UPD.
–Pareces una mujer que sueña con olas y whisky —dijo.
–¿Tan evidente es? —preguntó Keri.
–Soy un buen detective. Mis poderes de observación son inigualables. Además, hoy ya mencionaste dos veces tus excitantes planes vespertinos.
–¿Qué puedo decir? Soy persistente cuando persigo mis objetivos, Raymond.
Él sonrió, con su ojo bueno mostraba una calidez que su defecto físico ocultaba. Keri era la única a la que permitía llamarle por su nombre propio. A ella le gustaba mezclarlo con otros títulos, menos halagadores. Con frecuencia él hacía lo mismo con respecto a ella.
–Escucha, pequeña señorita Sunshine, puede que estés mejor invirtiendo los últimos minutos de tu turno revisando con los criminalistas acerca del caso Sanders en lugar de soñar despierta con beber despierta.
–¿Beber despierta? —dijo ella, simulando estar ofendida—. No es beber despierta si empiezo después de las cinco, Gigantor.
Él iba a responderle cuando el teléfono sonó. Keri cogió la llamada antes de que Ray pudiera decir algo y ella, juguetona, le sacó la lengua.
–División Pacífico Personas Desaparecidas. Detective Locke al habla.
Ray se puso a la escucha también pero sin hablar.
La mujer que llamaba parecía joven, alrededor de treinta años, más o menos. Antes de que ella dijera siquiera por qué estaba llamando, Keri notó la preocupación en su voz.
–Me llamo Mia Penn. Vivo en la Avenida Dell en los Canales de Venice. Estoy preocupada por mi hija, Ashley. Debería haber llegado a casa de la escuela a las tres treinta. Sabía que la iba a llevar a una visita con el dentista a las cuatro cuarenta y cinco. Me escribió un mensaje justo antes de salir de la escuela a las tres pero no está aquí y no responde a ninguna de mis llamadas o mensajes. Eso no es típico de ella para nada. Es muy responsable.
–Sra. Penn, ¿Ashley normalmente va a pie o en coche hasta casa? —preguntó Keri.
–Viene a pie. Está solo en décimo grado, tiene quince años. Ni siquiera ha comenzado las clases de conducir.
Keri miró a Ray. Sabía lo que él iba a decir y no tenía argumentos para contradecirlo. Pero había algo en el tono de Mia Penn que no le gustó. Podía decir que la mujer apenas podía mantener el control. Había pánico bajo la superficie. Quería pedirle a él que se saltaran el protocolo pero no se le ocurría ninguna razón creíble para hacerlo.
–Sra. Penn, habla el detective Ray Sands. Estoy escuchándola por la extensión. Quiero que respire profundamente y luego me diga si su hija ha llegado tarde a casa alguna vez.
Mia Penn replicó enseguida, olvidándose de la sugerencia de respirar mejor.
–Por supuesto —admitió, tratando de ocultar la exasperación en su voz—. Como dije, tiene quince años. Pero siempre ha enviado mensajes o ha llamado si se va a retrasar más de una hora. Y nunca se retrasa cuando tenemos planes.
Ray respondió sin dirigir la vista a Keri, porque sabía que ella lo miraría con desaprobación.
–Sra. Penn, oficialmente, su hija es menor de edad y las normas con respecto a personas desaparecidas no se aplican igual que como sucede con un adulto. Tenemos una autoridad más amplia para investigar. Pero hablándole honestamente, una adolescente que no esté respondiendo a los mensajes de su madre y no haya llegado a casa menos de dos horas después de la salida de la escuela, no va a disparar el tipo de respuesta inmediata que usted espera. En este punto no hay mucho que podamos hacer. En una situación como esta, lo mejor que puede hacer es acercarse a la comisaría y rellenar un informe. Eso es algo que debe hacer. Eso no supone ningún problema y podría acelerar las cosas si necesitamos desplegar recursos.
Hubo una larga pausa antes de que Mia Penn respondiera. El tono de su voz, a diferencia de antes, se volvió cortante.
–¿Cuánto tiempo tengo que esperar para que usted despliegue, detective? —preguntó ella—. ¿Son dos horas más que suficiente? ¿Tengo que esperar hasta que oscurezca? ¿A que no esté en casa mañana por la mañana? Apuesto a que si yo fuera…
Fuera lo que fuera lo que Mia Penn estaba a punto de decir se lo calló, como si supiera que cualquier cosa que añadiera sería contraproducente. Ray iba a responder pero Keri levantó la mano y le lanzó su patentada mirada de «deja que yo me encargue de esto».
–Escuche, Sra. Penn, habla la detective Locke de nuevo. Usted dice que vive en los Canales, ¿correcto? Eso está de camino a mi casa. Deme su dirección de correo electrónico. Le enviaré un formulario de personas desaparecidas. Puede empezar a rellenarlo y yo pasaré para ayudarla a completarlo y agilizar su ingreso en el sistema. ¿Qué le parece?
–Me parece bien, detective Locke. Gracias.
–No hay problema. Y bueno, quizás Ashley ya esté en casa para cuando yo llegue y yo pueda darle un sermón sobre mantener a su mamá informada… sin cargos.
Keri cogió el bolso y las llaves y se preparó para ir a casa de los Penn.
Ray no había dicho una palabra desde que colgaron. Ella sabía que él estaba echando humo silenciosamente pero ella evitó levantar la vista. Si sus miradas se cruzaban, sería ella la que recibiría el sermón y no estaba de humor.
Pero al parecer Ray no necesitaba hacer contacto visual para lo que opinaba.
–Los Canales no están de camino a tu casa.
–Solo tengo que desviarme un poco—insistió ella, todavía sin levantar la vista—. Así que tendré que esperar hasta las seis treinta para regresar al puerto deportivo y a Olivia Pope y asociados. No hay para tanto.
Ray suspiró y se reclinó en su silla.
–Sí que hay para tanto. Keri, hace casi un año que eres detective aquí. Me gusta tenerte como compañera. Y has hecho un gran trabajo, incluso antes de que consiguieras tu placa. El caso Gonzales, por ejemplo. No creo que yo lo hubiera podido resolver y llevo una década más que tú investigando estos casos. Tienes una especie de sexto sentido para estas cosas. Es por eso que te usaba como recurso en los viejos tiempos. Y es por eso que tienes el potencial para ser una verdadera gran detective.
–Gracias —dijo ella, aunque sabía que no él no había terminado.
–Pero tienes una gran debilidad y va a ser tu perdición si no le pones freno. Debes permitir que el sistema funcione. Existe por una razón. El setenta y cinco por ciento de nuestro trabajo se resuelve en las primeras veinticuatro horas sin nuestra ayuda. Debemos dejar que eso suceda para concentrarnos en el otro veinticinco por ciento. Si no lo hacemos, terminamos sobrecargados de trabajo. Nos volvemos improductivos, o peor aún… contraproducentes. Y entonces traicionamos a la gente que de verdad acaba necesitándonos. Es parte de nuestro trabajo escoger nuestras batallas.
–Ray, no estoy ordenando una Alerta AMBER o algo parecido. Solo estoy ayudando con algo de papeleo a una madre preocupada. Y en verdad, son solo quince minutos de desvío de mi ruta.
–Y… —dijo él esperando algo más.
–Y había algo en su voz. Está ocultando algo. Quiero hablar con ella cara a cara. Puede que no sea nada. Y si es así, me iré.
Ray negó con la cabeza y lo intentó una vez más.
–¿Cuántas horas perdiste con ese chico sin hogar en Palms que estabas segura de que había desaparecido y no fue así? ¿Quince?
Keri se encogió de hombros.
–Mejor asegurarse que lamentarse —murmuró por lo bajo.
–Mejor empleado que despedido por uso inapropiado de los recursos del departamento —replicó él.
–Ya son más de las cinco —dijo Keri.
–¿Y eso qué significa?
–Significa que me paso de mi turno. Y esa madre me está esperando.
–Como si nunca te pasaras de tu turno. Llámala, Keri. Dile que te envíe por correo electrónico los formularios cuando haya terminado. Dile que llame aquí si tiene alguna pregunta. Pero ve a casa.
Ella había sido tan paciente como había podido pero por lo que a ella concernía, la conversación había terminado.
–Te veré mañana, Don Limpio —dijo, dándole un apretón en el brazo.
Cuando se dirigía al aparcamiento para buscar su Toyota Prius de color plata de diez años, trató de recordar el atajo más rápido para llegar a los Canales de Venice. Sentía ya una urgencia que no comprendía.
Una que no le gustaba.
CAPÍTULO DOS
Lunes
Al caer la tarde
Keri maniobraba con el Prius a través del tráfico de la hora punta en el límite oeste de Venice, conduciendo más rápido de lo normal. Algo la impulsaba, una corazonada que sentía crecer, una que no le gustaba.
Los Canales estaban a pocas manzanas de puntos de interés turístico como Boardwalk y Muscle Beach, y le llevó diez minutos de recorrido por la Avenida Pacific antes de encontrar por fin un lugar para aparcar. Se bajó y dejó que el teléfono le indicase el resto del camino a pie.
Los Canales de Venice no eran solo el nombre de una urbanización. Eran realmente una serie de canales artificiales construidos a principios del siglo veinte, a imitación de los originales ubicados en Italia. Cubrían unas diez manzanas justo al sur del Venice Boulevard. Unas cuantas de las casas que estaban junto a los canales eran humildes, pero la mayoría eran extravagantes al estilo de la costa. Las parcelas eran pequeñas pero algunos de los hogares fácilmente valían ocho cifras.
La casa a la que Keri llegó estaba entre las más impresionantes. Tenía tres plantas, pero solo el piso superior era visible, debido al alto muro estucado que la rodeaba. Dio la vuelta desde la parte de atrás, que daba al canal, hasta la puerta del frente. Mientras lo hacía, se fijó en que había múltiples cámaras de seguridad en las paredes de la mansión y en la casa misma. Varias de ellas parecían estar siguiendo sus movimientos.
«¿Por qué una madre veinteañera con una hija adolescente vive aquí? ¿Y por qué tanta seguridad?»
Llegó hasta la verja de hierro forjado de enfrente y se sorprendió de encontrarla abierta. La cruzó y estaba a punto de llamar a la puerta delantera cuando esta se abrió desde adentro.
Una mujer salió a recibirla, vestía vaqueros raídos y un top blanco sin mangas, tenía una cabellera larga y abundante de color castaño e iba descalza. Como Keri había sospechado al escucharla por teléfono, no pasaría de los treinta. Tendría la misma estatura de Keri, pero era unos diez kilos más delgada y estaba además bronceada y en forma. Se veía estupenda, a pesar de la expresión ansiosa en su rostro.
El primer pensamiento de Keri fue «esposa trofeo».
–¿Mia Penn? —preguntó Keri.
–Sí. Entre, por favor, detective Locke. Ya he rellenado los formularios que me envió.
Por dentro, la mansión se abría a un impresionante vestíbulo, con dos escaleras iguales de mármol que llevaban al piso de arriba. Había casi suficiente espacio para organizar un partido de los Lakers. El interior estaba inmaculado, con cuadros cubriendo todas las paredes y esculturas adornando mesas de madera tallada que se veían también como obras de arte en sí mismas.
Todo la casa parecía que podía exhibirse en cualquier instante en la revista Hogares que te hacen cuestionar tu propia valía. Keri reconoció una pintura colocada en un lugar destacado como un Delano, lo que significaba que esa sola valía más que la patética casa bote de veintidós años que ella llamaba hogar.
Mia Penn la llevó a otra de las salitas, más informal, y le ofreció asiento y agua embotellada. En un rincón de la sala, un hombre de constitución gruesa con pantalones de vestir y americana estaba apoyado en la pared como con indiferencia. No dijo nada pero no apartaba la mirada de Keri. Ella se fijó en un pequeño bulto en la parte derecha de su cadera, debajo de la chaqueta.
«Un arma. Debe ser de seguridad».
Una vez que Keri se sentó, su anfitriona no perdió el tiempo.
–Ashley sigue sin contestar mis llamadas y mis mensajes. No ha tuiteado desde que salió de la escuela. No hay posts en Facebook. Nada en Instagram —suspiró y añadió—: Gracias por venir. Me faltan palabras para expresarle lo mucho que esto significa para mí.
Keri asintió lentamente, estudiando a Mia Penn, tratando de comprenderla. Igual que por teléfono, el pánico apenas disimulado se sentía real.
«Ella parece temer en verdad por su hija. Pero está ocultando algo».
–Usted es más joven de lo que esperaba —Keri dijo finalmente.
–Tengo treinta años. Tuve a Ashley cuando tenía quince.
–Guau.
–Sí, eso es más o menos lo que todo el mundo dice. Yo siento que como nos llevamos tan pocos años, tenemos esta conexión. A veces puedo asegurar que sé lo que ella siente incluso antes de verla. Sé que suena ridículo pero tenemos este vínculo. Y yo sé que no hay pruebas, pero puedo notar que algo va mal.
–No entremos en pánico todavía —dijo Keri.
Pasaron revista a los hechos.
La última vez que Mia vio a Ashley fue esa mañana. Todo estaba bien. Desayunó yogur con granola y fresas laminadas. Se había ido a la escuela de buen humor.
La mejor amiga de Ashley era Thelma Gray. Mia la llamó cuando Ashley no apareció después de clase. Según Thelma, Ashley estaba, como se suponía que debía estar, en la clase de geometría del tercer cuatrimestre y todo parecía normal. La última vez que vio a Ashley fue en el pasillo, hacia las 2 p. m. Ella no tenía idea de por qué Ashley no había llegado a casa.
Mia también había hablado con el novio de Ashley, un chico de aspecto deportista llamado Denton Rivers. Él dijo que vio a Ashley en la escuela por la mañana pero que eso fue todo. Le envió unos pocos mensajes después de clase, pero ella nunca respondió.
Ashley no tomaba ninguna medicación, no tenía problemas físicos que mencionar. Mia dijo que antes había pasado por el dormitorio de Ashley y todo parecía normal.
Keri lo escribió todo rápido en un pequeño cuaderno, tomando nota específicamente de los nombres sobre lo que volvería más tarde.